“¡Y habláis del cielo, vosotros que deshonráis la tierra!”

H.D.T

Walden, llama la soberbia laguna septentrional de Concord, Massachusetts, que propició el amanecer de Henry David Thoreau. Walden, en estos días de oscurantismo tecnolátrico (de medioevo digno de la ciencia ficción lemniana, donde el progreso del antropófago consiste en rendir pleitesía a sus cadenas), aún se presenta encantadora. Su ecosistema lacustre y entorno boscoso, ha resistido a la época del ser humano caído en la cosificación de su alma, luce tan fresca y dominante como el legado filosófico del yanqui anarquista, el padre de la Desobediencia civil (Gandhi la exportó al mundo un siglo después). Thoreau, se negó a pagar impuestos para la injusta guerra de su país contra México, y, sobre todo, desobedeció la orden mundial de plegar a la esclavitud positivista, afirmándose con su propia experiencia de vida proclamó que el mejor gobierno es el que no se lo siente. Lo paradojal de esta bifurcación de senderos entre la sociedad que escogió orar dentro de las catedrales del consumismo y el hombre que siguió la estrella de su emancipación, es que esa misma sociedad del desarrollo para la entropía supo conservar intacto el santuario natural, sin amortiguadores, del vividor.

El testimonio de Thoreau habitando la cabaña con vista a las profundidad policromática de árboles centenarios, y a la cambiante luz que emerge de los estremecimientos de la laguna transitando por las cuatro estaciones, viene con el título: Walden; o, La vida en los bosques. Este libro fue escrito por Thoreau gracias a la presión y urgencia de sus amigos  y, al cabo del tiempo, somos los beneficiados de que nos llegue su formidable pensamiento y pragmatismo. Walden, es canto épico a la naturaleza indomable, es un poema de los sentidos alertas y la contemplación innata. Thoreau, mimetizándose con la vida en los bosques, llega a ser el explorador de las altitudes del instante, sufre  las crudas transformaciones de la intemperie, es parte del gélido letargo blanco del invierno, es la renovación que trae la primavera con el despertar de los ruiseñores y el creciente movimiento vivace de las entrañas de la Tierra.

La compenetración del hombre de bosque con la laguna de peces reluciendo en un fondo cristalino, no surgió de la ambición de convertirse en “ejemplo”, lo ejemplar hiede a político mendicante de votos, a buen ciudadano corrupto en la corriente cleptocracia. Thoreau se condujo como los grandes conquistadores de la realidad con los pies y manos hundidos en la tierra, devolviéndose a la matriz por una imperiosa voluntad de descubrirse a sí mismo ante sus limitaciones de hombre, viajando con su integral cuerpo-alma-espíritu a los confines, y orígenes, de las cuatro estaciones que pintaron oleos perdurables del venero, variedades de turquesa, de celeste y de gris; como para imaginar Walden mañana, donde quiera que se esté, con los ojos de la poesía.

Thoreau exudaba vida-muerte con los sentidos inmersos en las creaciones de Walden. ¿Cómo explotar a mansalva el suelo que lo acogió para que aprenda lo que en los predios universitarios le está negado a los obedientes educandos? Un parásito académico, un gestor cultural, no sabe integrarse al milagro del líquido vital festonado por aromas eufónicos de bosque añejo. Un sujeto del rendimiento global, no sabe recibir el pan de cada día sin infringir daño a la tierra donante. La amplitud agreste lo envolvía con el goce del ocio divino que se regalan los que no huyen de la aventura por antonomasia de un existente: la travesía por los fiordos del microcosmos. Viajar dentro de sí es poseer el coraje de quien se arroja a lo inconmensurable, hay que tener arrojo para explorar en soledad las cimas de la hermosura amable y también descender a enfrentar lo atractivo negativo: los infiernillos de los terrores atávicos y cósmicos.

“Vivir con lo mínimo indispensable”

H.D.T

Thoreau echó a andar su retiro libertario allá por el otoño 1845, previamente a ese cometido ecologista adquirió, acudiendo al ágora de la Arcadia, dos insobornables servidores gemelos, Simplicidad y Sencillez, los que lo ayudaron a levantar y mantener su experimento anarquista durante los dos años que habitó en los bosques de Walden.

La cabaña de puertas abiertas a los visitantes que construyó a la velocidad de un mago, con sus manos de creador y también favoreciéndose de una minga merced a las amistades que tenía en Concord -el pueblo natal dentro del estado de Massachusetts-, resultó una edificación rústica bien parada, muy asequible al bolsillo del joven anarquista. Fue una estancia donde reinó la calidez aireada, dada a la luz y la sombra de los cambiantes tonos del soto viajando en las estaciones. Allí gozaba de franca circulación entre los contados muebles que, aprovechando los días de limpieza minuciosa, los sacaba a que se oreen a la intemperie. Sus cosas también tomaban baños de sol, le agradaba verlas confundiéndose con el bosque, perfumándose largo con la esencia de las flores. ¡Cuán grato le venía, de vez en cuando, aquí sí echar la casa por la ventana!

Cualesquier paseante podía entrar a la morada del joven poeta de Concord,  que era de un solo ambiente, la vista del visitante de una podía capturar la sencillez y simplicidad interior, y tenía acceso a sus lecturas y la opción de reposar junto al hogar generoso en lumbre durante los días fríos de invierno. Thoreau jamás echó cerrojo a su sólida y humilde madriguera, incluso cuando se iba de “vacaciones”, a andar y ver por otras riberas y lagunas de las cercanías, constatando que en millas a la redonda no tenía parangón la acuática poesía de Walden.

El ermitaño “sociable”, se encontraba con las sutiles huellas de la gente variopinta que en su ausencia ingresaba al hogar, alegrándose por no hallar desordenada la cabaña ni echar en falta nada del mínimo menaje. Una réplica fiel del refugio se exhibe a la fecha en Walden, ahí perduran las tres sillas thoreauianas: una para la soledad, otra para la amistad y la tercera para la sociedad del rendimiento global cuestionando, de rato en rato, cual fijación: ¿…pero hombre, hombre de Dios, qué hace usted aquí metido a salvaje, con su inteligencia podría emprender en muchas industrias de provecho?

La empresa de provecho que montó Thoreau fue la de no ser conformista y no resignarse a la desesperación del sujeto que desconoce el ocio divino. Thoreau creció en la floración primaveral que llena de color la intemperie, no se resignó a dar gusto al sujeto insalubre que cría mixomicetos entre muros rutilantes. El hombre supo hacer sus días libertarios sin descuidar las horas que le dedicaba al agricultor de subsistencia y al cazador-recolector. Obtener la suficiente comida para reponer el combustible vital del ser corpóreo, era en él un deporte y no un tormento cotidiano. La vida del hombre boscoso, desde el despertar claroscuro con la eufonía de los cantores de la aurora al incendio crepuscular, fue un desprenderse del vicio de la acumulación gratuita. Ya en 1845 fue renuente a servir como engranaje de la máquina insaciable del desarrollismo que hoy funge de sucedáneo del paraíso.

Promediando el siglo XIX, se empieza a producir y acumular la basura que es la marca  planetaria del Antropoceno, y el hombre se convierte en instrumento de sus instrumentos. La premonición thoreauiana del trabajador enajenado por los instrumentos de su agotamiento existencial, se hizo realidad plena con nuestra sociedad del progreso para la entropía. La edad de la superpoblación de esclavos viene rodando neumática por el gigantesco parque temático en que se han convertido las grandes urbes. La fantasía no está encerrada en los parques de diversiones Disney, los mundos Disney pululan por doquier en la estridente realidad ciudadana.

¿Qué observaría Thoreau en el urbanícola de estos días? Vería el rostro de un sujeto simulando humanidad por reflejo de la cotidiana sugestión de ánimo gratuito, la dosis de auto-ayuda que le inoculan los medios para “Un Mundo Medio Feliz” porque, ¡lástima!, todavía no se descubre el psicotrópico total, el amortiguador todoterreno e innocuo para el hombre-cosa. No hay el Soma de la fábula de A. Huxley, Un Mundo Feliz. Todavía no tenemos el Soma que haga del paso del tiempo un trance dichoso sin que se presente la resaca moral y el deterioro físico que producen las drogas de la actualidad, incluida la perenne información no del instante sino de la novedad que se pudre al instante. La careta de humanidad que se calza el sujeto que ríe anegado en sus miasmas es el rostro de la vigorexia que gozan los diez mandamientos del nihilismo mercantil, es la carita del hidrocarburo que reina con el hedor del averno que sustenta nirvanas sintéticos. Thoreau, vislumbró al  enfermo terminal que transita por el infierno de lo igual. El sujeto del consumismo no está conectado con los valores de Gea, deambula semidormido entre las muchedumbres, perdido de las manifestaciones de la Tierra.

Qué formidables sirvientes resultaron Sencillez y Simplicidad; el primero amanecía a sus labores de músculo trinando, “¡sencillez, sencillez, sencillez!”; el segundo se recogía a su tarea de filósofo crepuscular exclamando, “¡simplicidad, simplicidad, simplicidad!”. La austeridad que practicó Henry en los bosques de Walden es la que la normalidad llamaría “existir rasguñando la extrema pobreza”, mas para el caminante fue vivir a tope con lo suficiente que le brindó la madre naturaleza para que alterne con lo que le tocó mamar en cada una de las cuatro estaciones.  Así, las musas de Meteoro, se sucedían proporcionando la variedad de sus temperamentos, pasando del bienestar que inicia con la prímula y va descendiendo conforme avanza el otoño hasta la hibernación que provoca el visitante polar. Sin un riguroso invierno que congele la vida no hubiese sido posible el renacimiento que, tras la fascinación del hielo azul berilo de Walden, surgió como cuando, hace cien millones de años, se dio el gran florecimiento que llenó de colores y fragancias a la Tierra con la aparición de las plantas angiospermas.

La sencillez pragmática radicó en el cuerpo y el espíritu de Thoreau. Vida saludable como la del jovial Jesús de quien Nietzsche, otro caminante, dijo que fue el último cristiano. Vida saludable la del predecesor estadounidense de Thoreau, el botánico-poeta William Bartram –Cazador de flores, como lo renombró un rey de la tribu Seminola-. Bartram, promediando los años mil setecientos, ante la hermosura primordial de las “ninfas” cherokees refrescándose en arroyo de aguas cristalinas, proclamó que aquellas beldades eran la imagen de la inocencia silvestre, hijas de la Creación que el positivismo aún no había corrompido.

La pobreza horripilante no es la que nace de la falta de cosas sino la que proviene del sentimiento de estar desahuciado por verse impedido de servirse del festín fatuo. El sujeto de rendimiento no vive, inmerso en la vorágine del Gran Gobierno y la Gran Empresa, malvive sometido a necesidades que lo hacen sentirse desamparado frente al mensajero global de la cleptocracia que le susurra de la mañana a la noche: produce, produce, produce…; compra, compra, compra… Ésa es la verdadera indigencia del trabajador, del ciudadano, ser un muerto viviente entre multitud de tentaciones para adquirir, existir para aumentar su cansancio psicobiológico, respirar para venderse a su Acreedor.

“Yo he encontrado que es un lujo singular el hablar a través de una laguna con un interlocutor situado en la otra orilla”

H.D.T

Thoreau, incorporó su cabaña dentro de lo prístino no para ser un santón o un ídolo del arte de la supervivencia, ni por encomendarse al ángel del dinero en aras que éste de súbito lo agasaje con la peste de los prósperos, la dicha muelle, sino con el fin de tener su amanecer en Walden. El hombre debe construir su casa para convivir en armonía con la gran morada original de la vida. ¿De qué dulce hogar hablamos si está levantado en medio de la desolación del hormigón armado, y la música sinfónica de la Tierra se ha trocado en chillidos de engranajes?

El experimento de Thoreau en laguna Walden, su soledad boscosa intrínseca, hizo que al cabo nos llegue como experiencia ajena, que nos la comparta a través del libro que se ancló en la posteridad. Leer a cabalidad la vida de Thoreau en los bosques de Walden, es comprender que no se vive acompañado. Uno no vive por otro ni el otro vive por uno, esto bajo el influjo de José Ortega y Gasset. Es connatural al sujeto de la contemplación  nacer y morir en soledad, y en el intermedio hace su camino de vida-muerte, que es amanecer  en su propio Walden, lejos de aspirar a ser una ruina acompañada. Si alguien, cualquiera, se pasa las horas y días de su existencia acompañado sin caer en cuenta de que no se vive acompañado y que debe buscar la libertad de su conciencia por sí mismo, adolece de la enfermedad terminal del rebaño, es incapaz de desobedecer porque ya sólo obedece mecánicamente a la matrix.

El sujeto del pensamiento calculador teme contemplar como el sátrapa tiene fobia a los objetores de conciencia. Desarrollar la personalidad es resistir a la enajenación mediática en medio de una multitud y de la familia opresora. Si no se es capaz de hacer crecer saludable al objetor natural, no será suficiente tener ganas de oponerse a la estupidización puesto que hay que sumar al coraje la certeza de que se ha iniciado el viaje más arduo y difícil de un existente despejado: bucear en los confines del ser olvidado desobedeciendo el mandato de afuera, del superyó, el que dicta total sumisión a la soledad abominable en descomunal colmena.

El sentido de poner distancia con el fantoche autómata era fiel a un hombre que sabía andar para delante sin que le inyecten luces de control para que no se pierda en lo agreste, y por ello era veloz al momento de ir a donde él debía llegar fuera circunloquios. Andar a campo traviesa es marcar un sendero junto a la vida silvestre que lo rodea, rodar en un coche dentro de un parque florido es ir de un punto a otro sin percibir la naturaleza que bulle a los costados y en el horizonte. Henry podía moverse dentro de la noche más oscura (de esas que en las ficciones sirven para cortarlas a cuchillo, como si fuesen un pastel de petróleo), y no perdía el intrincado sendero al hogar, sus pies distinguían las particularidades del suelo cual serpiente de regreso a su cálida madriguera. Solía visitar a menudo la aldea de Concord para entretenerse con las “novedades” que los parroquianos no dejaban de comentar con fervor así se trate de realidades ajenas  a su cotidianidad. Ya en 1846, las noticias volaban y era necesario mantenerse al tanto del telégrafo y de los tabloides para no pasar por desinformado. En 1846, los ralos libros que habían sido escritos para una cabeza exigente permanecían, igual que en nuestros días, adornando los estantes del lector dinámico que no aguanta la tensión que le imprimen las creaciones literarias que trascienden más allá del edulcorante de los predicadores. Thoreau era un lector aristocrático, escogía las mejores horas del día para entrar en los libros que lo estremecían como la corriente del arroyo que refresca los pies y calma la sed corporal; accedía a las lecturas que reconocía desde sus experiencias y prendía la chispa de una mente viajera, cosmogónica.

Mientras más se aproxima uno al prójimo más uno tiene que gritarle al otro, siendo una ilusión lo de entenderse mejor estando muy cerca, casi frente con frente como en las redes globales de amigos sin límites. Apenas observen a los presidentes demócratas que se acercan a resolver sus diferencias al filo de sus límites patrios: se comen vivos allende la rigurosa melosidad que se infieren los respectivos cuerpos de sus cortes diplomáticas; más rápido se comprenden y actúan las mafias mercantiles que se hallan en las antípodas del planeta. Lo que se logra estando tan apretados es que ya no se dialoga sino que se discrepa a voces, por eso hay que ir separando las sillas hasta el tope de las dos paredes opuestas del recinto que aloja a los animales políticos, hasta salir a la intemperie por las puertas traseras y así conseguir la mínima distancia que genere una conversación fructífera. Hay que hacer como el caminante y su sombra, desprenderse de las cuatro paredes que los acorralan y fundirse con lo remoto, hallar por fin la amplitud que brindan las diferentes orillas de laguna Walden, entonces se dará el diálogo que no se arruga y por inercia ennoblece.