Sabato, anarquista existencialista, anarquista cristiano (otra variante de la versátil modalidad del anarquismo), resistió a la aplanadora del nihilismo consumista, no fue buzo del  desperdicio a granel que en vez de ser sucedáneo del paraíso es la paila donde la acumulación genera mendicidad. Ha manifestado que lo razonable sería existir dos mil años para saciarse de salud y cantarle a la Parca más alto que en Utopía. Tenemos a lo mucho cien años para acogernos al fin voluntariamente, o sea sin resquemor a eso que denominamos “muerte” y que en realidad viene a ser la comprobación, el sello irrefutable, de haber sido humanos. Don Ernesto fue un vividor reivindicando el término como lo que es en su primera acepción y no en el  sentido prosaico que se le da a tan encomiable palabra. En Utopía, el ciudadano que había malvivido y fallecía entre alaridos de angustia por dejar este mundo más miserable que nunca, era objeto de compasión y sollozos por parte de sus familiares y conocidos, pero a los vividores se los despedía con suma alegría, entre cantos y loas.

Soy sabatiano desde que despegué con la potente trilogía novelística de don Ernesto, el caballero de Santos Lugares quien, habiendo sido eminente físico, doctor en matemáticas puras, temprano renunció a los laureles del desastre racionalista tecnolátrico que en sí constituye el positivismo irracional, no se resignó a ser engranaje de la maquinaria destructora del Antropoceno.

Regio sería que le preguntemos en son de chanza a alguien llamado Lucho que, recién cumplidos novecientos noventa y ocho años de vida, nos participa que está saludable porque no es oficinista, no acude a un centro de altos estudios borreguiles, no atiende talleres de yoga para alquilar paz desechable, no es pasto de loqueros a los que ha dado vacaciones perpetuas, ni se casa ni hace plata… “¿Dime, Luchito, ya has pensado en asentar cabeza, qué vas a hacer de tu bulto en los próximos mil años?”. Si fuera así, de vivir dos mil años, don Ernesto, no dejaría de echar a la hoguera gran parte de sus escritos, quemaría lo necesario para desembocar en la trilogía sabatiana, entregándonos a razón de una novela cada quinientos años, y los últimos cincuenta lustros habría de dedicarlos a dialogar con la Parca, en Santos Lugares.

La veintena es propicia para engancharse con El Túnel, así me sucedió a mí ayer y les sigue pasando hoy a jóvenes del orbe entero que se inician en la literatura del francotirador que inyecta cruda realidad, la verdad de las mentiras de ficción, esa que sirve para despertar en el momento justo, cuando el voraz monstruo del entretenimiento de masas nos quiere reventar por inacción, y la fantasía virtual se agolpa ofreciéndose impúdica en las calles y supermercados porque así lo ha ordenado el dios que pasma al homínido apenas pensante. El Túnel es un golpe fino en los maseteros del lector juvenil, un remezón que adoctrina a tiempo el caletre. Juan Pablo, el pintor que acaba siendo un instrumento de las potencias oscuras para consumar una venganza contra Allende, asesinando a María Iribarne (así lo revela Fernando Vidal Olmos, en Sobre Héroes y Tumbas, y por ello es que un Allende iracundo le grita a Castel: ¡insensato!). Juan Pablo Castel devela la otra cara de la belleza teledirigida, la paranoia. En mí habita el lado tenebroso, no está adormecido por los edulcorantes que ingerimos para atenuar el ruido y el hedor de la esclavitud posmoderna, que ha lanzado al ser humano a la crisis más palpable de su estancia terrenal, cuando se juega su prolongación en cuanto especie. La humanidad es por antonomasia el depredador de su propio futuro y, el planeta, Gaia, ya no la tolera más. Leer El Túnel, es tomar conciencia del mito y la magia que cargamos adentro, de que no hay que pretender sepultar lo atávico a base de orgasmos racionalistas porque a la postre Las Furias retornarán con poder aniquilador inusitado.

El Túnel es el aperitivo psicológico que me preparó para deglutir los platos fuertes de Sobre Héroes y Tumbas, la treintena me parece una mesa apropiada donde sentarse a servirse de la variedad que brinda Sabato, suculencia que no empacha. Para leer a Sabato hay que desatenderse de lo útil, no en vano Cervantes Saavedra empieza el prólogo del Quijote con estas dos palabras, Desocupado lector. No hay manera de meterse en una gran obra sino es imaginando ser partícipe de ella, así lo exige Sobre Héroes y Tumbas, ahí compartí la luz y tiniebla que despiden esas extensiones de la personalidad de Sabato que son sus personajes. Más allá del terror cósmico que desata Informe Sobre Ciegos, hay espacio para el humor refinado y penetrante del maestro. Bruno paseando acompañado de Martín ve y alcanza a Borges que está ensimismado por la calle Perú, lo aborda presentando a Martín como amigo de Alejandra Vidal Olmos; Borges, estrechando la mano del joven que lo admira en silencio, atina a decir, “caramba, caramba… Alejandra… pero muy bien”; luego Bruno le inquiere acerca del duro oficio, cómo va la cosa con la pluma, Borges replica borgeanamente: “Caramba… y bueno…, tratando de escribir alguna página que sea algo más que un borrador ¿eh, eh?…”.

Alejandra, dragona-princesa que no logra redimirse en la bondad que fluye de Martín. Siguiendo a Martín me hechizó la terrible belleza de la muchacha que a los dieciocho años ya tiene un alma antiquísima, lista para inmolarse con su siniestro padre, Fernando Vidal Olmos, para que los dioses del incesto y el suicidio, de la melancolía y el crimen, no hagan más presa de ella. Barro de cloaca es la madre de Martín, no obstante alumbró a un ser humano que de estar al borde de la autoeliminación pasó a irradiar futuro en la estrellada noche de la pampa argentina. Martín encarna la superación de los gigantescos manicomios que son las nuevas babilonias de la postmodernidad, y vive la esperanza esclarecedora de la pampa  tras haber sido sujeto de la oscuridad del túnel.


Alejandra Vidal Olmos

Dragona cuando devora hombres en el clímax orgiástico,  
princesa ante los lánguidos ojos del adolescente enamorado.  
Fuego de añosa juventud,    temprano se tragó al mundo;  
romántica guardián de la heroica familia decadente, 
sepulturera de su rancia aristocracia en las ruinas urbanas.  
Natural heredera de la furia subterránea de Erinia,  
encarnando una divinidad de la noche esperpéntica;  
belleza terrible que surge como el magma tectónico  
y arrasa con la pureza del muchacho que adora a Ceres.  
Jamás se somete al tenor de la normalidad del ámbito solar;  
mientras más la refunden en la torre de la lógica del absurdo,  
se desencadena y,   con renovada ira salvaje,  
reina en las sombras,  
acometiendo con su poder tenebroso contra la falsa luminosidad.

[JAB]

La heroica retirada que hizo hacia Bolivia el zarrapastroso centenar de guerreros que sobrevivió de la gloriosa “Legión de Lavalle”, huyendo con los huesos, el corazón y la cabeza del general niño, del Cid de los ojos azules, y así no permitir que Oribe veje su memoria colgando su testa en una pica de la plaza de la Victoria, es la página más poética y por ende bella que he leído de un episodio bélico americano. Si la historia se narrara con esa fuerza terrenal, divina y demoníaca, que le imprime Sabato a Sobre Héroes y Tumbas, haría que nuestros próceres salgan del limbo y nunca se exhiban en bronces donde execran noctívagos, éstos serían caballeros andantes en el imaginario popular y no lenguaje exánime, ese que usa en su discurso el mitómano disfrazándose de político. Los prohombres vivirían de verdad en nuestros corazones, no serían pasto de celebraciones mediáticas y aquelarres virtuales.

La trilogía va creciendo en aristas e infiernillos, en altitud y perspectiva, conforme se avanza en ella y, Abaddón el exterminador, constituye la cima/sima final, el súmmum de la integral sabatiana, aquí la acción es versátil, fragmentada, es la novela total del Antropoceno (nuestra era geológica meteorito). Abaddón el exterminador, es ficción filosófica, ensayo, autobiografía y sobre todo es la literatura de la literatura de don Ernesto. Es de rigor leer primero El Túnel y luego sumergirse a lo ancho y largo de las cavernas gatoserpentosas y campos de batalla de Sobre Héroes y Tumbas. El doctor Sabato es personaje fascinante en Abaddón el exterminador, allí es asediado por las criaturas de sus ficciones. El contemplativo Bruno, merced a su amor ideal por Georgina Olmos -madre de Alejandra- es la memoria de los hechos acaecidos en la destartalada mansión de Barracas y de lo que sucede después en los sesenta y setenta del siglo pasado. Bruno, que conoció la tragedia de los distintos adolescentes sabatianos, posee material precioso para levantar su propia obra y dejar de ser por fin el escritor que no escribe, pero la abulia y el peso del mundo lo reprimen sin remedio. Bruno hace tres viajes azas separados en el tiempo a su pueblo natal Capitán Olmos, y en la postrera visita se topa con la lápida de su alter ego.

Ernesto Sabato/ quiso ser enterrado en esta tierra/ con una sola palabra en su tumba/ PAZ

[Abaddón el exterminador]

El doctor Sabato como personaje de Abaddón el exterminador, es medular. Lo encontramos atendiendo nutrido correo, y de su actividad epistolar surge el fragmento titulado “Querido y remoto muchacho”. Es el escritor que deshollina la chimenea de sus borradores para reunir cuartillas de la novela que no saldrá a la luz. En el laberinto del Buenos Aires, entra y sale de las cafeterías y bares percatándose de que es vigilado, vagando por calles y plazas se siente perseguido por los fanáticos de la Secta de los Ciegos. Asiste a reuniones espiritistas, en una de esas sesiones su hijo Jorge Federico, a través de una joven médium, toca en el piano un opus de Schumann. En paralelo otros personajes arman sus encrucijadas, Nacho y su hermana Agustina sufren el estigma del incesto y el ansia de cazar absolutos. El analfabeto Carlucho tiene abiertas las puertas de la percepción, filosofa a su aire en el quiosco de revistas, cigarrillos y chocolates alineados como escuadrones atentos al toque de trompeta, allá le alcanza el llanto crepuscular del inconsolable bisonte atrapado en el zoológico bonaerense. El muchacho asmático, Marcelo, de casi santo revolucionario pasó a ser mártir anónimo; torturado a reventar por el prójimo en una comisaria suburbana, es arrojado dentro de un saco con cemento al fondo del Riachuelo. El profesor Alberto J. Gandulfo expone la teoría demonológica que raya con la comedia.

Sabato visita algunas papelerías para adquirir las libretas de apuntes que imaginó  pero no las encuentra. Imposibilitado de comunicar la forma de su idea, finalmente adquiere dos libretas que más tarde pasaron a ser parte del armario que guarda las cosas que nunca le servirán. Sabato perdiéndose intempestivamente al mando de su coche, por un fantasmagórico Buenos Aires, hasta parar en el callejón sin salida que lleva el nombre del héroe que fue señalado con el dedo por algún motivo inexplicable, cuando tuvo la compulsión de corregir algo de sus manuscritos en la imprenta y abrió una hoja al azar. Mucho más, mucho más… es Abaddón el exterminador. ¿Cómo acaparar los instantes que ahí hacen relativos absolutos?

Cierro. La trilogía sabatiana no necesitó subirse a la carroza del mentado “boom” de la literatura latinoamericana para conformar tres clásicos en vida del autor. El doctor Sabato es indefinible francotirador, es un universo que gira sobre su eje renovándose a sí mismo, y cuando vuelvo a él lo descubro de nuevo, no hay forma de encasillarlo en la memoria técnica. La obra entera permanece adolescente, la conforman adolescentes de mayor o menor edad astronómica en el tiempo relativo del ser que aprehende, allí el sujeto de la experiencia surge espontáneo. De alma conflictuada tendía al gélido nirvana matemático; entre la capilla y la acción, entre la sangre y la letra, su corazón no se ha cosificado. Sufrió exento de amortiguadores lo ineluctable de un existente vividor, la complejidad, embebido en la realidad de carne y hueso y en la verdad de las ficciones.