“Un árbol que ha recibido lentamente la virtud misteriosa de los siglos, junto con la recóndita substancia de la tierra, es objeto que infunde respeto y amor casi religioso. Hay quienes destruyen en un instante la obra de doscientos años por aprovecharse de la mezquina circunferencia que un árbol inutiliza con su sombra: para la codicia nada es sagrado: si el ave Fénix cayera en sus manos, se la comiera o vendiera. Cosa que no produzca, no quiere el especulador: para el alma ruin, la belleza es una quimera”.

Juan Montalvo, autor de Capítulos que se le olvidaron a Cervantes – Ensayo de imitación de una obra inimitable, nos lega en el capítulo XVI pequeña joya escondida de la literatura universal, que vino a ser la casi aventura de D. Quijote. Montalvo, con su única y póstuma novela, no pretendió rivalizar ni competir con el Quijote cervantino –jamás habrá otro como él-, dejando en claro desde el subtitulo el respeto y reverencia que profesaba  al irrepetible caballero manchego. El afán de sus letras es rendir sentido homenaje al buque insignia de la lengua española, a la par que aprovechó para que D. Quijote no sea vencido por ningún bachiller prosaico y, por inercia, se negó a que haga testamento con cordura inapetente, se negó a que muera sobrio como una tumba. Montalvo lo quiso haciendo su cuarta e interminable salida por los magníficos paisajes del Ecuador. Acá, lo tenemos a D. Quijote cabalgando al infinito, y más allá aún, menos andariego que reflexivo, irascible cual dinamita, incansable emitiendo los dicterios que encantaron a don Miguel de Unamuno.

El capítulo XVI asombra porque en él, D. Quijote, no resuelve entuertos entre seres humanos desavenidos, no espanta a malandrines, tampoco acomete endriagos y vestiglos, hasta Sancho está de vacaciones. Sorprende por la época, finales del siglo XIX, que asome D. Quijote defendiendo pequeño bosque ante un ramplón de los de su tiempo, el criminal de turno de lo prístino que a cuenta de ser propietario derriba árboles porque le son inútiles. Así el Estado desarrollista actual, cuando hay que monetizar el subsuelo de la amazonía en aras de aumentar el rendimiento-país (la esclavitud-país, la cleptocracia-país, el endeudamiento-país), clama ser dueño absoluto del territorio que guarda el mentado oro negro, reivindica que debe explotarlo ahora más que nunca porque no vaya a ser que mañana pierda su valor devastador merced al advenimiento incontenible de energía limpia, renovable, y a la larga apenas costosa en relación a la energía sucia. El positivismo para la destrucción es insaciable, irracional, no soporta la idea de tener bajo tierra el petróleo que, cual maldición, no fue ni es el oro negro que ahuyente la miseria-país sino que fue y es la peste negra que arruina a las masas cándidas en tanto engorda a la cleptocracia patriota. (Cleptocracia patriota: uno por ciento de la población de un Estado que hace patria declarando “recurso natural” a todo lo que enriquece a ese uno por ciento mientras a las masas imberbes les remiten cuentos chinos).

Estaba D. Quijote reposando de sus fatigas al descampado, tumbado a la sombra fresca y cantarina de venerable ciprés, cuando escuchó el ruido macabro del deforestador. El caballero, encontrando al dueño del bosquecillo, le reclama sin aspavientos por el atropello al espíritu del ciprés añejo, y por extensión a la paz que trae al caminante el contemplar envuelto con sus aromas y trinos centenarios. Es aquí cuando oímos el magro discernimiento del talador, su mundana excusa para tumbar árboles, la que desde entonces ha pululado monstruosamente en nuestra pequeña república y en el orbe entero. ¡Cuán semejante es la manera de obrar de los modernizadores de la naturaleza de estos días, allende su clase social y tendencia política! Allende su educación, ¿cuál educación?, ¿cuál adoctrinamiento?… Doce, diecisiete años, y más todavía, gastando miles de horas encerrados en Centros de Estudios Borreguiles,  que van de apellido humilde a rancio pedigrí, que van de instalaciones de medio pelo a fastuosas, pero que tienen algo en común: no enseñan a vivir conforme al gran libro de la naturaleza. Los sujetos del rendimiento incesante de hoy aúllan al unísono con el ramplón del siglo XIX: “Los derribo porque nada producen y ocupan ociosamente la heredad. Éstos y los demás, todos los echo abajo…”.

D. Quijote, intenta convencer al dueño del bosquecillo de que no cometa tal acto abominable en nombre de la utilidad, aun se ofrece a pagar de su peculio por la vida de los cipreses. Mas el agricultor aduce que no está en sus planes vender su campo sino cultivarlo a tope, y que esos árboles no pliegan a su propósito de hacer producir a la tierra hasta la última consecuencia. “Cortados no valen nada, replicó el caballero; vivos y hermosos como están, valen más que las pirámides de Egipto…”. Y de nuevo pidió por la vida de los cipreses en aras de preservar la música y la alegría poética que brindan los hijos de la madre Tierra, pues, teniendo tanto espacio para sembrar bien y variado, no había que hacerlo en pro de la acumulación insensata que es la última consecuencia del explotador enceguecido. Pero la discreción y sabiduría de D. Quijote cae en piel insensible, el zoquete no sabe de sombras celestiales, para el dueño del bosque todo el espacio terrenal ha de reducirse a la siembra de lechugas y coles, y con socarronería invita al caballero a servirse de esas verduras cuando llegue la hora de la cosecha.

D. Quijote, perdiendo la poca paciencia que hace gala en el país andino, conmina al palurdo a ceder en su acción destructora. El dueño lo manda a paseo y provoca la ira del caballero que apenas con el ademán de arremeter lanza en ristre, a lomo de Rocinante ecuatorial, hace que el otro se eche atrás, panza arriba, pidiendo clemencia a gritos y prometiendo no talar la arbolada, y ofreciéndose a curar de inmediato las heridas de los dos ciprés magullados por el hacha.

Promediando la parte álgida de esta “casi aventura que casi tuvo D. Quijote…”,  se allega de no se sabe dónde el carruaje del obispo que, avisado por los alaridos de socorro, pide a D. Quijote le participe la razón de la disputa y así dar su veredicto con la autoridad que lo sustenta en esos pagos.  D. Quijote, pone al tanto de lo sucedido a su Reverendísima, que admirado por el entendimiento del caballero, lo toma por el filósofo que realmente es, y que si pasa por loco entonces que sea un loco divino. Su Reverendísima se une a la causa de D. Quijote y procede a dar un sermón de ecuanimidad al agresor del bosque, quien se persigna con hipocresía y queda como arrepentido de su ambición demoledora. Pero, no hay manera de engañarse con los ramplones de todos los tiempos, apenas ida la amenaza de castigo corporal, y solventado el peligro de la condenación del alma, se diluirá la gracia del bosque y retornará la gana irrefrenable de monetizar el suelo  a trochemoche.

A la verdad, el dicho de que el hombre es lobo del hombre, viene a ser una metáfora apócrifa puesto que el comportamiento del lobo nada tiene que ver con la realidad del antropófago. El individuo depredador de nuestra especie, tanto como el Estado depredador que es su reflejo, degüella árboles porque trae dentro de sí gen indeleble, llámese: exterminio. No es el demonio extraterrestre de ciencia ficción quien porta el mensaje -no negociable- de “exterminio” al planeta Tierra, no es algo así como un apocalipsis zombi el que pondrá fin al Antropoceno, es el Homo sapiens quien destruye el futuro al perder su jardín-hogar.