De repente entré al Hombre que ríe, como si nada y solo a ver qué pasa en las primeras páginas… y me quedé prendado de los dos capítulos del arranque del Libro Primero, exponiendo la vida errante y semisalvaje de Ursus, filósofo y Homo, el lobo. Entre ellos dos se había instalado una comunicación y amistad interespecies de fábula, que hacía que mutuamente se ayuden a capear la cruda y dura existencia de los nómadas del Reino Unido, cursando ya la década de 1690. El lobo mítico tenía una fuerza de tiro impensada, era capaz de halar el carromato hogar, de aldea en aldea, para vender las pócimas del doctor yerbatero Ursus que aconsejaba a Homo: “Sobre todo, no degeneres en hombre”.

Después vino la memorable noche de frío y tormenta polar del 29 de enero de 1690, que azotó al niño Guynplaine que fue abandonado por los comprachicos para que muera en la estepa que antecede a la rocosa y accidentada costa inglesa de Portland, no permitiéndole embarcar en la Matutina, urca de Vizcaya, del golfo de Pasajes. La Matunina, naufragó en el Canal de la Mancha, los comprachicos perecen ahogados en alta mar. La travesía del niño de diez años descalzo, y cubierto hasta las rodillas por un chaquetón marinero de cuero, buscando un refugio que lo libre del sueño blanco, de la hipotermia en la nieve, es digna de un relato de supervivencia épica, en especial para los que habitamos en la primavera-otoño que año corrido beneficia a los valles interandinos. Un calor metafísico impidió que sufra congelaciones que acaban en gangrena y miembros amputados, y no únicamente se salvó él sino que despojándose del chaquetón envolvió  a la criatura de pecho que encontró en los brazos de una joven mendiga que expiró en la tormenta de nieve (“dichosa ella, muerta”, diría más tarde el filósofo Ursus cuando la buscó y encontró valiéndose del olfato de Homo). El niño, Guynplaine, a punto de desfallecer entró a la desolada aldea que tenía en un rincón parqueado al carromato de Ursus, salvador de los dos sobrevivientes que crío y protegió en adelante, y que protagonizaron platónicas nupcias desde que compartieron el lecho infantil de la noche gélida que dio paso a su renacimiento, -Dea, ciega; él, desfigurado-, hasta el prematuro deceso que ambos enfrentaron sin que sucumba su espíritu ante la materia volátil de la envoltura de carbono humana.

 

Los entes de ficción se prolongan más allá de sus creadores. 

 

Transcurrieron años antes de ser buzo lector de El hombre que ríe, pues, a pesar de tenerlo a la mano, no estaba dispuesto mentalmente para sumergirme en él, esto porque me había quedado como el principio y el fin de la narrativa de Víctor Hugo, con el material leído hasta entonces, y creí haber agotado mi entendimiento con él. Concluí la novela histórica y llena de erudición arquitectónica Nuestra Señora de París, y realicé la maratónica inmersión en su novela monstruo y más mentada, Los miserables –obra de largo aliento, con el toque ensayístico existencial que imprime el autor en sus ficciones, aquí incluye episodios fascinantes de la derrota definitiva de las huestes de Napoleón, entrampados en los campos cenagosos de Waterloo y, por añadidura, cometiendo desastrosa retirada –. Cursando la Quinta Parte, y los capítulos finales de Los miserables, me hallaba exhausto por el  dilatado sufrimiento de Jean Valjean, no había tregua en sus amarguras cotidianas, ni cuando las circunstancias trabajaban para que repose y se entregue al modo contemplativo, si otros no lo atormentaban el mismo se infringía riguroso dolor al grado de convencerme que padecía de masoquismo terminal, ¡no se perdonaba a sí mismo!;  ¿de qué tenía que perdonarse el altruista extremo Jean Valjean?

Me congratulo por haber leído El hombre que ríe, es la obra que propició en mí indeleble nexo con Víctor Hugo. El romántico autor se estrenó en su penúltima novela con personajes que pudieran ser parte de la más selecta ciencia ficción filosófica, como lo es Guynplaine, apodado el Hombre que ríe. Oscuros individuos provenientes de España, Bélgica  y Francia, a finales del siglo XVII, dirigían una banda comprachicos en la Gran Bretaña, conectados con cirujanos que poseían siniestra tecnología para transformar la faz de un bebé y desgonzando sus tiernos huesos transformarlo en saltimbanqui y contorsionista además de monstruo contra natura. El propósito de los comprachicos era que la víctima no sea reconocida -ni se reconozca a sí misma- por su fenotipo original nunca jamás, y darle un oficio vendiéndolo al errante mundillo circense. Esto condujo, por añadidura, a que los comprachicos sean contratados para ser ejecutores de crueles venganzas entre nobles de la monarquía inglesa de entonces, incluido el rey Jacobo II, que es el autor intelectual de una de esas revanchas cortesanas, en concreto de la que surge el fenómeno del Hombre que ríe.

El único genio perverso que poseía el conocimiento para crear al sujeto de la risa indeleble, era un cirujano flamenco de Flandes, y ejecutó su maligna técnica en la criatura raptada, de dos años de edad, que llegó a sus manos para que sea presa de la operación denominada “bucca fissa”, la cual jamás no se volvió a repetir en otro ser humano. Así esculpió, en el bebé Guynplaine, una risa perpetua –no cualquier risa sino una demencial, similar a la del Guasón de  la filmografía de ciudad Gótica–. En el rostro de Guynplaine, se fijó la risa de una enorme boca abierta de oreja a oreja, mostrando a tope saludable y fuerte dentadura; su boca estaba impedida de volver a su rostro normal, no había un acto reflejo, automático e inconsciente para que pare su muda mueca. El hombre que ríe, no podía reprimir la máscara que en principio provocaba carcajadas ruidosas en los que lo observaban de cerca, cuales pasaban a mostrar su repulsión al caer en cuenta que el saltimbanqui no controlaba a su careta por sí mismo. A costa de indecible dolor punzante y concentrándose en la acción de borrar su risa, Guynplaine, conseguía que por segundos desapareciese la mueca, siendo un sacrificio inútil puesto que su rostro convulsionado por la rigidez que traía el esfuerzo, se tornaba feroz y sin que desaparezca ápice de lo teratólócico en él.

 En esta obra encomiable del erudito Víctor Hugo, no faltan tramos de ensayo histórico anovelado, resaltan las comparaciones que hace de su época ya remontando el cuarto final del siglo XIX, con la época de la acción del Hombre que ríe, que vienen a estar separadas por cerca de doscientos años. Es suficiente para entender que el Reino Unido de la novela estaba dominado por los señoríos, por los Lores, que dictaban el presente y porvenir de un imperio naciente que ascendió imparable ante los siglos que dieron testimonio de su inclemente reinado. Y como todo imperio humano decayó, la Segunda Guerra mundial fue el factor que apostó fuerte en su decadencia porque dio paso al nuevo imperio occidental hegemónico de nuestros días, al otro lado del charco.  Ubicándose  en esos tiempos de señoríos pujantes, donde el joven Guynplaine afirmaba que el infierno de los desposeídos sostenía el paraíso de los Lores (suena a actualidad siglo XXI, con otros nombres que globalizan la rapiña Homo sapiens), esto antes de que cual mazazo tan embriagante como corrosivo, le cayó el hecho de que él mismo era un Lord de la cúspide de la nobleza del Reino Unido. Y que fue objetó de la venganza del rey Jacobo II, contra su padre subversivo, republicano. Este acontecimiento llamado a darle poder y gloria con el señorío donde era dueño de palacios, tierras, rentas fijas, y el dominio sobre ochenta mil súbditos de los cuales disponer en las aldeas de su heredad, no le duró ni un día, pues, al cabo le trajo desdicha total, entropía máxima. Guynplaine, relacionó que siendo saltimbanqui y parte del elenco artístico del teatro ambulante de Ursus, había sido moderadamente feliz merced al amor platónico de Dea que, en él, veía a un ángel.