El doctor Robert Fähmel, dice de sí que es un arquitecto que no ha construido ni su casa, a cambio llegó al grado de capitán como especialista en voladuras, fue dinamitero eminente y condecorado oficial del ejército alemán, en la Segunda Conflagración Mundial. En las postrimerías del conflicto, el capitán Fähmel, fue asistente principal del general desquiciado que se ganó a pulso el apodo de Campo de tiro libre -esto porque en lo único que ocupaba su tiempo y espacio era en echar por tierra todo lo que se interponía al objetivo a derrumbar ya retirándose-. Robert Fähmel, azuzó la fijación que tenía su jefe. Se aprovechaba de la coyuntura para hacer el real trabajo de demolición que en sí, el experto en estática, era el ejecutor con precisión matemática. Tan solo a tres días antes de concluir la guerra, convenció al general Campo de tiro libre, para echar abajo desde los cimientos la Abadía de Sankt Anton, obra arquitectónica monumental y majestuosa, tal vez la más reconocida entre los edificios que diseñó y construyó el afamado arquitecto Heinrich Fähmel, su apreciado y respetado padre.  

Con antelación a Billar a las nueve y media, ya me había beneficiado leyendo sendas  historias cortas de Heinrich Böll, de esos sabrosos entrantes literarios me precio de haber retenido en la memoria mágica a dos sátiras de fuste, que me visitan sin previo aviso. El primer cuento, Los silencios del doctor Murke,  es la historia del joven doctor Murke que, haciendo honor a su profesión de loquero de postguerra, se cura en salud contra los entes morbosos que pululan donde trabaja, es editor de la sección de arte y cultura de una radio pujante. Antes de ingresar a su oficina, toma el ascensor que le provee la dosis mañanera de intensos segundos de angustia para capear la jornada plagada de palabras que retumban por doquier, ejemplo, “arte” o “ser supremo”. Editar las cintas magnetofónicas de los oradores  a sueldo de la cultura inyectada a fuerza de tirabuzón, desquiciaría al joven doctor si no fuese porque es un recolector de silencios; valiosos instantes de absoluto silencio del prójimo ajeno a él, le brindan paz y sosiego cuando los escucha en su hogar.  El segundo cuento, Algo va a pasar (una historia de intensa acción), y no se equivoca el certero subtítulo en paréntesis; sucede que por la fábrica de jabones donde, el espacio-tiempo de los trabajadores de la A hasta la Z, transcurre a todo pulmón entre el “tiene que pasar algo” y en consecuencia la respuesta correspondiente  de “algo va a pasar”, al cabo sucede algo tan conmovedor como irremediable: muere de súbito ataque masivo al corazón el director y propietario de la empresa, apenas recibió su postrero “algo va a pasar”. Y aquí es cuando el protagonista de la historia encuentra su innata profesión de silencioso doliente acompañante de cortejos fúnebres, por fin le pagan bien por meditar y es mandatorio el reposo.

Heinrich Böll, escritor considerado con justicia “la conciencia de Alemania”, herido en combate más de una vez siendo soldado raso en la Segunda Guerra Mundial (la novela que mejor retrata su paso y supervivencia de las atrocidades del conflicto bélico en el frente ruso es, El tren llegó puntual), reventó en escritor de obras cumbre de la literatura occidental. De sus novelas destaco dos que son de mis predilectas de todos los tiempos: Billar a las nueve y media -que motiva el presente artículo- y Opiniones de un payaso. La hipocresía de la clase media cristiana y en particular la de su propio círculo católico de nacimiento, es tema fijo en sus ficciones que destilan humor satírico y son una crítica rotunda a la sociedad maquinista que se obnubiló con el fascismo y, después de la hecatombe bélica, hizo como si nunca hubiese sido parte positiva y cooperante de ella.

Billar a las nueve y media, es la fascinante y estremecedora historia de la familia Fähmel antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial. La trama en sí se desarrolla en el día del octogésimo cumpleaños de Heinrich Fähmel, y desde la primera página salta a escena el personaje del ritual que da título a la novela.  Robert Fähmel, acude a su boyante oficina de cálculos estáticos, pasadas las ocho de la mañana, y abandona sus tareas de experto demoledor de edificios antes de las nueve y media. Con puntualidad alemana, se dirige a atender su tiempo de exclusividad en la sala de billar del lujoso y tradicional hotel Prinz Heinrich. El doctor hizo una capilla de la sala de billar del hotel Prinz Heinrich, con la complicidad del personal de portería y recepción del establecimiento que no permite interrupción alguna a su ritual; la excepción a la regla de no estar para nadie son sus padres, sus dos hijos y un amigo judío de los tiempos de la pubertad y adolescencia. El afortunado  jugador logra sendas carambolas de nueve y media a once de la mañana, mientras le cuenta su pasado, y por inercia, el de la familia Fähmel, al joven botones que lo escucha embelesado. Se ha organizado para trabajar en su oficina una hora al día, no más, nada de aceptar encargos que lo obliguen a romper sus rituales cotidianos, eso lo sabe muy bien su secretaria y las tres personas que a distancia, vía correo expreso, cotejan entre sí los cálculos estáticos, evitando errores a la hora de que se haga realidad la matemática de la dinamita. 

Robert Fähmel, en esencia es el símbolo de la memoria que deprime a la sociedad alemana de postguerra. Este personaje en sí es la resiliencia de Heinrich Böll, es la resistencia a olvidar el enajenamiento de masas que, a través de mayorías de energúmenos, propició y sustentó al régimen nazi, teniendo como encubridores a los países claves de Europa, esto por su ceguera ante la hecatombe que se les venía encima a zancadas de manicomio. Entre otras objeciones de conciencia de Heinrich Böll, por el mismo hecho de haber sido católico de nacimiento, es la que apunta a la iglesia de su tiempo por haber coadyuvado al desastre físico y ruina moral de la familia católica. Y aquí tenemos a la acaudala, culta y libertaria familia Fähmel víctima de su época, la que avasalló la adolescencia y primera juventud de Robert Fähmel, la que mató a su hermano menor Otto en el frente de Kiev; la que llevó a la locura a su madre o mejor dicho se acogió a ella para no ser presa de campos de concentración, acusada de traición por su propio hijo Otto. 

La voladura de la obra prima del aclamado arquitecto Heinrich Fähmel, pasó a ser parte de la lista de desastres que cometió contra la propia cultura alemana el general Campo de tiro libre, en su demente retirada. Así quedó a buen recaudo el secreto del especialista que en realidad dejó hecho escombros a la Abadía de Sankt Anton. Robert  Fähmel creía ser el único en tener conciencia de ser el autor de aquella monumental voladura no obstante, su padre, descubrió el secreto cuando reconoció de entre las ruinas vestigios de cálculos matemáticos con la letra inconfundible de su hijo. Este descubrimiento nunca fue motivo de queja de Heinrich Fähmel, por el contrario, no se dio por enterado y, por añadidura, en la íntima celebración de su octogésimo aniversario con cinco invitados de honor, a alguien se le ocurrió halagarlo enviándole un pastel que traía la réplica dulce de la Abadía de Sankt Anton, y fue un placer para el homenajeado hacerla pedazos.       

La paradoja que nos muestra hasta la saciedad Billar a las nueve y media, es que en la patria  que ha dado pensadores, artistas, filósofos y científicos a granel -aquellos que habiendo salido de la caverna despiden claridad y serenidad en la cima de la sabiduría humana-, en ese mismo suelo generoso con los brotes de conocimiento e imaginación, se hayan activado las furias y potencias subterráneas con inusitada fuerza destructora.  Paradoja vigente en las sociedades llamadas a ser las más inteligentes del planeta Tierra, pues, no se han librado de propender a la obediencia ciega, tecnolatría, y con ello ser engranajes de la entropía máxima.