“Sólo sabemos lo que recordamos”, era la conclusión délfica de aquella cultura, que andando los siglos encontraría en Proust la tristeza de los innumerables seres y cosas que mueren en nosotros cuando se extinguen nuestros recuerdos.

José Lezama Lima

Paradiso, es una singularidad de la literatura universal, remitida desde la isla mayor del Caribe por el francotirador que no asomó en el mentado catálogo del “boom” de la literatura latinoamericana, como no lo hicieron Borges, Sabato y otros fundamentales escritores de nuestra América. Y no es que los autores del montado “boom” fueran menos que los francotiradores, pues, no hay cartabón para confrontar el nivel y estilo de un Cortázar frente a un Lezama Lima, a manera de ejemplo. Parafraseando a S. Lem, cada quien está en su galaxia con sus luceros titilando en los inconmensurables océanos de la negritud eónica y su eufonía de cuerdas. Las galaxias están para que uno las  alcance y orbite en sus sistemas solares. Y fue un hecho que Cortázar cometió un viaje astral a la desconocida galaxia de Lezama Lima, y lo que descubrió en sus estrellas, nebulosas y gusano negro central que lo arrojó en un santiamén al punto de partida del astronauta, fue excepcional; apenas apearse de la nave, divulgó en la Tierra el hallazgo de la singularidad de Paradiso.

Ganó una pausa, como un pequeño leopardo en un ramaje inquietante.

José Lezama Lima

A transmigración o mejor a metempsicosis (para usar la palabra que conmociona a doña Molly Bloom en su insomnio joyceano), me sabe la madrugada en que conectan el general romano Atrio Flaminio, el insomne paseante de la lunática Habana Vieja y el crítico musical Juan Longo.

Atrio Flaminio, comandante de legiones romanas de ocupación, se enfrenta a la hechicería de la antigüedad griega, que no solo envía contra su ejército a fuerzas ectoplásmicas sino que manda a los demonios del inframundo a que destacen a los muertos en batalla. Los entes infernales echan mano de las partes y/o miembros que les falta, incorporando a sus desechos los restos humanos que hurtan, quizás usando el pegamento mágico o bálsamo de Fierabrás, del cual D. Quijote nos legó la receta.

El paseante en pos del alba es impelido por tres entes hogareños: el sillón móvil, la espiral de risas en la puerta entreabierta y el patio que lo empuja a la intemperie callejera. Rasurado y vestido con traje de oficinista, es sujeto de desvelamiento de los secretos de la Habana Vieja:  aparecidos mezclados con noctámbulos corrientes y extraordinarios.

Juan Longo, miembro conspicuo de la Asociación de críticos musicales (esteticistas y anotadores de cualquier sonido que va desde el chirrido atónico de una puerta de cerrojos de antiquísimo castillo a la sonoridad completiva; además de afanosos por el whisky en las rocas que los vuelve conversadores, librándose de quedar congelados en el perplejo), a los setenta años es sometido a ejercicios de iniciación cataléptica a fuerza de presión de las carótidas y de retrocesos linguales, para una vez logrado el estado cataléptico echarle cera anti hexápodos y colocarlo en una vitrina esterilizada. Su mujer, la Circe habanera, celosamente existía para darle mantenimiento a su incorruptibilidad y que sea un burlador del tiempo, que sea un volador inmóvil, que sea un esplendor somnífero, que sea un dichoso intemporal, que sea un triunfo de la sonoridad extra-temporal, que sea un cuerpo ni exánime ni viviente en el que cada instante es la eternidad y el propio instante. Así, Juan Longo, reluciente por el barnizado anti ácaros en su urna de cristal, llegó a cumplir 114 años,  y hubiese ido a por muchos más si no es por la intromisión de la directiva de la Asociación de críticos musicales que al despertarlo provocó su corrupción y el fin irremediable del ciclo cataléptico.  

Frutal era su ámbito, no sus condiciones de hembra, frutal era también su pereza, el que se le acercaba se sentía como un holoturia que rebotaba contra una escollera algosa, entre mansos consejos y algodones de carnalidad.

José Lezama Lima

Paradiso, es cúmulo de estrellas en las cuales orbitar, ahí pululan los párrafos con ambiciones de ser por sí mismos un planeta verde que ha logrado el equilibrio justo para plantar texturas y aromas en su tiempo-espacio cara al sol, germinando sin requemarse ni ser una esfera gaseosa o una bola de billar gélida.  Si abro el libro en el capítulo del ómnibus de turno público en el barrio El Vedado crepuscular, entonces subo al autobús a medio llenar y voy de tránsito por el estío de la Habana Vieja de los años cuarenta. De repente -o mejor dicho, a propósito-, cayendo la noche virginal, el transporte en plena viada de una recta sufre el desperfecto mecánico relacionado con la efigie de un toro de lidia y los piñones del motor, o algo así, y se orilla hasta reemplazar la pieza que lo pondrá de nuevo en circulación; en el ínterin, nadie se ha bajado, por el contrario, se ha llenado de pasajeros brotados de las sombras vegetales, entre ellos los destinados a tener vínculo invisible entre sí a través de intempestiva circulación de unas monedas de la Antigüedad clásica, dracmas relucientes moviéndose de una persona a otra. El ebanista apurado de dinero sustrae las monedas tintineantes y a la mano en el ancho bolsillo de la chaqueta del anticuario pero, al constatar que no eran los gastados pesos que buscaba para capear su necesidad inmediata, mete las monedas en los pliegues del acordeón de Madagascar de un joven ensimismado, y, por último, alguien más que se percata del hecho desde el comienzo, toma las monedas del acordeón y las devuelve limpiamente al bolsillo de la chaqueta del anticuario numismático.  Por inercia se nos pone al día sobre los personajes que participaron del breve viaje circular, en el ómnibus, de las dracmas de oro intactas, las que no sufren la erosión del tiempo. La nocturnal y misteriosa interacción subliminal trajo consigo el ritmo sistáltico de las pasiones de la carnalidad pasando al ritmo hesicástico del equilibrio anímico de la poesía lezamiana.    

Paradiso es una novela total: es prosa poética, es vivir de cara a la muerte, es alucinante realidad, es narración extraordinaria, es noctambulo tremor juvenil, es sueño barroco erótico, es arbórea metafísica, es gastronomía gourmet regional, es ancestral surrealismo, es preciosismo literario, es ensayo filosófico, es biografía íntima, es magia y mito… Mucha tinta se ha derramado a cuenta de una obra homeostática que ha fundado su propia galaxia y que, merced a la biblioteca universal ubicada en el ciberespacio, está al alcance de un clic para  sumergirse por uno mismo en ella; sí, cuando llegue el momento propicio de sentirla sin amortiguadores ni muletillas de académicos. Obra que no es aprensible en modo lectura rápida, hay que bajarse del tren bala y caminar desocupado para hospedarse en cualquier párrafo tropical o capítulo en que a uno se le antoje o provoque pasar la noche. Es vano querer tomar a Paradiso por los cuernos y entender lo inentendible con la razón, no es cuestión de terminarla sino de recorrer “…más contento que cabra en brisa” los diversos senderos de su planetario, que es fluir sin resistencia en el lenguaje lezamiano. A Paradiso hay que sentirlo degustando sensaciones, saboreando sus giros paisajísticos, sudando en la canícula isleña los accidentes geográficos. El viajero expedicionario se toma el tiempo que le es necesario del mundo para sus travesías en Paradiso, y así descubrir los secretos de la isla caribeña de Lezama Lima, y guardarlos a futuro para disfrute del intempestivo rumiante. No es una novela lineal, ella se desborda exuberante abriéndose en múltiples ramificaciones cual cuenca de río mar desembocando en el piélago.

Paradiso, tras el primer reconocimiento oficial o de rigor capítulo a capítulo, poniendo meses o años de por medio, llama a los lectores que gozan del olvido aquellos libres de padecer la enfermedad terminal de Funes, que no son anestesiados hasta perder la conciencia en la mnemotecnia, a que la visiten por cualquiera de sus catorce y más portales.  Y se alucina por donde quiera que uno reingrese a Paradiso, ejemplo, si uno reinicia por el catorceavo capítulo, habrá que seguir al noctívago estudiante José Cemí que, guiado por visiones sobrenaturales de la madrugada habanera estival, finalmente cae en la casa de tres pisos donde velan al vate de los cuarenta otoños Oppiano Licario, su mentor espiritual que lo aguardaba para que le sea entregada la poesía que escribió para él, y con ello desatar la definitiva simbiosis CemíLicario.

Tiempo le fue dado para alcanzar la dicha,
pudo oírle a Pascal:
los ríos son caminos que andan.

José Lezama Lima