Kantoborgy, está a punto de ser una suerte de hombre de las nieves con tracción y agarre terrenal de un geko glacial. Por añadidura, los sentidos mundanos se van a potenciar con largueza; aguzando su vista, oído y olfato, en ese orden. Estrena la doble y única piel, se desnuda para calzarse el prototipo de traje térmico total -cual lo cubre de pies a cabeza y por las instrucciones que recibió no tendrá necesidad de colocarse botas invernales ni crampones-, que le envío el patrocinador en exclusividad de su estilo de vida, mecenas anónimo que fue nombrado como Ente Racional…

Añadiría a la leyenda de que cuando el hombre y la montaña se encuentran pueden suscitarse realidades extraordinarias, que de hecho acá se ha generado una ucronía del escalador y sus rituales de montaña. Kantoborgy, sube a las ruinas del palacio de Galadriel, para entregarse a la quijotesca velación de sus obsoletas herramientas de andinismo, era un mandato personal ineludible antes de viajar a las paredes de la locura, y hacer en solitario –libre de equipo de escalar y macuto– la nocturnal de la cara sur del Annapurna, Diosa Madre de la Abundancia.

Las ruinas de Galadriel, solo están para Kantoborgy, ubicadas en un punto de la cara sur oriental del Cíclope, el volcán Cotopaxi. Y es un espacio-tiempo para su comunión con parajes de piso musgoso, de verdes pardos y flora diminuta entreverándose con escoria eruptiva, de grises pétreos colindando con las nieves pasajeras y glaciares moribundos, frisando los cinco mil metros de altitud. Acá desaparece el valle y el sol mezquino de la medía tarde acariciando pajonales haciendo tenues olas cual mar verdín. Kantoborgy y su monólogo son envueltos por una cálida -por íntima- nube traslúcida, y medran con el espíritu del Cíclope, la manada de lobos que guardan las ruinas y el dragón escurridizo, Krizofilax Equinoccial.

[Olegario Castro]

 

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