Tras corto alojamiento de cinco días en isla Floreana el retorno a isla Santa Cruz fue triste, debido a que no quise admitir que el dolor del talón y pie derecho iba a peor en detrimento de futuros descubrimientos en lo salvaje asequible al caminante por libre que soy. Almorzando sabroso donde Oasis de la Baronesa, aprovechando que había un grupo de turistas del día o sea de aquellos que por añadir en sus bitácoras un recurso turístico de oportunidad cometen el error de ojear al apuro una isla encantada que no se da bien por horas. Groso modo, haciendo cuentas, cuatro horas se pasan en la lancha de ida y vuelta a Santa Cruz y cuatro horas “conociendo” Floreana, haciendo turismo sonámbulo, con el añadido que para las personas que se marean cursando el piélago galapagueño esto acaba en tormento memorable en vez de una aventura memorable.  Me colé en el establecimiento de comidas de doña Emperatriz porque la coyuntura fue favorable sobre la marcha, mis futuros compañeros de traslado interislas en lancha rápida estaban disponiéndose a almorzar ahí, dado que  si no hay un mínimo de clientes que han reservado con antelación el menú turístico acá cualquier restaurante no abre sus puertas al transeúnte, entendible porque no es negocio atender a una o dos personas que salten de la calle vacía. Y el guía bromista, entre chistoso y sarcástico embebido en lo suyo de ayer y mañana, desenvuelto en el oficio de soltar datos automáticamente, se batía con los turistas siendo su voz alta ineludible desde mi rincón estratégico —con vista a los viajeros desganados por el tardío desayuno que supongo ingirieron pasadas las diez horas, y mejor vista a los pinzones del pasamano esperando los granos de arroz que apenas sobran del epulón, y mejor vista aún al retiro propio a la calle principal por el cerco de gardenias de flor blanca evitando así pasar por la mesa grande del grupo—, y uno se entera de cosas interesantes que no sabía y otras que son insípidas e irrelevantes de tanto oírlas de cajón. El desembarco en Puerto Ayora habría sido feliz si no cargaba conmigo el dolor de pie, librarse del ruidoso y monótono viaje en lancha a través del océano profundo es una pequeña felicidad por sí misma para un lobo de páramo, esa sensación de re-incorporarse a la bipedalización es deliciosa…  Pero tal transición dichosa del mar a tierra firme no me esperaba porque eché por la borda la última oportunidad que tuve de ir al pequeño centro hospitalario que atendía sin apuros ni congestión de pacientes al frente de mi mesa en Oasis de la Baronesa , apenas tenía que cruzar la calle para que me inyecten antiinflamatorios tipo keterolaco que actúan cuando las pastillas de ibuprofeno ya no surten efecto desinflamatorio ni analgésico, este elemental movimiento habría desembocado en airoso arribo a Puerto Ayora, y con ello habría ganado el día que tomé en la menuda urbe para cuidar del caminador.

Con boleto de salida a las tres de la tarde en la lancha rápida Queen Astrid, decidí invertir la mañana radiante paseando aunque el sendero se convierta en algo tortuoso y camine afligido por la incapacidad de coger ritmo de senderista de bosque seco a bosque nublado tropical. Buscaba ir mucho más arriba de la colina Cerdita Comunista, apenas logré atisbar en la pendiente del conglomerado de rocas dentadas que llega al filo del agujero colapso escondido tras las estribaciones menores del cerro Pajas. No daba para más que efímero acercamiento. En pasada visita a Floreana realicé la travesía completa al revés, es decir de arriba hacia abajo, siguiendo la trocha de la manguera que desciende desde cerro Asilo de la Paz con un hilo de agua dulce para los aproximadamente 180 habitantes de Puerto Velasco Ibarra, precioso líquido de manantial brota de las entrañas de la montaña donde se encuentra actualmente el corral de pequeñas tortugas gigantes de laboratorio (5 a 7 años de edad) importadas de Puerto Ayora. El propósito del experimento que ha tomado más de dos décadas, es repoblar a largo plazo en isla Floreana a su extinta especie endémica, Chelonoidis nigra.  El agua dulce es melodía líquida cuando cae y continúa por las cajas de revisión descansando en la senda de tierra rojiza que concluye en las instalaciones de tratamiento y distribución con horarios a los reservorios de plástico de los consumidores finales del pueblito calmoso.  Al cabo de los días no queda resentimiento alguno por haber hecho una visita floja a isla Santa María, llegué sin un mínimo de preparación física previa en la altitud de valle interandino que habito sitiado por ingentes conglomerados humanos diseñados para excluir al peatón del goce de moverse al aire libre, uno está obligado a transitar entre el aire contaminado y la agresión acústica del parque automotriz, el olfato y la vista sufren la suciedad congénita de veredas estrechas e irregulares que repelen al ciudadano de a pie. Es de agradecer a las instantáneas que dicen que algo mismo recorrí en Floreana, y esclarecen los recuerdos. Había confiado y cargado demasiada expectativa en la memoria del cuerpo a cuenta de pretéritas travesías bajo el rigor extenuante del bosque seco y de la costa rocosa; si no tuviese detrás jornadas gloriosas en la cruda intemperie del tiempo mágico de Floreana, entonces habría regresado vacío a Puerto Ayora, no fue así porque vino a ser aclimatamiento en el dolor y la incertidumbre padecida por la inflamación del tobillo, y para cobrar con creces a la pronta recuperación, esto empezando con una nueva caminata a Laguna Verde en isla Santa Cruz. Andar alerta entre tortugas gigantes no genera rituales como los de la cotidianidad del sujeto de rendimiento citadino, florece el ser intempestivo, así a Laguna Verde la encontré en temporada veraniega y a falta de agua lluvia formando bancos de tierra arcillosa y charcos lodosos, en todo caso son playitas visitadas por familias de quelonios bañistas.