Hospedarse en Puerto Ayora es pretexto para hacer sendas caminatas a Bahía Tortuga, aprovechando la mañana temprana. Si uno cae a Playa Brava con marea baja, luce majestuosa; su anchura la hace más grande y gana en extensión visual de cabo a rabo entre las prominentes plataformas grises rocosas que son sus límites naturales. Otra cantar es la menuda Playa Mansa, remanso escondido tras la arremetida oceánica contra la orilla azabache de lava petrificada alternando con joviales barreras de mangle. Playa Mansa, en  apogeo de bajamar se muestra cual charca salina inapetente, acotada por nervudos manglares clavando sus raíces aéreas en el fango y cúmulos de piedra volcánica que cuando sube la marea forman trampolines a la piscina con aires de concha acústica, pues, cincuenta personas reunidas ahí podrían provocar ruido espantable. Cuando acá llegan turistas novatos y se topan con la cara indeseable de Playa Mansa, no salen de su asombro por no encontrarse con el paisaje acuático paradisíaco que sus mentes copiaron de imágenes colgadas en el ciberespacio… ¿usted sabe dónde está Playa Mansa? Sí, vuelva acá cuando suba la marea y verá lo que quiere ver. 

Las iguanas marinas playeras se hacen notar sobre la marcha ya reunidas en cremoso lecho de arena fina cálida y abundante; si es temporada de anidación se las presiente vigilantes a las madres iguanas, patrullando cerca de los agujeros que han excavado y tapado en la arena gruesa tras el bosque de opuntias gigantes (cactus endémico de Galápagos), apartándose de los senderos turísticos. En época de apareamiento vienen agrupadas en campos rocosos de orilla matizados con verdes de mangles de avanzada aferrándose al suelo gris pétreo para detener la ambición del mar de tragarse su hábitat. Iguanas dirigiéndose airosas a surcar las olas en pos de las algas que medran en las corrientes templadas y que proveen la dieta submarina que nutre y que después de ingerirlas suscitan largas horas de baños de sol para subir la temperatura interior y una vez regulada digerir a tope los nutrientes que hacen que luzcan espléndidas, allá estirándose cual bañistas de largo aliento tostando sus pieles en la canícula ecuatorial. Los dragones marinos de las galápagos sufren temporadas de hambruna en masa y hasta son víctimas de muerte por inanición, esto último cuando el fenómeno de la corriente cálida del Niño se prolonga en demasía y se torna criminal, al entibiarse las aguas submarinas desaparece el sustento biológico de las iguanas y no hay vegetal terrestre que reemplace a las algas propias de su dieta.

 

Para la ocasión en Bahía Tortuga, además de avifauna de orilla en la playa ancha y océano azul de brisa  electrizante, se sumó la silueta de Floreana a la distancia, a sesenta y pico de kilómetros de mis ojos encandilados por el hechizo de la isla camuflada, al asecho, entre el cielo y el mar; no tener un cuadro nítido de la isla, la hacía más llamativa aún. Sí tuve clara visión de la cordillera de isla Santa Cruz: el recién ascendido cerro Crocker y el esquivo cerro Puntudo posaban despejados como buenos vecinos compartiendo la misma línea montañosa.  Apenas arribé a Playa Brava dejando atrás el sendero de adoquín que atraviesa el bosque seco, y me capturó la silueta de isla Floreana flotando en el piélago, yacía cuan larga y abarcable es su cara norte desde Punta Cormorant, pasando por el Mirador de la Baronesa y Bahía Post Office… y las figuras de los cerros Pajas, Allieri y Asilo de la Paz desfilando por la mente. Las reverencias y saludos a la isla encantada que guarda misterios sin resolver surgieron espontáneos, contemplarla en silencio y soledad radical fue un goce completo. ¿Quién presta alguna atención a brumosa silueta isleña cuando acude a solazarse en las exquisiteces de Bahía Tortuga? A la persona que le es indiferente por desconocido el mundo que bulle tras un perfil isleño difuso en lontananza, no ve nada más que una sombra sin tiempo y espacio para la creación de sensaciones y recuerdos, una forma o dibujo vago que se desvanece sin emociones ni sensaciones de por medio conforme avanza la mañana de playa rumbo a la canícula tropical. Y hubiese sido pasto de olvido para el único espécimen que con veneración la escrutaba en el horizonte si en su memoria hubiese reinado la última visita a Floreana, cuando disminuido en sus ambiciones de realizar memorables jornadas de descubrimiento a cuenta del talón inflamado, se resignó a hacer triste regreso a Puerto Ayora, pero esa corta estadía en apariencia inconclusa e irresoluta al cabo devino en combustible para detonar la certeza de haber realizado a tiempo senderismo propio en parajes prístinos de la isla, lo que ha venido y venga después es aventura extra y no desventura. Cada vez que tenga la oportunidad de enfocar a discreción andando a nivel del mar o raudamente retrepado en un asiento de autobús, o si la coyuntura da para mirarla desde una avioneta haciendo la ruta San Cristóbal – Isabela o viceversa, bajo distintos grados de visibilidad y profundidad atmosférica, se resolverá la cosa teniendo relámpagos de aproximación a lo ajeno íntimo de Floreana Salvaje.