He cruzado océanos de tiempo para encontrarte

Bram Stoker, escritor irlandés, autor de Drácula —obra maestra del terror romántico, y gótico, a la que Oscar Wilde calificó como la mejor novela de habla inglesa del siglo XIX—, murió sifilítico a principios del siglo XX en un miserable cubil Londinense. Acorde con el testimonio que dejó la viuda de Bram, tumbado en su lecho de muerte, señalaba insistente a una esquina bajo la penumbra del cuarto de alquiler, musitando con fervor, “¡vampiro… vampiro!”.

Es inquietante imaginar que la figura del mentado conde Drácula estuvo en la cámara mortuoria de su creador, así sea producto del delirio estertoroso de Bram. Fascino con la escena del Rey Vampiro presente en el lecho de muerte de Bram, iluminando de alegría el rostro del moribundo y trayéndole paz en medio de la miseria.

No vengo a despedirme de ti, ¡oh Bram!, esto no es un adiós sino un hasta pronto porque tú a través de mí serás indeleble maestro de la creación artística. Tu obra señera no sucumbirá ante el tiempo astronómico, no será cautiva de tus contemporáneos que sí serán barridos de la faz del mundo por el olvido; he ahí tu condición de clásico, pasar de largo por la intrascendente actualidad. Tú y yo viajando en la memoria mágica del Homo sapiens adolescente. Allá, en nuestra errante galaxia, ajenos a la tierra de sujetos podridos por la madurez zombi, nos preservaremos de los intentos chapuceros, cándidos, de emular a tu criatura, no habrá otro romántico Nosferatu como el conde Drácula.

Generaciones de lectores crecieron y aún medran a la sombra del conde Drácula, de B. Stoker, allende la imagen de asesino en serie que le infirió la industria cinematográfica con sus irrelevantes dráculas —salvo tres honrosas excepciones artísticas que son fieles al legado del irlandés: Nosferatu (1922), de Murnau; Nosferatu, Vampiro de la Noche (1979), de Herzog; Drácula, de Bram Stoker (1992), de Coppola—. Tanta bazofia subdrácula se ha producido que el propósito parece haber sido apocar al auténtico aristócrata que resplandece incólume tras el Paso del Borgo, sin embargo no ha sido esa la meta sino el hacer dinerillo con el entretenimiento vulgar que reivindica la masa zombi. La majestad del Rey Vampiro no ha sufrido ápice por los rodajes que han alcanzado la excelencia en la técnica para exacerbar lo sangriento mórbido, ofreciendo retahíla de descuartizadores y pica-cuerpos infatigables, máquinas de torturar y con licencia ilimitada para poner quietos del pánico a sus avezados seguidores, los que anhelan sufrir miedo percibiendo mejor la sangre que brota generosa de los cadáveres de película, aquellos que desean de una vez se invente la sala de cine que proporcione los olores putrefactos del tormento de la carne ajena, para de esto aullar con respeto: ¡Qué real que fue eso… qué real! El ser humano siglo XXI disfruta del zombi cinematográfico cual alter ego de su propia realidad cotidiana, la de ser zombi disfrazado con la normalidad del esclavo moderno: insaciable zombi consumista-desarrollista.

La gula de mis congéneres por comprar carnicerías en los rectángulos de la alienación, tiene la gracia de despertarme el apetito por lo original vampírico, y, en consecuencia, buscamos con ganas el rencuentro, sobre el lugar mismo donde trabamos amistad con el portentoso conde. ¿Cuántos lustros sin visitar el ayer espantoso edificio colgante —de paredes a pique precipitándose en Arges, el Río de la Princesa—, hoy la sagrada morada del Nosferatu inimitable? Qué importancia tiene aquello si entretanto uno ha sabido desarrollarse para comprender mejor el arte de vivir, y entender que Drácula está más allá del bien y del mal, como todo ácrata enamorado de las posibilidades lejanas que juntas forman lo imposible inmediato. Sentir un profundo asco y temor por el conde Drácula era tarea del lector novato, el apreciarlo como a un amigo del alma es un hecho del vividor que vino después.

Volvimos a viajar al reino perdido del Rey Vampiro con la misma tensión adolescente, para que desde el inicio se note la diferencia de la lectura que hizo el imberbe aprendiz con la lectura del barbado vividor. Mantenerse adolescente es tener lubricada la vocación por aprehender, y esta vez hicimos la travesía ya en calidad de huésped de la regia hospitalidad del conde que es amo anfitrión y servidor a la vez, quien nos abrió su portal recitando: Eres bienvenido a entrar por tu voluntad a mi morada, ven en paz a disfrutar de ella dejando tus preocupaciones afuera, y dispuesto a darnos algo digno de tu ser... El retorno a la novela de Bram tuvo la ventaja de hacerlo como si fuese el coautor de la misma puesto que, una vez que el irlandés la escribió y la donó al mundo, ésta dejó de ser toda suya para que sus lectores pasen a reinventarla a su albedrío.

Las novedades que se hallan en la agreste Transilvania, después de larga ausencia, son magníficas. Ya no era el paisaje indómito que circunda a la morada del conde un abreboca para el terror del muchacho citadino que apareció por primera ocasión allí; tampoco la suerte vertical de las paredes del castillo nos dio náusea, ni venía a ser una cárcel inexpugnable montada sobre el filo de lo teratológico. Encontramos aire renovado de montaña, y la noche nos invitaba a vivaquear bajo el titilar de astros refulgiendo sobre el dosel de un bosque templado proyectándose inconmensurable al amparo de creciente luna, todo ello matizado con el canto alegre de lobos rodeando a la hermosura de las hijas de la oscuridad. El trueno de los rápidos que nos ahuyentaba cual rugido lúgubre, devino en melodía de agua dulce corriente que arrulla. Las imágenes siniestras que aupaba la naturaleza virgen de los Cárpatos, se transformaron en oleos de ecosistemas primordiales para admirarlos a placer desde el balcón del anfitrión, siendo en sí mismo una maravilla arquitectónica asimilada a la abrupta cordillera. ¿Cómo no embriagarse con la soberbia vista de esa construcción aérea, a pique, que viene a ser una prolongación del peñón de granito que la sustenta? Tal grado de exposición lo tentaría aun al mago del alpinismo, Reinhold Messner, haber si arriesga una escalada por libre desde la base del cañón que aloja río fogoso de aguas turquesas producto del deshielo de los glaciares de las cumbres. Lo que sí querría por firme Reinhold, es que la instalación de Drácula, y el alucinante escenario que lo circunda, fuesen suyos para instalar ahí la sede principal de los museos de montaña que levantó en Tirol del Sur.

MEMORIA

El conde no ha salido de su hogar algunos siglos, desde que dejó de hacerles la guerra santa a los turcos para ser vampiro aristócrata beneficiándose del ocio salvaje, allá en el entorno paradisíaco del Castillo de Bran. Recidivante pena de amor lo ancló al tiempo-espacio de la mágica Transilvania. De repente, se le presenta la oportunidad de experimentar la modernidad en el Londres del siglo XIX, donde reside la sin par belleza de Mina, quien reencarna a su pasado amor posible pero ésta no tiene memoria de aquello por lo que se constituye en una pieza clave para la cacería y destrucción del “monstruo”, encabezada por el doctor Van Helsing.

Drácula, se llena de goce espiritual merced a su imprescriptible amor. Ha bebido de la sangre moderna de su reina ancestral, se vio forzado a cruzar océanos de tiempo hasta encontrarla transmutada en Mina Murray.  Ella, sin memoria de su pasado aristocrático, ha cometido vil traición al ponerse de lado de la jauría humana que lo acorraló sin remedio en el viejo Londres. Drácula cortó con la uña del índice, cual bisturí, en su pecho para que Mina succione la sangre milenaria que la devolverá a la singular belleza de los viñedos, bosques y jardines del Castillo de Bran.

La implacable persecución del “monstruo” que bajo el sol pierde su poder nocturnal convirtiéndose en común ciudadano, hace que éste vaya perdiendo a sus féretros rellenos de tierra bendita por los pontífices de la fe cristiana, tierra que durante centurias ha preservado por ser el único lecho al que puede acudir para reposar imperturbable. El médico holandés, Van Helsing, devino en experto exterminador de vampiros deduciendo que una sobredosis de santidad sobre la tierra sagrada le haría perder su valor para el imprescindible sueño del vampiro, de ello que una hostia bendita dentro de cada cofre fue suficiente para echar a perder su paz diurna. Drácula, apenas logró conservar una de las tantas cajas que trajo consigo desde Transilvania por lo que se ve obligado a emprender heroica retirada al Castillo de Bran. Ante la desigual batalla que venía librando con Van Helsing y su tropa de valientes, no tenía más opción que la de huir, pues el experimento de Londres se convirtió en una lucha de un solo caballero feudal contra la mismísima organización del mundo positivista.

Escapó de Londres en estampía, con lo puesto y cargando el sarcófago remanente sobre los hombros, rumbó a los Cárpatos vía marítima surcando las aguas del océano Atlántico, luego todo el mar Mediterráneo y, tras cruzar el estrecho del Bósforo, seguir por el mar Negro. El barco de la huida del conde se abría paso como alma que empuja el demonio, siendo que el dueño y capitán del mismo –políglota a la hora de maldecir y proferir, de proa a popa, dicterios en diferentes idiomas-, ante el insistente reclamo de la tripulación para que eche al agua el siniestro ataúd que los atemorizaba y al cual imputaban los extraños sucesos que acaecían durante la travesía, se excusaba diciendo que él no era nadie para contradecir los designios del señor Diablo. Lo cierto es que la nave, durante los días y noches que cumplió su cometido de trasladar al decrépito cliente que la alquiló, de corrido estuvo invisible para otras embarcaciones, iba envuelta en una nube plomiza y próxima a la tempestad, como volando sin tropiezo sobre las aguas, subida en aires traídos del averno que no cejaron de animarla hacia delante.

Todo el poder de Drácula resultó impotente para enfrentarse a la tenacidad del doctor Van Helsing, quien, anticipándose al arribo de éste al Paso del Borgo, incursionó con la salida del sol en la torre donde reposaban las compañeras del conde. Una vez dentro del dormitorio de las vampiresas —tres beldades de la noche— procedió a eliminarlas con el ritual de rigor: estaca bendita partiendo el corazón, posterior degollamiento y embutir de ajos sus fauces. Y es aquí donde sufre el exterminador para realizar su cometido, duda ante la belleza terrible de las vampiresas; se enamoró de la principal de ellas, una rubia que lo embelesó con su potente feminidad primordial. Sueña, no sé sabe qué tiempo, con la dama de hipnóticos ojos de azul eléctrico; sueña con el peligro de quedarse ahí petrificado hasta que caigan las sombras, y una vez que despierte la agradecida vampiresa se dejaría amar por ella a morir. ¡Qué desperdicio!, habrá rumiado el implacable Van Helsing mientras, con lágrimas brotando a raudales de los ojos, daba fin a su abominable trabajo.

Drácula, segundos antes que la oscuridad le devuelva sus poderes sublunares, fue ajusticiado al pie del Castillo de Bran. Y, cual D. Quijote vencido retornando a su lugar, empezó la cabalgata de vencedor por la posteridad, a través de los lectores que contemplan en la novela de Bram Stoker. En la infelicidad metafísica reside el romanticismo del vampiro adolescente, el que nunca se cansa de conocer porque jamás madura para ser una fruta podrida, el que es amando a la naturaleza silvestre tanto como a la feminidad que esta encierra en su forma de Mina Murray.