Gandulfo, esgrimiendo la posición estratégica de combate diseñada por su especie marina cuatro millones de años ha, luce impotente, temible, sobre todo  a la distancia; dispersa advertencias feroces con rugidos secos inaudibles por el viento y las olas chocando contra la orilla rocosa del territorio que defiende contra enemigos visibles e inmediatos como Fierabrás y Mambrino y, por añadidura, previniéndose de los invisibles dragones que cualquier rato brotan del piélago para orillarse tras haber consumido la dieta de algas submarinas que prosperan en corrientes templadas y escasean cuando la corriente caliente del Niño se prolonga demasiado, provocando hambruna y muerte por inanición en especial entre los individuos alfa que para mantener sus  colores –lunares negros, manchas rojas y tonalidades verdes que resaltan el dorso ahíto de púas blancas y prominentes– azogando intensos y atractivos en temporada de apareamiento, apenas  se alimentan.

Al otro lado del charquito de marea baja, pintando las aguas cristalinas con algas rojas y pardas, dominan en sus respectivos territorios Mambrino y Fierabrás. Mambrino emite compulsivos movimientos de cabeza de dragón iracundo y echa relámpagos por los ojos, mientras Fierabrás mantiene el tipo aristocrático sin descuidar sus fronteras. Los tres jóvenes dragones forman un triangulo de fuego Gandulfo en su isla, separado por la quieta cocha que obsequia acuarelas móviles, por ejemplo, la garcita verdosa pescando. Tanto en la Isla de Gandulfo como en la plataforma y rocas lávicas en las que medran el balsámico Fierabrás y el perseguidor Mambrino, no  faltan admiradoras de sus dispares encantos. A su manera, los tres jóvenes dragones, se exhiben cuán magníficos son  ya estáticos, ya patrullando la zona de seguridad que han creado para sí en el tiempo estoico de deslumbramiento dragonil, descuidando los ritmos propios de comer mar adentro, sacrificándose  en aras de conservar el tipo altivo de machos alfas, pues, es la temporada de tensar los músculos, rugir y poner en fuga a los imberbes transeúntes que osen pisar sus territorios.

Cálmate mi querido Gandulfo, no voy a cruzar el charco hacia tu isla efímera, solo me movió a incorporarme sobre mis cuartos traseros el retratar a la garcita verdosa que tienta con las plumas erizadas de la cabeza al momento de atrapar peces, o si es propicio algún pequeño y cenizo cangrejo brotando de agujeros de la negritud pétrea. Viste, aprovecho el ojo artificial que congela instantes, enseguida retorné a la perezosa reclinable de piedra y mirador que me acogió para ser testigo del acontecer salvaje. En este pedazo ínfimo de orilla rocosa se me da el ritual patrullaje de tres dragones marinos distintos entre sí. Y además tengo al filósofo pelícano que ronda tu isla clavándose con estrépito cada vez que pesca, pero aún sin ponerse a tiro para sacar un retrato decente del esplendor que remite a los ojos.

Allá va Mambrino patrullando al púber  transeúnte que osó poner sus garras en su territorio, no se salva del afán perseguidor a pesar del sigilo y espacio que  puso en hacer su trayecto  al mar e ir a por la ración de algas submarinas del mediodía, el imberbe no está a dieta como los dragones estoicos. No creí que Mambrino lo iba a alcanzar al intrépido desconocido, había el obstáculo de grandes y separadas rocas por superar; pero lo hizo sin despeinarse, haciendo caso omiso a la mala fama que el gran Charles le dio a la especie Amblyrhynchus cristatus, eso por el apuro que cargaba el joven naturalista en sus expediciones en las Islas Encantadas, hubiese sido otro cantar si contaba con la perezosa de piedra transferible, pongamos que  durante observaciones intermitentes a través de una década, entonces habría exclamado “¡qué frágil y fascinante a la vez, elegante y feroz,  veloz y bella especie dragonil halaga los ojos del contemplativo!”. ¿Qué me dices amigo Charles?, ahora que estamos sentados compartiendo la banca y la tardecita rumbo al crepúsculo, acá donde anidan las iguanas marinas. Sí te escucho claro y  fuerte, no va más la etiqueta de lagartos torpes y repulsivos. 

Decía que Mambrino se movió con sigilo y astucia gatoserpentosa, y, cuando menos lo esperaba, se desplazó cual rayo superando en un santiamén la distancia que le faltaba para hacer presa del enemigo. Sacó un golpe de garra derecha abierta, combazo que no llegó a impactar de lleno en el dorso del adversario ya precipitándose al charquito con maña ancestral, más bien le sirvió de envión para coger la suave ola en resaca que lo alejó a salvo del perseguidor pero no del auténtico depredador de los mares, la entropía máxima global impuesta por el Antropoceno. Mambrino, antes de regresar vencedor a su trono, satisfecho de la demostración de fuerza y ágil movilidad, infirió advertencias a Gandulfo que desde la isla replicó con similar ahínco.

Fierabrás es dragón fino, transmite bien sus atributos individuales de combatiente y los encantos endémicos de la especie; él no sufre la obsesión perseguidora de Mambrino ni la fijación de Gandulfo de reinar a horas en la isla de bajamar, opta por la sugestión para mantener a raya a sus enemigos inmediatos y por ende a los extraños. En caso que le toque chocar cabezas con otro de su alcurnia para conservar su parcela de independencia no rehuirá combatir, pues, de hecho es un luchador de cuidado. Vaya que la rabieta de Mambrino no  lo impresionó tanto como a Gandulfo que se puso rabioso, ahora que por inercia plegó al ciclo de advertencias dragoniles y lo hizo, por si acaso, no solo dirigiéndose a aquellos dos sino que dio la vuelta completa a su lar parándose de vez en cuando para mostrar a quien concierna las cualidades que lo hacen dueño de sí en su pedacito de orilla rocosa.  

¡Gandulfo al agua!, de repente la marea creciente comenzó a tragarse a mordidas de Godzilla  a la isla y al charquito que pintaba la lejanía desde la plataforma de roca volcánica azabache, borboteante. Allá fue a orillarse el defenestrado rey que, a pesar del cataclismo, no extravío su dignidad. Gandulfo, ignorando a sus enemigos inmediatos que paradójicamente tomaron la misma actitud –o mejor, no lo reconocieron como adversario, el rey de la isla lo era, no así el náufrago–, encontró sobre la marcha un sitio a gusto para tumbarse estirado cuan largo es, qué bien se acomodó a la plancha calentita merced al generoso sol ecuatorial de las tres de la tarde, tosió escupiendo restos de sal y, sin más trámite, de una se entregó a reparador sueño dragonil, merecido luego de las fatigas de la jornada que terminó en heroica retirada. Mañana, o cuando la próxima marea baja diurna sea propicia para el tiempo mágico, él volverá a tomar posesión de la Isla de Gandulfo y hará todo lo que venga necesario para agotarse en defensa de su feudo ante Mambrino y Fierabrás, cuales lo acogerán de nuevo en calidad de adversario eminente, y así ganarse el reposo del guerrero cuando sea desalojado por otra marea endemoniada.