“Ahí están pastando los caballitos pintones, buena señal, las tortugas Chelonoidis donfaustoi no tardarán en materializarse”, dije para mi capote. En reorganización retrospectiva, me situaba en el escenario de la primera visita que hice a Cerro Mesa —entonces y como ahora y mañana— con la exclusiva fijación de conectar con la especie que, recién en diciembre de 2019, tomé conciencia que podía descubrirla por libre, tal como he venido haciendo con la tortuga Chelonoidis Porteri.  La primera vez que subí caminando desde el caserío El Cascajo, en pos de congelar imágenes de la especie de quelonio recuperada, intuí que tras los caballos paciendo —dentro del perímetro de la hacienda y refugio de vida silvestre Cerro Mesa—, me toparía con la primera tortuga de Don Fausto; así fue y, por añadidura, se hallaba distraída alimentándose de flores violetas emergiendo de jardín paradisíaco.

Fue un hallazgo de anteayer, ayer y lo será mañana y pasado mañana, pues, no le quita encanto al instante con la tortuga Chelonoidis donfaustoi, el hecho de que la tortuga Chelonoidis porteri, esté más a golpe de ojo por ser la que cuenta con la mayor población endémica de la isla en su hábitat del oeste —no es raro observar individuos  jóvenes moviéndose cerca de Puerto Ayora—, y son visibles sobre la marcha entre la reserva de tortugas gigantes El Chato y la zona agrícola de Santa Rosa. Bajando a Laguna Verde o subiendo de regreso a la villa de Santa Rosa, he observado a los Galápagos del Oeste devorando gardenias rojas, yerbas de flores peculiares, pencos, guayabas, y, en temporada de sequía, no hacen ascos al cogollo de guineo y clavan su pico a lo que asome de comer junto a las vacas de corral. 

Individuos brotan solitarios a la mañana de bosque húmedo levantando vapor entre primigenios aromas picantes, dulces, de semillas y fanerógamas. Voy inmerso en el silencio y los verdores de camino de campo perlando, yuxtapuesto a árboles barbudos de Guayaba de Cerro Mesa y a cantarín pastizal al pie de colina Pikaia, meciéndose al son de tibio viento ecuatorial. La comida vegetal es abundante merced a las aguas decembrinas y, cada uno de los especímenes que a bien tienen mostrase, exhiben sus caparazones lustrosos y se dan a los ojos del transeúnte con poética morosidad, en sí vienen a ser una magnifica estampa de la pausada recuperación de la Tortuga del Este, que tuvo colgada muchos años la etiqueta de extinta. Se creía que la dispersa y mínima población, residiendo en la zona montañosa del este de la isla, era remanente de la Tortuga del Oeste, Chelonoidis porteri, así décadas pasó desapercibida la “nueva” especie, que en realidad no había desaparecido pero sí menguado hasta que surge airosa  como especie re-descubierta, con nombre y apellido científicos, y, desde 2015, tenemos a la Chelonoidis donfaustoi.

Cede la garúa lo justo para que la ropa y sandalias de secado rápido que visto y calzo se beneficien sobre la marcha de la coyuntura de avaro sol avivando los colores del paisaje montañés. Al otro lado de la alambrada refulgen los verdes del pastizal y los frutos de naranjos silvestres trepando colina Pikaia; es el instante del cuadro prístino de cobriza piscina que acoge a la pareja de tortugas gigantes, ahí retozan dándose baños de agua lluvia y batiendo barro de tierra arcillosa. Hubo que cruzar el lindero alambrado para retratar al espécimen que estirando su cuello al máximo digo que dijo: “Bueno… bueno, haz el clic y luego te puedes retirar tan callado como llegaste”.

El graznido de decenas de patillos de Galápagos llena la pinturita de cocha festonada con lechuguines y algas pardas, acá se reúnen festivos en temporada de apareamiento. Fue un aperitivo alado para el encuentro de la Pampa del galápago durmiente, el que duerme beatífico en los aromas de guayabo en flor, el no se estremece con sueños de perro guardián de parcelas humanas, sino que anima sueños en inconmensurable territorio de su magia ancestral: danza en el fondo verde del Agujero Colapso de Cerro Mesa.

De repente, me hallo atravesando alterno y camuflado atajo apartándose del circuito de tres kilómetros que da la vuelta completa a Cerro Mesa. Sigo el atajito en la vegetación que borró la huella humana, aunque no el  alambrado que al costado intermitentemente dejaba al descubierto cuernos y morros de ganado vacuno devorando invasivo pasto elefante. No fue vano perderse en él, descubrí  su tesoro. Vi la forma posterior del quelonio gigante que copaba el paso, parecía estar en reposo o tal vez haciendo un alto comestible rumbo a la Pampa del galápago durmiente, donde acabó desembocando el túnel de guayabos barbudos. Si continuaba caminando y rebasaba rozando el voluminoso caparazón del galápago, sin respetar la debida distancia de seguridad, solo hubiese conseguido que  esconda su cabeza y largo cuello retráctil de reptil, y emitiendo el rugido gutural de fastidio y alerta característico de la especie. Evité arruinar el contacto visual internándome en la selvita, a la derecha, para ganar unos metros y retomar la senda por delante del individuo. Qué fina estampa obsequió el atajo cuando estaba por creer que venía vacío de quelonios; qué visión frontal entera y sobre todo la mirada de sorpresa del espécimen alfa, cómo no decir que dijo: “Me pillaste, no te sentí llegar, vaya… vaya con el bípedo implume, ¿de dónde demonios saliste?”.

Mojarse al regreso de la visita al hábitat de las Tortugas Gigantes del Este, allá en los microclimas de montaña de Isla Santa Cruz, no fue triste ni una historia que sea digna de entrar en los anales del sujeto de la experiencia vapuleado por los elementos climáticos de la intemperie. Sí me he calado hasta los huesos en lo altos y gélidos Andes del Ecuador, y, ese recuerdo del frío de superpáramo para arriba, es el que ipsofacto hace efecto relajante  cuando uno es presa de tibios aguaceros tropicales. Más bien la lluvia fue la pincelada que se añadió a la acuarela de tortugas gigantes en la niebla. Gané dos mañanas haciendo naturalismo de cuerpo y alma, en hacer cosecha existencial, en hacer deporte filosófico. No fue sacrificado descender, sorteando o pisando charquitos, al manso y moderadamente feliz caserío El Cascajo. Bajé a tiempo por la franja marrón rojiza que es la carretera lastrada cruzando las fincas, sabiendo que vendrá el colectivo parroquial casi vacío y con mucha suerte corriendo a todo trapo el repertorio del malo del Bronx. Sí, lo más probable es que no suceda así y que venga el gusto ajeno o bulla ajena a los oídos, el estoico sabrá capear la imposición de la “música” de moda, moverá la aguja del dial y sintonizará en la mente con los aullidos guturales, guitarras, bajos, baterías, violines, cuernos  y demás componentes de ritmos metaleros aristocráticos, endiablados, de Noruega. De hecho, venga lo que viniere en modo contaminación acústica de carretera de segundo orden o vía principal, arribar a Puerto Ayora es haber viajado en el tiempo y el espacio, tan cerca y tan lejos de las tortugas en la niebla; cerca porque media dieciséis kilómetros de su lugar, lejos porque es un mundo de silencio tortuguil aparte. Unos cuantos pasos en el malecón de la pequeña urbe, harán efecto en la ropa de secado rápido y listo, calentito en la media tarde rumbo a la tardecita con la mochila del caminante más liviana portando el contacto cercano con las tortugas Chelonoidis donfaustoi.