El volcán Cotopaxi  no se percató o también podría ser que a consciencia pasó de contestar el fraternal saludo de Taita Chimborazo. Nada de aspavientos, fue una ligera venia como viene siendo inveterada costumbre intervolcánica, aunque sí le infirió discreto guiño al compañero de orogenia, esto a manera de cortesía avisándole que la medianoche está servida para un banquete de poesía primordial. Taita Chimborazo no se  sorprende por su heteróclito vecino, en cierto modo todo volcán que se precie de sí tiene algún grado saludable de anarquista y no diría que son malos modos del joven Cotopaxi, es cosa corriente su adolescente distracción y humor intempestivo a veces eufórico, a veces cascarrabias y no menos veces envuelto en la serenidad de perezoso andino filósofo.

“No se sabe con este muchacho vividor a tope, rayado, díscolo, a lo mejor está lidiando con la muela del juicio… ¿Qué sé yo?”, vibró para sus entrañas Taita Chimborazo, divertido y de buen talante. La noche límpida de luna llena viene a punto de golosina geológica para la modalidad del poeta que es él en noches como esta. Sus ojos privilegiados se han acomodado en el pedestal volcánico de la montaña tropical más prominente de Gaia que es y será hasta que las erupciones acaben por achatarlo y devenir en una loma cualquiera perdida entre el lomerío, mientras tanto es la mole andina dominante, superalfa, es el Taita Chimborazo que se levanta desde las entrañas del cinturón de fuego equinoccial y tiene a su haber tres miradores: dos pre-cumbres  y la cúspide que culmina la silueta proa a la cara pálida de Selene, la deidad monocromática que irradia paz y silencio en el vasto territorio visible merced a la nitidez ambiental. El coloso andino abarca con su mirada kilométrica, caleidoscópica, que cubre trescientos sesenta grados de paisajes de tierras altas en primer plano, incluidos los colosos andinos  vecinos, y vistas panorámicas de las gradientes y pisos biológicos que descienden al océano Pacífico y a la cuenca amazónica.

En la temprana noche primordial contempló a la mega-fauna pululando en los valles desparramados en sus cercanías, manadas de mastodontes y otros grandes herbívoros paciendo y ramoneando  mientras sus depredadores naturales acechaban por tierra y aire a los especímenes más jóvenes, débiles, enfermos o mejor aún, que son ya carroña conformando una comida fácil. Es la ciega evolución aferrada al ensayo y error de la lucha de las especies por preservarse en las parcelas de Gaia. Taita Chimborazo fascina con la visión de la mega-fauna en los valles interandinos que circundan sus estratos inferiores, aunque por su condición de ente geológico está sujeto  a la orogenia planetaria y ha sido, es y será atento testigo del proceso evolutivo de las criaturas zoológicas que batallan en la Arena Gaia. Adora el vaivén de ejemplares mamíferos que a sus ojos lucen adorables, desde los osos a tigres dientes de sable. No obstante, añora la visión de los tardíos dinosaurios de su infancia, los últimos que avistó antes de la total extinción de los lagartos terribles que pulularon en su memoria mágica, asume que es por su forma reptiliana que le remiten un no sé qué de los Dragones de Gaia, más allá de que estos últimos lograron una estética depurada y fractal sin menoscabo de su poder defensivo y de repulsión contra cualquier ente interno o externo que amenace el equilibrio terráqueo. Lo rústico de los lagartos terribles trajo el recuerdo sofisticado de los Dragones de Gaia, y no es en vano, es una suerte de aviso de que en breve tendrá el honor y placer de que se dé el encuentro milenario de rigor con los mensajeros de Gaia, seres divinos que lo visitan en veladas de atmósfera clara como esta noche de ensueño.

Extasiado en la medianoche se nutre de poesía estrellada; como el potente volcán que es, se atiene al tiempo eónico al que pertenece y que transcurre entre milenios, lo demás es vivir a todo pulmón las circunstancias de la era geológica que lo acoge en el presente y futuro inmediato. Así, Taita Chimborazo, flotaba a discreción en el delicioso manantial de poesía ancestral y lunática brindaba cuando el Cotopaxi prendió la alerta con una desapacible vibración subterránea, “no vaya a querer erupcionar justo en este instante encantado, y eche  a perder las siete armonías que lo cobijaban”.  

– ¡¿Qué te acontece animalito de Gaia?!

– Me tiene podrido la muela del juicio… estoy tratando de expulsarla de mí sí o sí, ¡¿entiendes?!

Taita Chimborazo tuvo que hacer un gran esfuerzo para controlar las fortísimas vibraciones de una carcajada monumental que hubiese sido receptada  a cientos de kilómetros a la redonda, al cabo consiguió trocarla en sendas muecas moderadas de conmiseración y solidaridad con su vecino. No le iba a contar que el chiste que se mandó para sí mismo, eso de “no se sabe con este muchacho díscolo, a lo mejor está lidiando con la muela del juicio…”, se hizo realidad y ahora no le toca hacer de doliente sino ser algo más que eso, fungir de juicioso consejero y así ganarse pizca de aprecio y consideración del otro.

–Si te calmas y dejas de eructar a lo bestia primordial y paras de lanzar maldiciones procaces a los cuatro vientos te podría servir mi experiencia al respecto, ¿qué me dices?

–Dale Taita, dale… por una vez en tu eónica existencia preocúpate por mí.

Taita Chimborazo sonrió evocando la lucha que tuvo para deshacerse de su propia  muela del juicio que a la postre se transformó en gigante mineral viviente e insoslayable, una joya de la orogenia. “Oh, memoria mágica ven a mí”, vibró entrando en reorganización retrospectiva  a la noche lunática en que él mismo fue protagonista de la expulsión de la mayor muela del juicio que jamás se ha posado en el cinturón de fuego de Gaia y que, por añadidura, tomó vida propia convirtiéndose en volcán  independiente. Aquel diente fue bautizado con el nombre epiceno de Carihuairazo, devino en una mole andina que creció a largos tirones sobrepasando los cinco mil metros de altitud sobre el nivel del mar, y que se yergue apenas a diez kilómetros de su progenitor.  “Veamos qué gema nos arroja el joven aún”, vibró interesándose por la coyuntura fenomenal del Cotopaxi.

–Vamos de lleno a la cosa mi dilecto vecino. Solo hay un primer paso indispensable, el resto rueda por gravedad. Y es servirse para hacer gárgaras del elixir espirituoso que nos donó Gaia a través de Pangis –Oh, divina reina dragonil de los Guardianes de Gaia–, en la última convocatoria a la asamblea de los volcanes de nuestra zona ecuatorial, ¿imagino, joven aún, que debes de tener una reserva del líquido del multiverso mágico embodegado, o no?… Que recién te acuerdas del elixir, que lo tienes todo a tu disposición, entonces estás hecho almita de Gaia. ¡Vaya cogorza bendita y sin resaca que vas a agarrar! Yo voy a traer de lo poco que me sobra para acompañarte en el ritual de la expulsión de la muela del juicio, es momento de escanciar mis reservas hasta el concho, presiento que voy a re-abastecerme del elixir ya mismo, respiro en el aire el advenimiento de la convención milenaria con los Dragones de Gaia, se acerca a aletazos uniformes del comandante Aleph Dark.

–O sea que me vas a acompañar en el dolor hasta que se rompa la noche y los dragones de oriente incendien el pajonal al alba, así se habla Taita Chimborazo… Voy por lo mío y tú vete a por lo tuyo, aquí nos topamos en breve. Me amanezco, Taita… ¡Me amanezco!

Quedó atrás la medianoche y, Taita Chimborazo, se ve metido en las gárgaras que vinieron a ser preámbulo cómico antes de la cosa en sí.  El condumio del ritual son las abluciones de mente y materia con el elixir de Gaia. A la verdad, no está metido en esto únicamente de puro comedido y gracioso, es auténtico placer hacer de instructor personal y que por imitación se anime el Cotopaxi “a sancochar de raíz” la muela en cuestión al punto que se insensibilice y ablande lo suficiente para que de repente surja el tremendo estornudo que por inercia eche afuera el objeto del suplicio del doliente. Se guarda de avisar al otro de que le sobrevendrá  tan repentino como potentísimo estornudo tectónico, el proceso tiene que fluir natural y que conforme avanza sea ocasión para el encuentro intervolcánico atento con el coloso que presume de tener la mayor reserva de poder de fuego, acá en las entrañas de la mitad del mundo de occidente continental.

–Oh, dragones divinos, inolvidables Aleph Dark y compañía festiva, cuánto los recuerdo y aprecio ahora que exprimiré hasta el concho el elixir de Gaia… Oh Pangis, dragona portadora del sagrado encargo del que me había olvidado, desconociendo sus cualidades por simple negligencia. Oh, elixir de Gaia, que no prescribes en el tiempo y estás a punto de manjar milenario espirituoso en boca. Mira tú por dónde vengo a trabar una cogorza del padre y señor mío a cuenta de la muelita que ya va sancochándose de raíz como bien anotaste, magnífico Taita Chimborazo, era el paso previo para hallar alivio y solaz en la noche lunática e impoluta que empiezo a gozar tal cual lo hacía en la niñez cuando surgió la gran floración en estos pagos, el portento natural que puso colores y perfumes embriagantes a un paisaje vegetal pálido e imberbe que venía mustio, gris, ¡qué explosión de fanerógamas fue aquella que pintó la infancia! Así, limpiando el gaznate y sosegando los nervios de los múltiples conductos de la muelita fastidiosa, ¿quién no se vuelve juicioso? Me amanezco, Taita. ¿Qué me dices, acolitas? Si te hace falta más elixir yo poseo de sobra para compartir contigo cuando gustes.

Taita Chimborazo, se contagio del recogimiento aristocrático del joven Cotopaxi, son dos entregados a la psicoprofilaxis que es la poesía lunática rezumando de los pajonales descendiendo a las delicias que proveen los valles interandinos a la mega-fauna rumiante, ya en reposo nocturnal. La libación del elixir provoca melodiosas vibraciones, suscita silencio filosófico y soledad divina, nada más lejos de expansiones estridentes de ebrios alucinados. El Cotopaxi pasó de las gárgaras explicitas del inicio, que fue una suerte de broma compartida con su tutor, a cometer abluciones rítmicas que dispersa el elixir en los conductos de la pieza rebelde y por añadidura fluye el grueso del valioso líquido en la  intrincada red subterránea de canales lávicos, haciendo una limpieza idónea hasta el origen del complejo sistema eruptivo del volcán.

El silencio de la noche estrellada se va apagando junto al efecto monocromático de Selene encendida, la amplia visibilidad ambiental del páramo cede a los incendios de los dragones diurnos de oriente, la alborada entra con el trino de jilgueros de altitud entre vapores y perfumes almibarados, picantes, del rocío bañando verdiamarillo pajonal. De repente, irrumpe en la melodía alada del amanecer el gran estornudo tectónico del volcán Cotopaxi, la muela peleona salió disparada a la estratosfera pero la gravedad detuvo su viaje espacial y la mando de regreso aterrizando en caída libre con estrépito. Taita Chimborazo, supo de inmediato que se había dado el acontecimiento esperado en medio del delicioso letargo en que lo había sumido el sol naciente.

El volcán Cotopaxi, que se hallaba sumido en sabrosa vigilia, activó la alerta ante el estremecimiento que se produjo desde los cimientos de su ser volcánico; a no dudar fue el salvaje estornudo que le vino de súbito lo que lanzó algo suyo, muy suyo, por los aires. Al escuchar el impacto de una roca hundiéndose en algún lugar del arenal que circunda las estribaciones limítrofes con sus glaciares, constató que había volado la muela del juicio. No cabía de gozo al enterarse que se libró del problema en un suspiro y sin que haya previsto esta situación sublime, vaya que la cosa no se quedaba en “sancochar la muelita”, como aconsejaba Taita Chimborazo –mostrando su lado humorista–, sino que en realidad lo que proponía era la expulsión aérea del diente rebelde.    

Tras el sol naciente no hubo helada mañanera y el joven Cotopaxi vislumbra que disipada la niebla habrá límpido cielo celeste arriba de los valles cálidos y altiplanicies templadas de la serranía. Los picos andinos serán pinturitas indelebles en su memoria mágica, esto después de que en un instante de los incendios del alba estornudó con tal fuerza que se rompió el exquisito arrobamiento que lo arrullaba. Para él no había la expectativa de ver brincar a la muela en el claro de luna nocturnal ni al amanecer, y por ello el sacudón lo conmovió aunque se perdió el espectáculo visual porque la niebla lo impidió, en todo caso fue un suceso sonoro y chispeante el choque de la pieza contra el suelo volcánico, asumiendo que se clavó en algún punto de sus estribaciones menores. Una vez que se disuelva el mar de nubes que se suspende volátil cubriendo su masa estrato-volcánica, tapando la visión de los arenales y páramos que lo rodean, se sabrá cuán grande es es el diente y su secuela del impacto y cuán lejos fue arrojado de su cráter escupidor de magma.

Taita Chimborazo agotó sus reservas del elixir porque la ocasión vino propicia para ello, está en paz con la dosis recibida y también contento de no haber requerido de echar boca de las copiosas existencias del Cotopaxi, pues, no va por la vida de ansioso. Además, esto de gastarse lo suyo a tiempo, lo coloca en mejor disposición ante la próxima visita del milenio de los Dragones de Gaia, no lo quepa duda de que la convención de dragones en la mitad del mundo del altiplano andino va a reventar en un encuentro aún más celebrado que el vivido en el milenio inmediato anterior, cuando tenía un sobrante del elixir que aumentó sus reservas sin que se haya propuesto acumularlas.

– ¡Me amanecí!, Taita Chimborazo, me amanecí en libación celestial. Se ha renovado el tuétano de mis conductos lávicos; he limpiado mi mente y materia pasando por el guargüero,  sin desperdicio, hasta la última gota del elixir de Gaia. ¿Dónde estará la muelita? No tengo cabeza para buscarla… Ayuda con tus ojazos de alcance telescópico y de gran angular trescientos sesenta grados, a rastrear la pieza disparada por arte del estornudo salvador que arribó como todo lo memorable, intempestivamente. Imagino que habrá que bautizarla, ponerle nombre, tal como es la tradición ancestral de los nuestros cuando un fenómeno orogénico nos despierta el alma y remece la materia de la que estamos compuestos, ¿o no?

Taita Chimborazo hizo cálculos mentales valiéndose de la experiencia de sus oídos receptando  ondas sónicas, y clavó sus ojos en las faldas sur-occidentales del joven Cotopaxi, siguió la pista por la cañada humeante, recién abierta, que se dirigía al arenal de los glaciares bajos del volcán y ahí estaba la muelita reluciendo cual joya orogénica color miel parda. “¡Fascinante!”, vibró en sus fibras íntimas. Al pie del joven Cotopaxi, demasiado cercana como para desarrollarse a la manera del gigante en el que se convirtió el Carihuairazo, yacía una muela encantadora, apacible, hecha y derecha. “Y así se va a quedar”, volvió a vibrar para sus adentros.

–Joven aún, mira junto a tus pies sur-occidentales, es toda una figurita digna de la hermosura terrenal de Gaia. Resplandece, no hay dónde perderse, ¿la ubicaste?

–Pero qué cosa fenomenal resultó mi muela del juicio, vendrá a ser relajamiento involuntario de mis ojos. Y has pensado en algún nombre, Taita…

–Es tu opción y privilegio, no el mío. Yo le chanté a mi monstruoso diente el primer nombre que se me vino como un rayo, cual inspiración del fuego planetario.

– ¡Morurco…! Ya está consumado tu bautizo, diente mío: tú nombre epiceno y orogénico es Morurco.