Barranco Encantado

 

 

La meteorología de orilla isleña permitió en lo alto del Barranco frescura y tibieza, sol y sombra moderados, brisa que enfundándose en ligero rompevientos era arpegio de guitarra flamenca. Me acomodé al amparo de uno de mis miradores preferidos de aves, donde yace fiel el inconfundible palco unipersonal, tipo perezosa pétrea, de cara a la roca pulida color melcocha y extraplomada que cuelga del vacío -ya sinfónico, ya metalero, dependiendo de las mareas- del piélago. La isla y el océano abrazándose o rechazándose conforme a los designios de la Luna. La plancha a mis pies invita a aves viajeras de orilla a posarse haciendo un alto y descansar de su trajín aéreo, aquí he visto a piqueros de patas azules y piqueros de Nazca compartir su espacio e ignorándose en paz, y en aras de saborear de nuevo si no aquella experiencia una flamante que aprovecha de la posibilidad de avanzar a Piedras Negras. No hay tiempo perdido cuando el cielo, el mar y la tierra se juntan para que la gaviota tijereta, Creagrus furcatus, haga magia con el aire que la sostiene en levitación frente a los sentidos del espectador que se nutren de ella. Después fue descender cargado de imágenes aladas al llano manso y seco de Playita Lobería.

La gaviota tijereta, es una de las dos especies endémicas de gaviotas de Galápagos, y ha venido siendo parte de la acción re-generativa de este caminante en la Isla de San Cristóbal. El encanto del Barranco viene de haber experimentado las distintas estaciones existenciales de la gaviota tijereta, de cola cruzada por sendas plumas negras y lunares blancos, de anillos rojos que envuelven y hacen fascinantes sus ojos de chereco. El otro espécimen endémico es la gaviota de lava (Larus fuliginosus, foto primera en el carrusel de imágenes del final), que no es propensa a las multitudes colgando de laberintos pétreos, y avistar a la gaviota ceniza pescando en Playita Lobería fue una suerte de hallazgo aupado por la grave presencia del pelícano café que no estaba para festejos humanos. Viajar a Puerto Baquerizo Moreno (Isla San Cristóbal), es renovar el ritual contemplativo de subir a discreción al magnífico mirador de aves de orilla que es El Barranco y de ahí bajar, por inercia, al reino lávico de Piedras Negras, al sitio que guarda el silencio de grandes machos solitarios de iguana marina tendidos al sol en rocas grises moldeadas por la erosión, la escultora del tiempo.

Hablamos del pequeño acantilado que se abarca de un golpe de vista, que es un mundo que gira sobre sí mismo tal como otras huecas mágicas que hacen el naturalismo de andar y ver a través de Isla San Cristóbal. El Barranco, sumado a Piedras Negras, es matriz del instante que trasciende a jardines virginales de mar adentro y a tierra salvaje perfumada por súbditos del bosque seco que cubren colinas estratovolcánicas, allá donde anida la Fragata Real. El Barranco, es el mundo vertical de la gaviota tijereta que copa la mayor parte de espacios sombreados y nivelados de la pared irregular, abrupta, que forma el conglomerado de rocas lávicas superpuestas y yuxtapuestas, alzándose sobre el lecho de orilla. (Acá, las iguanas marinas, muestran lo útiles que son sus garras -curvas y afiladas como garfios- para incrustarse en  los agujeros de las rocas y literalmente descender de cabeza, cual gekos libres de vértigo). Múltiples refugios ofrecen los resquicios y mínimas repisas de la barrera gris que luce mansa y altiva con marea baja, mientras que la marea alta es una batidora de olas encrespadas salpicando de agua y espuma marina el filo del mirador personalizado, mudable.  Los observatorios de rigor del instante del Barranco, son de esos que sirven para acomodarse en modo siesta de ojos abiertos, de ojos atléticos. Qué ergonómicas vienen las perezosas pétreas dispuestas en escondites sobresalientes, son trampolines al azul de la masa oceánica que se pierde en nebuloso horizonte metálico.

El tránsito obligado por playita y ensenada Lobería, antes de subir al acantilado, trajo la percepción de que los lobos marinos y sus retoños están de regreso a copar estos lares de postergados eventos surfistas internacionales. Por añadidura, tuve fácil la visión de dos juguetones cucuves de San Cristóbal, un manjar dado en el paso de los cangrejos ermitaños y el esqueleto vegetal de lo que fuera un mangle patrimonial de avanzada, sorpresa agradable puesto que son aves escasas, o sea en  peligro de extinción, y fue la primera vez que los topé en la línea costera al sureste de Puerto Baquerizo.

Las gaviotas tijeretas, –a finales de octubre del año corriente–, se hallaban en época de anidación. Es manifiesto el coraje, celo y solidaridad entre los individuos de ambos sexos para cuidar el futuro de la especie, se encienden las alarmas con el chillido y repiqueteo de picos característico cuando advierten seres extraños a su hábitat (humanos) traspasando su zona de seguridad, y se vuelve un alarido estridente si merodean las fragatas en pos de bocados fáciles haciendo honor al sobrenombre de piratas, esto último debido a su voraz y oportunista comportamiento alimentario estando en la cima de la pirámide de la avifauna galapagueña inmersa en la lucha de las especies. Las parejas de gaviotas tijeretas se relevan cuando de trata de enfrentar y alejar a las aves piratas, así no dejan abandonados su nidos, también se unen con otros individuos y salen en escuadrilla a darle la cara al peligro. Este es el mundo frágil de la gaviota tijereta, he tenido la suerte de presenciar en distintas fechas su ciclo vital, a saber: temporada de incubación, temporada de eclosión y temporada de cría de los pichones.

Bajar calmoso, por amigable gradiente, a la orilla acotada de Piedras Negras, es ir al encuentro de ensimismadas iguanas marinas, respetables machos que ocupan tronos territoriales en sus castillos de orilla oceánica. Al cabo no pararon los piqueros de Nazca, los vi alejarse conformando un escuadrón de vuelo bajo y orillado; los piqueros de patas azules tampoco estuvieron para el retrato frontal y nítido de acontecimientos pasados, volaron por encima de mi testa y yo volé en modo reorganización retrospectiva ubicando a ambas especies en los puntos en los que capturé sus imágenes. La franja de la escénica soledad de las iguanas aristócratas no falla, si no se llega al lugar permanece invisible entre murallas grises y cascadas de molones fruto de fuego telúrico remoto, una vez dentro cobra vida zoológica el paisaje precámbrico. Cada iguana es una isla avivando, coloreando, la cálida piedra que la sostiene.