PASOCHOA

 

La reserva biológica del bosque Pasochoa es un mínimo remanente de la selva primaria andina que hace apenas un siglo copaba la denominada, en nuestros días, Avenida de los volcanes. Rumbo a la arista cimera de la caldera del extinto volcán Pasochoa, se asciende a través de escalonado y serpenteante sendero que se mantiene despejado por el personal del parque, de no darse la limpieza oportuna del túnel arbóreo se cerraría al paso humano por las especies vegetales endémicas que forman una barrera tupida de selva. Sin el sendero no se accedería al pajonal de superpáramo que trepa por el filo del magnífico abismo verde de la caldera apagada del volcán Pasochoa, donde una extensa y fatigosa trocha se abre paso empinándose más conforme se aproxima a la base del diedro de la pre-cumbre que hay que escalar antes de coronar la roca cimera.

La ascensión del bosque primario andino que precede al pajonal de superpáramo, constituye solo una cuarta parte del dilatado y sinuoso camino a la cumbre máxima del Pasochoa. Si el ascensionista sube liviano —estilo alpino— tardará  una hora más o menos en superar este primer trayecto, así podrá calcular que le restan tres horas y pico para hollar el diedro cimero, y si cuenta con viento en popa para el retorno hará menos de dos horas a los predios de los guardianes de la reserva. Caso contrario, si va a ritmo de filósofo embebido en los aromas y trinos silvestres del claroscuro túnel vegetal, haría más de dos horas (digamos que redondeando podrían ser tres) hasta dar con el abismo verde de la caldera apagada del volcán. A saber del caminante sujeto a una jornada calmosa de bosque andino, la mañana y tarde están hechas para el contraste radical con las aventuras del montañero y/o filósofo de la altitud emperrado en hacer cumbre o nada. Así fui por esta salida de engorde otoñal, rumiando que a semejante tranco de ensimismado quelonio me esperaría una sufrida ascensión cimera de nueve horas y, por añadidura, el temible descenso que dependiendo de la meteorología puede llegar a ser un suplicio inolvidable, esto último estaba dentro de las posibilidades que sumadas hacen un imposible, puesto que me acogí al derecho inalienable de hacer una salida de engorde porque ya el otro, el montañero, a tiempo y repetidamente hizo la cumbre del Pasochoa en aras de que a futuro me dispense de acciones  extremas en este animal andino, y esto porque estoy en plan de cosechar recuerdos de los instantes cimeros de aquel conquistador de lo inútil. No extraño a la cumbre máxima de la “Montaña de barro”, no se extraña lo que uno carga  adentro y que es un resorte que dispara de repente cuadros recolectados bajo el influjo de los cielos de Albertina, la cóndor sobreviviente que fue una realidad del montañero entre las nubes de los altos andes ecuatorianos (la que pasó a ser parte del libro ucrónico De montañas, hombres y canes.)

Emergiendo del túnel vegetal con tiempo para solazarme tumbado en el tibio lecho del pajonal de mediodía que no calcina con el sol de lluvia, estoy transitando por una semana otoñal en la serranía. Apenas la semana pasada cundía amarillento veranillo y la sequedad abrasiva que clava alfileres ultravioleta en la testa de los desprevenidos; sin embargo, ahora es fácil intuir que va a desatarse tempestad postmeridiano en la cumbre y a media tarde caerá fuerte aguacero en el valle interandino de Chillos. Con el tiempo a favor, puedo tenderme en el pajonal, despreocupado porque habrá un retorno continuo, manso, amparado en la sombra fresca del túnel vegetal de sendero húmedo, de tierra negra saponácea atravesada por las raíces del bosque obsequiando figuras de fantasía al son del lamento existencial de invisible pavo salvaje. Los escalones naturales de raíces zigzagueando a lo largo y ancho del sendero, los canales de arcilla cubierta de musgos y líquenes no serán un agravante como lo fueron en retornos mojados de los diedros cimeros de años idos, cuando no era papaya el descenso por la mancha de bosque de suelo jabonoso acarreando agua lluvia. El mismo bosque andino que me sirve sus aromas de menta silvestre y otras finas yerbas en un menú largo y estrecho para degustar lentamente, en otra hora fue una cuesta abajo tormentosa por inercia y gravedad de piernas a punto de calambres y de mente adormecida por la extenuante jornada de ida y vuelta a las rocas del Principito.