Flores andinas

 

Llegando a la casilla de ingreso al Parque Nacional Antisana, me detuvieron sendos conos rojos con el letrero de que no había paso por la coyuntura viral del Homo sapiens enmascarado y sujeto a semáforos y control político y policíaco por doquier. “Entonces, no hay manera de avanzar en esta despejada y radiante mañana de fines de julio”, dije en alta voz más para mi capote que dirigiéndome al joven guarda-parques que sintiéndose aludido quiso remediar en algo mi temprana decepción indicándome que de regreso podía desviarme de la ruta a Pintag y girando a la izquierda, antes de la grandes minas de material pétreo volcánico, debía seguir la vía al Carmen, “allá tiene bonitos miradores del volcán, si era eso lo que buscaba”. Nada sustancioso que replicar, di la vuelta a Rocinante y despacio me enfilaba a la recomendación de ir a ver la figura del coloso andino en modo estático, y así no viviría la experiencia de vagar por la montaña en soledad radical. Me resistía a la idea de no andar y ver, qué clase de programa es visitar el superpáramo únicamente para lograr una fría y triste instantánea del volcán con Rocinante caliente y estacionado a mi costado, listo para huir a galope tendido a por lo sano, a por balcones del silencio natural que pongan la mínima distancia con los miradores que invitan a parlotear. ¿Miradores a mí, desde cuándo te contentas con migajas al filo de la carretera y de cunetas coloreadas por plásticos? Has de saber ya que eso es pasar de la montaña sin sentirla dentro del “intrépido expedicionario”, lo que propones es ahondar el vacío que deja el haber desperdiciado la mañana propicia para perderse en lomerío vestido de pajonal y surtido por vertientes de agua deliciosa y melódica bajo el influjo del gigante Antisana y el encanto lacustre de las ondinas danzantes de Mica Cocha. No iba a apearme de Rocinante sino era para fundirme con el asombro que provoca la montaña salvaje, y tardé nada en descubrir que tenía a mano el Antisanilla y sus flores y lagunas. ¡Hecho!

A occidente, contiguo al Parque Nacional Antisana, se encuentra la reserva de amortiguamiento ecológico Antisanilla. Bajo las murallas del Isco, la quebrada homónima recoge el agua dulce del superpáramo y abastece las lagunas de Secas y Tipopugro represadas entre colinas pétreas que son fruto de la acumulación de escoria volcánica, esto debido al flujo de lava acaecido promediando el siglo XVIII desde el subsuelo magmático y no por obra de una erupción del cráter del Antisana, así tenemos estratos de caprichosas rocas cenizas que son parte del paisaje y contrastan con el remanente colorido y fresco de ecosistemas de páramo que albergan a supervivientes de cóndor andino (Vultur gryphus), el cual, de símbolo patrio de mirada altiva y vuelo majestuoso pasó a ser especie en peligro inminente de extinción. He aquí la paradoja humana de exterminar al ave concreta que está estampada en el escudo de la bandera tricolor que nos enseñan a glorificar a punta de tirabuzón desde el primer año de escuela primaria, la contradicción viene certificada por la exigua población nacional de cóndores, se asume que hay alrededor de 120 a 150 especímenes cuando otrora, hace apenas poco más de un siglo, al viajero Whymper no le faltaba ocasión para toparse con estos sobre la marcha, y en bandadas, siendo una especie presente en todos los hábitats de los altos Andes del Ecuador.

Colindando con terrenos que dejaron de ser prístinos, quemados para que avance sin tregua la producción agrícola y ganadera, uno tiene la suerte de estar inmerso en los prolegómenos de la mancha de pajonal, vegetación leñosa y herbazal de páramo del Antisanilla, esto frente al tupido bosque primario del los farallones del Isco festonado con chorreras y bosques frondosos en transición al gélido clima del volcán Antisana. Esto es rodearse del aroma espeso y reconfortante de fanerógamas de la flora endémica y nativa de la zona, es llenar cuerpo y mente con las formas que dan pábulo a la imaginación, a dioramas de ensueño de colibrís nectarívoros y de osos de anteojos vegetarianos –Tremarctos ornatus– beneficiándose de flores turquesas, las favoritas de su dieta, saboreando el fruto jugoso de achupallas (Puya aequatorialis) que de una penca se levantan verticales proa al sol ecuatorial alto-andino a tomar baños de vitaminas.