Puerto Chino

 

La playita de arena fina en la bahía de olas rítmicas de Puerto Chino, vino después de visitar la Galapaguera de Cerro Colorado y ser privilegiado espectador del acontecer semisalvaje de los individuos adultos de la especie endémica de tortugas gigantes de Isla San Cristóbal, Chelonoidis chathamensis. En el centro de crianza David Rodríguez, se observa ya en reposo, ya deambulado en el bosque seco, a los especímenes destinados a la reproducción dentro del coto de Cerro Colorado. Acá se hace realidad el proyecto de conservación de la especie, se levanta  a las camadas que nacen en las instalaciones construidas para ese fin, los críos de desarrollan en cautiverio y no están exentos del peligro que acecha con los traficantes de especies silvestres prestos a cometer acciones criminales.   Cuando los críos cumplen los siete u ocho años de edad, habiendo sido alimentados únicamente con las plantas que brotan del bosque seco y suelo semidesértico del hábitat primigenio de la especie, están en capacidad de sobrevivir por sí mismos a la durísima existencia en libertad. Es cuando los pequeños individuos son trasladados vía terrestre  al muelle de carga de Puerto Baquerizo, y de ahí transportados en lancha rápida al otro extremo de la isla oblonga, a 60 kilómetros al noroeste y soltados en la galapaguera natural; no obstante, siguen bajo el cuidado de guarda-parques, veterinarios y científicos del PNG (Parque Nacional Galápagos). Se estima que en la galapaguera prístina del noroeste, medra una población saludable pero todavía pendiendo sobre la especie la espada roja de la extinción.

Saliendo de la galapaguera me quedé con los trinos de copetones, pinzones y el solitario ruiseñor –cucuve– que tuvo a bien mostrarse en un segmento de suelo barroso pisoteado por la  pareja de tortugas en estación de apareamiento. Caminaba por la vía asfaltada que descendía al mar flanqueado por tupido bosque seco de orilla. La brisa trajo la ocasión para hacer  –desviándome apenas de la carretera–  la visita prometida al Faro de Cerro Colorado, que se alzaba altivo en la cima de la colina que caía abruptamente a la llanura boscosa paralela a la línea costera noreste, tenía 360 grados de paisajes desde el mirador. Abajo, alegre cuadrilla de trabajadores del PNG se hallaba en los alrededores sembrando plantas de la especie vegetal endémica de San Cristóbal, Lecocarpus darwinii, de la familia del girasol, con el fin de recuperar sus fragantes flores amarillas en la zona. Acá, el gran angular humano tenía un panorama inédito de Puerto Chino y sus cercanías. La playita artesiforme de arena suave y cremosa, sin obstáculos y franjas pétreas transversales, era un remanso escondido de olas turquesas; era un abrevadero a mano del condumio del tiempo, cerrado a los costados por campos de piedras negras que hacían presentir barrancos inaccesibles. Volviendo los ojos al Cerro Gato, y al cráter de la laguna El Junco que guarda un ecosistema cerrado de agua dulce siendo el único reservorio natural del archipiélago, constaté que la bruma y la garua no daban tregua allá arriba, en la cota de los 700 msnm. Calculé que en línea recta, trazando una perpendicular desde el faro, habría una distancia menor a seis kilómetros hasta el borde del cráter o el punto herboso que ha servido, en horas de esplendor lacustre con el  sacudir de alas de la fragata real, para avistar a discreción la ensenada de Puerto Chino, como si fuese un haz de luz enquistado en la inmensidad gris de la franja rocosa de orilla. Mientras en El Junco reinaba la soledad y el silencio de la fauna y flora de laguna volcánica tropical beneficiándose del sudor tibio de las nubes, acá abajo primaba el calor festivo aupando la jornada de playa.

Las lindas lagartijas de San Cristóbal asomaban remolonas tomando baños de sol, vitaminas, en el piso elevado del sendero y en los puentes de madera abriéndose paso por el bosque seco surgiendo del flujo lávico color miel, las rocas sueltas daban la impresión de un terreno arado por gigantes. Al final del camino elevado tres lobos marinos durmientes bloqueaban el acceso a la cálida y fina arena de Puerto Chino, asunto que fue fácil de resolver desviándome unos metros  a la derecha. La bienvenida lobuna fue el preámbulo de atravesar la playita –un goce lento y distraído–, salpicada por grupos familiares de lobos marinos bañistas mezclados con piedras salientes redondeadas que hacían de almohadas o cosa parecida. De aquel paraje zoológico de ensueño solo fui parte yendo y viniendo del promontorio de rocas que, además de constituir un regio balcón de lejanías es parador intermitente de aves de orilla, como la fragata real hembra que otrora hallé embebida en su  largo ritual de acicalamiento y de secado de alas, digo esto último como la una cara de realidad de entonces, a la verdad  es la otra cara la que tengo clavada en la mente, aún veo a una hermosura alada en letargo o mejor dicho en trance cósmico. Esta vez, haciendo la vuelta al promontorio, tuve el momento justo para congelar imágenes de un trío de piqueros azules, fue el plato principal en lo que concierne a la avifauna de Puerto Chino, esto antes de que me tiente la plataforma inclinada de lava, ofreciendo irrechazable perezosa con panorama exclusivo al sur de la orilla rocosa. De este lado, el mar de oleaje bravo golpeaba la costa suscitando aires de un paisaje antediluviano tan cerca, solo separado por el promontorio, del espacio manso y jovial de los lobos marinos playeros. Los lobos marinos medraban en su galaxia y el bípedo contemplativo en la suya. Más tarde alzaron vuelo la familia de piqueros azules, los vi irse hacia el sureste, me dije que habían tomado la corriente aérea que iba con dirección al Jardín de Opuntias, Piedras Negras y el Barranco Encantado. No perdí la refrescante figura del trío cuando me moví de la caleta, sin más adornos que la negritud de las piedras lavadas por el océano, para regresar a Puerto Baquerizo vía El Junco que cursando la tarde se mantuvo ensimismado entre niebla y lluvia.