Galápagos de Isabela

 

Fui testigo privilegiado del pastoreo ancestral de tortugas gigantes. Saludables y mansos quelonios dispersos en verde alfombra movediza de humedal, gozando de una pinturita de pampa circundada por bosques de manzanillo y teniendo como techo el cielo celeste de noviembre matizado por nubes volanderas. Qué de cuadros frescos capturé con la clásica y descontinuada Nikon D80, ya sea bajo la canícula de cielo abierto o mejor aún desde la sombra arbórea amparándome en su frescor. Y las criaturas tomando suculentas briznas de yerba, o refrescándose hasta el caparazón en charcas de piso arcilloso. De repente las tengo enfocadas clavando el pico en aguas turbias que al cabo son suficientes para que se abreven con largueza cual gruesas mangueras de succión. Una vez saciada la sed, ciertas tortugas gigantes sueltan estruendoso eructo con el fin de expulsar partículas atascadas en su cuello extenso de reptil, cuello que culmina en la cabeza escamosa que podría ser la de una anaconda.

Es un lujo integral, de cuerpo y mente, contemplar pastando a las tortugas gigantes en humedal, me refiero a especímenes de la Chelonoidis vicina y Chelonoidis guntheri gozando de escondido remanso aledaño al camino del Muro de las Lágrimas. Este refugio de vida salvaje está ubicado al sur este de la isla, a menos de cuatro kilómetros de caminata desde el parque central de Puerto Villamil.

Isla Isabela, a más de mil kilómetros de distancia del continente ecuatoriano, apenas tiene algo como 800.000 años de vida terrenal desde que emergió en el océano Pacífico para ser el 58% del territorio terrestre del Archipiélago de Galápagos, producto de la erupción de volcanes submarinos. La corta edad de Isabela no impide tener en ella encuentros cercanos con fauna que data de eras remotas, como las tortugas gigantes, siendo una suerte de viaje en el tiempo para aterrizar  a cien o doscientos millones de años ha en el planeta Tierra.

Acá se gana eones en soledad radical, nos igualamos con especies antiquísimas frente a la reciente aparición planetaria del Homo sapiens. Estaba inmerso en un campo redondeado cubierto de verdes matas y cercado por espeso bosque de manzanillo de ramaje artrítico (especie dueña del fruto homónimo que es tóxico para los humanos al grado de que su alias es “árbol de la muerte”; no obstante, el manzanillo, es parte de la dieta vegetariana de las tortugas gigantes). Allende la sensación de haber cruzado el portal siglo XXI, rumbo a paisajes antediluvianos, percibía intermitentes y atenuados aullidos y carcajadas humanas —esto merced al filtro acústico de la barrera vegetal— , se trataba de turistas a pie o en bicicleta transitando por el sendero regular que tiene como tope la explanada de Colina Radar, que guarda todavía parte del muro que representa el infierno que sufrían los convictos de la colonia carcelaria que funcionó entre 1945 y 1959, muro que paradójicamente hoy es parte del catálogo de recursos turísticos del Archipiélago de Galápagos.

Un paraíso zoológico exento de animales ponzoñosos, también es presa de lo feo sintético que aflora así sea para hacernos de la vista gorda, en el remanso pude detectar ralas sogas raídas colgando del ramaje y ralos bidones de plástico azul o amarillo, suficiente para que si no ponemos distancia visual sea una mancha de espantoso fulgor en el ambiente prístino. Esos contenedores indicaban que podrían ser guarda parques quienes los dejaron botando, pero se supone que ellos no dejan abandonando semejante basura… entonces vienen ideas e imágenes horripilantes de lo que podría ser la causa de esos desperdicios humanos, o sea lo peor: muestras del paso de cazadores furtivos y/o traficantes de especies salvajes. Si fuese así, no sería nada nuevo en la actualidad de la mega-máquina Antropoceno donde, parafraseando a J. Montalvo, ni el ave Fénix se libraría de ser desplumada por el bípedo implume.