He leído a gusto está novela, y fascinado por su contenido dentro de la lectura lenta y del subgénero literario que me apetece echarle el diente. Es tema de mi predilección eso que el pensador residente de lujo en la tropical isla Puná, Venancio Bote Arauz, ha denominado “Ciencia Ficción Filosófica”. No me quepa duda de que siendo lector de autores de talla galáctica como S. Lem, he afrontado las verdades recónditas de mi propia existencia, embarcándome en odiseas a través de la mente. En el ensayo de Venancio Bote Arauz,  A qué llamo Ciencia Ficción Filosófica, he encontrado manifestaciones peculiares como la siguiente: “Paso de la bazofia futurista o ciencia ficción prosaica plagada de seres extrasolares que proyectan antropocentrismo hasta la médula, resulta que los alienígenas son tan decadentes como el Homo sapiens actual, y, por añadidura, muchos de ellos son diseñados a imagen y semejanza de los tantos insectos diminutos terrenales, que sirven al celuloide para crear monstruitos a granel, en aras del entretenimiento de masas enajenadas, de individuos que han perdido la capacidad de imaginar por sí mismos, esclavos posmodernos que progresan en la matriz de procread y multiplicaos en la estupidez artificial”.

El Homo aerius se ha radicado en las alturas alucinantes de torres animalistas, allá en Valle del Silencio, que es a la postre la única megalópolis homeostática de su civilización en el planeta Tierra, donde la ausencia del Homo sapiens ya es eónica. Aquí, al pie del extinto volcán Ilaló -que apenas alcanza los 3200 msnm, pero su regordeta mole geológica divide campurosos valles andinos y por sus costados vuelan aeronaves para aterrizar o alejarse del aeropuerto internacional de Tababela-, imagino la colosal talla de las torres de Valle del Silencio, pues, parten de una meseta o base montañosa a 3200 msnm, elevándose 2000 metros sobre la plataforma, sobrepasando así los cinco mil metros de altitud. La megalópolis del Homo aerius, conforma una suerte de murallas kilométricas que comparativamente hablando estarían por encima del Macizo del Pichincha, formando un rectángulo animalista alucinante, encerrando a los mil doscientos kilómetros cuadrados de prístinos ecosistemas de Valle del Silencio, que vendría a tener una similar extensión a la del cantón Zapotillo -fronterizo con el Perú- de la sureña provincia de Loja. Esta megalópolis lo es por sus formas colosales más no por la cantidad de sus residentes, cuenta con quinientos mil habitantes y, cada Homo aerius, vive en radical soledad ocupando una planta de dos hectáreas en su torre animalista que, en el caso de Palamedes, se denomina Cachalote.

Palamedes, habita el ático del Cachalote, ocupando las dos hectáreas de su planta elíptica vacía de objetos permanentes, circundada por altos ventanales que están a 5200 de altura. “Vaya minimalismo extremo, un paraíso de la soledad y silencio urbanícola… Me hubiese encantado que Palamedes me invoque a mí como lo hizo con el doctor Pacchi”, me dijo Venancio Bote Arauz, con verídica gana de que su espíritu sea convocado a la altura abismal del ático del Cachalote. Me río porque Venancio no conoce lo que es la vista desde la cima de una montaña, ni siquiera se ha subido por sus pies a una loma respetable cualesquiera, eso sí al residir en una isla tropical, donde se forja la cotidianidad del sujeto de la experiencia, no tiene ojos, ni olfato ni oídos al devenir del común citadino, y tan cerca de la pujante ciudad porteña de Guayaquil.

[Olegario Castro] 
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