La soledad del murciélago

Para llevar a cabo la mutación definitiva, cumpliendo con lo que debía ser una salida de escena acorde con el respetable filósofo fundador del MUA (Movimiento Utopista Anarquista), se crea un ente jurídico sin pasado ni futuro, Pastor Camacho, que lo representa como albacea, el cual se encarga del papeleo de la repartición a diestra y siniestra de los bienes y cuantiosa fortuna fiduciaria del marqués. Este individuo misterioso y de cortísima existencia -quedó como visto y no visto para la posteridad, así debía de ser dentro de lo planificado por el marqués-, se esfumó por siempre jamás, tan pronto anunció la repentina partida de este mundo de su amigo y cliente imaginario. Por lo demás, Pastor Camacho, ejecutó la dispersión de las cenizas del marqués “en secreto y donde nadie las pueda ubicar”, cosa que vía telefónica y en privado comunicó al director de radio Marañón -en un tono que daba la impresión de ser un ser de ultratumba-, que la voluntad póstuma del difunto había sido consumada. 

La noticia del deceso del marqués es lanzada a los cuatro vientos desde el Domo del Panecillo, una suerte de homenaje improvisado al difunto se desarrolla en los cuartos de radio-libre Marañón, cosa que agradece la audiencia noctívaga porque es lo que busca en la “programación anarquista” que se brinda a los lechuceros, y que pasada la media noche se extiende hasta los albores de la mañana naciente en las faldas del Rucu Pichincha. 

Así como el montaje de la desaparición del marqués se efectuó con la precisión, silencio y suavidad de un reloj suizo, la transmigración al murciélago se activó con similar talante en el palacio de Guápulo. El patrimonio cultural y arquitectónico, que el marqués heredó a inmejorables manos, lucía cual colosal monumento surrealista, aupado por la luz de luna bañando de sobria soledad sus instalaciones y contornos. Apenas el murciélago escucha las primeras notas, del molto vivace del segundo movimiento de la Novena de Beethoven, que le llegaron a través de las ondas largas de radio Marañón, siente que el instante de partir arribó, pues, instintivamente su máquina animal se echó a volar, elevándose con la corriente aérea que lo coloca en la ruta directa de su cometido nocturnal. Vive único e irrepetible viaje de la meseta andina a la pluviselva de la cuenca baja del río Napo, tiene ante sí un reto: posarse en el higuerón sagrado de noventa y pico de pilares del segundo anillo de Pelancocha. 

[Olegario Castro]


 

La soledad del murciélago


Las ruinas de Galadriel

Kantoborgy, está a punto de ser una suerte de hombre de las nieves con tracción y agarre terrenal de un geko glacial. Por añadidura, los sentidos mundanos se van a potenciar con largueza; aguzando su vista, oído y olfato, en ese orden. Estrena la doble y única piel, se desnuda para calzarse el prototipo de traje térmico total -cual lo cubre de pies a cabeza y por las instrucciones que recibió no tendrá necesidad de colocarse botas invernales ni crampones-, que le envío el patrocinador en exclusividad de su estilo de vida, mecenas anónimo que fue nombrado como Ente Racional…

Añadiría a la leyenda de que cuando el hombre y la montaña se encuentran pueden suscitarse realidades extraordinarias, que de hecho acá se ha generado una ucronía del escalador y sus rituales de montaña. Kantoborgy, sube a las ruinas del palacio de Galadriel, para entregarse a la quijotesca velación de sus obsoletas herramientas de andinismo, era un mandato personal ineludible antes de viajar a las paredes de la locura, y hacer en solitario –libre de equipo de escalar y macuto– la nocturnal de la cara sur del Annapurna, Diosa Madre de la Abundancia.

Las ruinas de Galadriel, solo están para Kantoborgy, ubicadas en un punto de la cara sur oriental del Cíclope, el volcán Cotopaxi. Y es un espacio-tiempo para su comunión con parajes de piso musgoso, de verdes pardos y flora diminuta entreverándose con escoria eruptiva, de grises pétreos colindando con las nieves pasajeras y glaciares moribundos, frisando los cinco mil metros de altitud. Acá desaparece el valle y el sol mezquino de la medía tarde acariciando pajonales haciendo tenues olas cual mar verdín. Kantoborgy y su monólogo son envueltos por una cálida -por íntima- nube traslúcida, y medran con el espíritu del Cíclope, la manada de lobos que guardan las ruinas y el dragón escurridizo, Krizofilax Equinoccial.

[Olegario Castro]

 

Portada Las ruinas de Galadriel

De montañas, hombres y canes

Es el viaje a las montañas de Gea, de hombres y canes, repartido en once episodios con sus respectivos nombres o subtítulos. Viajar a las montañas de la soledad salvaje acompañada por  el vaivén de humores meteorológicos o elementos naturales, que desfila por todas las gamas del calor y del frío -desde el sol calcinante veraniego a temperaturas glaciales-, es sumergirse en los lugares remotos de sí mismo. Andar por los pajonales y jardines de superpáramo, trepar a los distintos niveles de conglomerados estrato-volcánicos de los picos de los altos Andes ecuatorianos, es meterse en los ámbitos del círculo mágico de Lovochancho, de Kantoborgy y sus canes que tienen de invitado a un personaje que no es andinista, que no es senderista de media montaña, y que no pretende serlo a fuerza de voluntad ni mucho menos. A Lester González, el reino del vértigo le es ajeno y su gana de experimentar lo agreste andino no le alcanza para plantearse metas mínimas de básico ascensionismo; no obstante, aprovecha de su suerte de invitado para hacer lo que le plazca en la montaña, se beneficia de que a partir del punto donde se parquea el todo-terreno de acceso a los portales de la altitud filosófica, no hay reglas ni metas compartidas por los tres amigos, cada quien se toma la mañana para extenderse en ella como a bien le parezca y a distancia suficiente entre ellos, que los haga invisibles ante el otro y si es del caso olvidarse que alguien más camina erecto por su zona de ensueño.

Los canes sacan a relucir y airear sus genes atávicos de lobos esteparios, y a ratos también se dispersan entre sí sin extraviarse entregándose a las delicias que capturan sus olfatos privilegiados,  a donde fueren sus oídos están  atentos al llamado de reunión grupal que es el silbido agudo del superalfa bípedo y con piel de humano. Por allí Pincho, tiene su página de gloria pastoreando a soberbio toro de lidia que lo embistió en las verdes colinas vigiladas por la cóndor Albertina; por allá Panda, juega entre dunas herbosas a las escondidas con el travieso dragón que no puede volar.

Lovochancho, montañero de media montaña a tres cuartos de montaña, como el mismo gusta definirse, hace sus primeros campamentos y ascensiones en solitario, sube a cumbres accesibles a su ambición de conquistador de lo inútil; son cimas que en el lenguaje de avezados y famosos andinistas sirven para las “salidas de engorde”, pero que  en él -que es lo que vale-vinieron a ser la versión de su propia “Vertiente Rupal”. Trepa a la cresta inhóspita y desolada que alberga las agujas del pico Sincholagua  y, por un instante, siente que podría ser el trampolín ideal para abandonar con ventaja los valles de la corrupción incesante de la materia, y planear cual cóndor en las corrientes de la Mente del Universo. Asciende, desde la estación ferroviaria de Aloasí Alto, a la cumbre del monte Corazón, portando pesada mochila que lo hace verse a sí mismo como un pesado galápago, haciendo kilométrica peregrinación mística del calorcito de valle interandino a las fauces y abismos grises de la cumbre gorda lanceolada, allá desencadenará a sus demonios y miedos interiores para regresar expurgado al hogar al pie del manso y luminoso cerro Ilaló. 

Kantoborgy, se prepara de mente y cuerpo para acudir a Las ruinas de Galadriel, y ahí encomendarse a su Señora antes de partir al encuentro con la Diosa Madre de la Abundancia,  en pos de lo que vendría a ser lo que es hoy, una leyenda, pues, desapareció en los montes Himalaya; sí, a mí también me encanta creer que ascendió de dimensión, al fin se transformó en un leopardo de la nieves.

Lester González, el invitado, no sube hasta donde puede sino que aprendió a bajar sirviéndose de las ganas de hacerlo por los caminos de campo de las vertientes andinas, y además disfruta vagando por los valles de la meseta andina, y ver de lejos a los solitarios gigantes de roca y nieve que despiden poesía visual; cada animal andino envuelto en su intimidad tiene su personalidad y facetas acordes a los micro-climas de sus pisos biológicos.

[Olegario Castro]
 


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Virus del Sentimentalismo

Resoluciones de vida-muerte de la medianoche al amanecer es el signo de esta novela que abarca misterio, terror cósmico, suspenso, fantasía gótica, dispositivos de ciencia ficción o algo parecido, renacimientos con los dragones de oriente incendiado el hemisferio occidental, historia fúnebre del caserío suicida afectado por el Virus del Sentimentalismo, música celestial de guitarra flamenca dirigida a extraterrestres, viajeros cósmicos, estirpes caninas, lobos danzantes… ¿qué sé yo?, es toda una galaxia de percepciones, sensaciones y recuerdos que se desarrolla paralelamente tanto en la inmensidad septentrional de las grandes llanuras de Brecha de Búfalo como en la altitud andina de la metrópoli Medusa Multicolor.

Brecha de Búfalo, es la pradera que contiene al desangelado caserío Placidville, en el que únicamente han permanecido Teodoro Morris, Ana de Cazaderos y el can Pincho. Sin embargo, Placidville, es el escenario de la bienaventurada agonía de Teodoro Morris, alias el Saqueador, apodado así por cortesía de los propios habitantes del valle de Quinara, porque tomó lo justo y necesario (“para ser de rato en rato y con cuchara agasajado por esa bastarda llamada Felicidad”) del mítico oro de Quinara, entierro incaico del que ningún otro cazador de tesoros a podido beneficiarse. Lo curioso es que existe un lindo hostal tres estrellas, bien equipado para alojar cómodamente a los entusiastas guaqueros nacionales y extranjeros que se allegan a la pintoresca urbe de Quinara a echar suerte, y realmente se divierten como niños buscando huevos de pascua en los alrededores del valle subtropical homónimo. Esto último se da debido a que reciben copias del intrincado y esotérico mapa original de la ruta del tesoro que fue donado por el mismísimo Saqueador, cual se exhibe en una urna de cristal en la amplia recepción y sala de estar y de juegos del apacible establecimiento. 

Radio-libre Marañón, emite sus ondas más que largas desde el Domo del Panecillo, puesto que según su noctámbulo propietario están de viaje a los confines del universo. Radio-libre Marañón tuvo como invitados a la herpetóloga residente en la cuenca baja del río Napo y al guitarrista noctívago que habita al pie del cerro Ilaló, José Miguel, ocupando la hectárea que heredó de lo que fue otrora una fastuosa hacienda, “La Merced”. Nadie se aburre en las instalaciones de otro mundo de la nave o estación de tránsito astral que podría ser el Domo del Panecillo —acorde con las especulaciones del afamado ufólogo azuayo que clama y desespera por acceder a esos “cuartos mágicos”, pero no le acaba de arribar la invitación prometida—. De vez en cuando oigo involuntariamente el discurso de la donosa herpetóloga, narrando el rapto de sapos y ranas de la amazonía por parte de entes alienígenas que han sido denominados Espaciales Saponáceos, o Fenómeno ES, mientras la guitarra flamenca del maestro José Miguel la acompaña con discreto arpegio de fondo.

[Olegario Castro]
 


REMOTO

De un cataclismo interior surge el gran desasimiento nietzscheano de Teófilo Samaniego, de la noche a la mañana se desprende de lo que más lo ataba en la metrópoli Medusa Multicolor. ¡Renuncio!, es el aullido que retumba en los confines de su microcosmos, y por fuerza del auténtico vividor renuncia a estar uncido al mundillo que le vendieron como el único digno de ser atendido: posgrado en Innsbruck, asenso laboral en los estratos respetables de la burocracia turística, familia adorable y fotogénica en redes sociales. Apenas ayer seguía el instructivo de posesiones y tradición acumulativa que le había sido entregado para capear el flamante siglo depredador, heredero de la excelencia para la destrucción planetaria de la centuria previa.

No había escapatoria aparente sino era en los juramentos risibles del borrachín libertario, todo él exacerbado por las melodías corta-venas  alquiladas a la rokola de Soda Bar Carrión. “¡Ya vas a ver Tronkocito Huevonazo!, sí me atreveré a prescindir de la etiqueta de joven muy prometedor que me colgó en la corbata la sociedad de termita, cualquiera de estos días te voy a sorprender con mi intempestiva erupción plínica”, me contó que se arengaba rumbo al sollozo del subversivo que ante los más era un brillante prospecto conformista, afortunado pequeño burgués de ideas avanzadas. De repente, la coyuntura citadina de la Medusa Multicolor obró como rayo iluminador de su ineludible viaje, y se mandó a mudar a Remoto, Hostería de Selva Húmeda y Lluviosa.

De todos los magníficos instantes de mi visita a esos pagos de la creación de pluviselva, donde el equilibrio de las especies reina, hay uno que me estremeció recién, por estos días. Me hallaba ensimismado a la sombra del arupo de ramaje artrítico proa al sol que se enciende en su floración de julio, vistiendo ramilletes de estambres rosados retorcidos, y vino a mí el momento del cierre del escenario de Remoto, cuando se dieron los adioses al alba y bajo el rugido de fondo de los monos aulladores, allá en el muelle artesanal de la laguna Pelancocha formando dos anillos, el acuático ocho selvático acordonado por yutzos,  que solo admite piraguas a remo que se desplazan a golpes de canaletes rojizos lanceolados.

Cuán vívido es el recuerdo que tengo del joven Teófilo despidiéndose de cada uno del grupo de naturalistas de andar y ver, al que plegué desde la ciudad Medusa Multicolor. Partimos en manada intrépidos expedicionarios y la tropa de cachimochos de hostería Remoto, estos coincidieron con nuestro viaje de retorno a la estridencia de los derivados de petróleo haciendo las delicias urbanas. Los cachimochos (como jocosamente a sí mismos se denominan en alusión a la serie de fábulas amazónicas de S. DelaCruz, El mundo de los cachimochos en el país de los coquinches), salían de vacaciones o mejor dicho venían a percudirse en las civilizaciones de humo siglo XXI. Mientras me alejaba en la estela acuática de luna del amanecer de Pelancocha, figuré las instalaciones de la hostería como una aldea naporuna vacía de gente, y a Teófilo Samaniego fascinando con la soledad radical y el silencio de pluviselva que buscó y encontró. Me he preguntado, ¿volveré a saber de los parajes míticos de la cuenca del río Napo, y de los circuitos alucinantes que programa  para el intrépido expedicionario la administración de Remoto? 

[Olegario Castro]
 

Ser mudable & Fragmentos de un Anarquista


Ser mudable

Para el Señor A, el viaje a las Islas Encantadas, vino a ser un acontecimiento pendiente que reventó tras el último encuentro con Clara en los cuartos de Café Vía Tarot, cuando se realizó la segunda develación de la pintura La Noche del Búho Argento. El Señor A, más de una ocasión se negó a atender la invitación de Clara a que visite la mansión futurista sin parangón que ella levantó en Isla Santa María. Interpuso excusas que rayaban en lo pueril; sin embargo, engañaba con su aparente negación, no era que a él le era indiferente el fascinante  laboratorio biológico que muestra el fogoso génesis de la vida terrenal y su consiguiente evolución, que en sí constituye el archipiélago (Galápagos guarda la fragilidad de un mundo endémicos en peligro de extinción por distintas causas: cambio climático, introducción de especies depredadoras e invasivas, microorganismos parásitos portados por los turistas… etcétera), por el contrario, acumulaba ganas de mandarse a mudar desde que leyó Crónicas de Islas Encantadas, lo cierto es que aguardaba el disparador interno que le diga es ahora o nunca.

De repente, es decir partiendo de la primera página, estamos inmersos en el acontecer del Señor A, ya instalado como único ocupante y capitán de Fortaleza Negra –su hogar, su nave astral – y residiendo en la isla que nos la presenta con el nombre de Floreana Salvaje, diferenciando así la dimensión en la que vive en radical soledad humana con respecto a la dimensión de Isla Santa María –parroquia con una población aproximada de 150 habitantes, bajo la jurisdicción del Gobierno de Isla de San Cristóbal– , a la que debió arribar en lancha común y corriente desde Puerto Ayora (Isla Santa  Cruz), y no lo hizo extraviando involuntariamente el itinerario normal a Puerto Velasco Ibarra (Isla Santa María), desde que aterrizó en el aeropuerto Seymour, Isla Baltra, el portal principal de ingreso al Archipiélago de Galápagos.  Tenemos a mano una suerte de bitácora del Señor A, numerada del 1 al 28 cual entradas aleatorias, sin fechas cronológicas, que relatan algo o mucho de las jornadas del sujeto del descubrimiento. Nos zambullimos en el ir y venir del “intrépido expedicionario” de la isla prístina que abre trochas irrepetibles –de ida y de vuelta–, y es cuando me siento en constante trascender por el espacio-tiempo del multiverso.

El senderista no se acostumbra a caminitos hechos, permanentes, porque cada vez está estrenando uno en medio de pisos biológicos exentos de huella alguna del Antropoceno. Es el ser mudable que acude a sus sentidos para reconocerse en un medio ambiente que cumple con surtir lo mínimo para la vida de las especies endémicas, el es un extraño moderadamente feliz porque no se ve impelido a subsistir en la intemperie, pasa de ser émulo del náufrago tipo Robinson Crusoe soñando con heroico regreso a las civilizaciones Antropoceno; él no es un náufrago Homo sapiens, él no añora a la era suya que podría ser una ficción de la matrix. Entiende que puede perderse a discreción en la contemplación de sí mismo embebido por el entorno vegetal y zoológico de sus travesías en Floreana Salvaje, no se agobia y fluye sin oponer resistencia a su senderismo en la naturaleza virgen porque el retorno a las delicias de Fortaleza Negra es lo que sustenta la aventura de la mañana a la noche. La nave homeostática es la que provee al “capitán” del estímulo y la piel para desvelar los misterios del exterior, donde reina sin amortiguadores la cruda realidad.

[Olegario Castro]
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Fragmentos de un Anarquista

 

Asimilo que los nueve Fragmentos de un Anarquista son ficciones que parten de la realidad a del señor A, o mejor aún, de su capacidad para elevarse a dimensiones que están vedadas al común mortal. Solo sé que residía en el ambiente futurista de Villa Juárez que, por lo demás, es una de las obras arquitectónicas ambientalistas de mayor prestigio nacional e internacional diseñadas por el mismísimo señor A.

Empecemos con el jocoso fragmento que revienta en diálogo existencial, entre la tortuga amazónica de patas amarillas y la rata parda. La tortuga encarna a una joven filósofa que tiene, taxativamente hablando, una vida por delante para depurar su innata vocación desde que tomó conciencia de que podía hacer de su cautiverio en Villa Juárez un espacio-tiempo fascinante, una vez que a tierna edad fue arrancada del hábitat primigenio al que no volverá salvo en sueños de paraíso perdido. De vez en cuando sufre visiones infernales con los ojos abiertos, se mira como una cosa de comer en lista de espera a ser sacrificada por el Homo sapiens, y asume que en sí este hecho no es la mayor crueldad, lo teratológico es verse anegada en la fetidez de una pocilga inmunda antes de caer en el matadero que, paradójicamente, hubiese sido la liberación del tormento de ansiar el fin. Rescatada por la providencial acción de la persona que no la quería como platillo sofisticado que provee la pluviselva, continuó su estancia terrenal en calidad de mascota y  que, al cabo, por esos ajustes del destino para que ella llegue a ser lo es, fue a dar donde el señor A, quien fue cómplice y encubridor de que además de ser un ente de largo aliento terrenal, sea un ser para la contemplación. Por otro lado, la rata parda, encarna al ser pasajero que huye para delante a base de procrear a lo bestia para la conservación de su especie roedora; sin embargo, ha sido tocada por el portento de la palabra.

Revienta un joven novelista dentro de la corriente autor-editor. Asmodeo en brisa con sus novias FB, es lanzada en distintas ferias internacionales de libros (FIL), que en realidad son ferias nacionales tipo escenarios Disney, aunque de escaso presupuesto y circunscrita a la esmirriada parcela planetaria de lectores que es el Ecuador. El novel escritor cumple el noble cometido de difundir su obra que, por añadidura a su regio contenido, goza de una presentación impecable gracias a la mini-imprenta portátil que poseía cual mina dispensadora de libros, al por menor, de tapa dura y papel reciclado, dando la impresión de haber sido cocidos a mano y haciendo de cada uno de ellos un tomo de colección. Iba viento en popa hasta que huye de aquellas fiestas o reventones para los gestores culturales, que sacan pecho por sus dádivas en pro de la lectura embudo o lectura tirabuzón. No hubo casualidad en su partida, sí previsión porque las FIL fueron infectadas por un extraño mal denominado Síndrome de Animal de Feria, por sus siglas SAF.

Ecos de Berdog, abriga cierto espíritu stevensioniano. Así hablaba Berdog. “Ocupación: existente; recreo: vivir. Habito entre lomas fractales, son los senos de Gea amamantando al montañés en su hogar de madera; el indígena gime de placer hundiéndose en ellas…“.

Adiós CorniSancho, se une ultimadamente a los mundos paralelos de  El sátiro y la princesa y La humana doña Fátima, aumentando un relato a la lucha a muerte que sostienen en dos dimensiones distintas la pareja protagonista. Este nuevo aporte narrativo cierra con un adiós lezamiano a CorniSancho, allá en las regias instalaciones de Paradiso, que viene a ser una dimensión luminosa tan cerca pero aparte de las sombras tenebrosas que se ciernen en la ciudad Medusa Multicolor. Paradiso, pompas del adiós lezamiano; ha sido creado en un lapso de espacio tiempo que destierra a las exequias fúnebres tradicionales. En la despedida de CorniSancho primará la celebración por lo alto, la que en vida él mismo encargó con minuciosidad, apersonándose en el taller de escenarios y cuarto de mando de Franz Kinto, colaborando en los detalles del festejo póstumo, como implementar un sol de los venados y la temperatura abrigada de valle interandino subtropical, a lo largo y ancho del magno evento. Café Vía Tarot, Crónicas de Islas Encantadas y La Noche del Búho Argento, son fragmentos que están estrechamente relacionados entre sí por su forma y fondo.  En el exclusivo Café Vía Tarot —o mejor dicho el establecimiento que admite hasta un puñado de invitados a servirse de sus instalaciones—,  se develan por turno y dando la vuelta a las obras pictóricas que tiene el privilegio de guardar el dueño, y de exhibirlas de vez en cuando para  goce de sus amigos, así son objeto de contemplación cuadros como Aya Uma, La Noche o Magia Ancestral. Entre estas jornadas de asombrosos descubrimientos en Café Vía Tarot, se cuecen futuros acontecimientos del Señor A, en las Islas Encantadas.

[Olegario Castro]



Homo aerius

He leído a gusto está novela, y fascinado por su contenido dentro de la lectura lenta y del subgénero literario que me apetece echarle el diente. Es tema de mi predilección eso que el pensador residente de lujo en la tropical isla Puná, Venancio Bote Arauz, ha denominado “Ciencia Ficción Filosófica”. No me quepa duda de que siendo lector de autores de talla galáctica como S. Lem, he afrontado las verdades recónditas de mi propia existencia, embarcándome en odiseas a través de la mente. En el ensayo de Venancio Bote Arauz,  A qué llamo Ciencia Ficción Filosófica, he encontrado manifestaciones peculiares como la siguiente: “Paso de la bazofia futurista o ciencia ficción prosaica plagada de seres extrasolares que proyectan antropocentrismo hasta la médula, resulta que los alienígenas son tan decadentes como el Homo sapiens actual, y, por añadidura, muchos de ellos son diseñados a imagen y semejanza de los tantos insectos diminutos terrenales, que sirven al celuloide para crear monstruitos a granel, en aras del entretenimiento de masas enajenadas, de individuos que han perdido la capacidad de imaginar por sí mismos, esclavos posmodernos que progresan en la matriz de procread y multiplicaos en la estupidez artificial”.

El Homo aerius se ha radicado en las alturas alucinantes de torres animalistas, allá en Valle del Silencio, que es a la postre la única megalópolis homeostática de su civilización en el planeta Tierra, donde la ausencia del Homo sapiens ya es eónica. Aquí, al pie del extinto volcán Ilaló -que apenas alcanza los 3200 msnm, pero su regordeta mole geológica divide campurosos valles andinos y por sus costados vuelan aeronaves para aterrizar o alejarse del aeropuerto internacional de Tababela-, imagino la colosal talla de las torres de Valle del Silencio, pues, parten de una meseta o base montañosa a 3200 msnm, elevándose 2000 metros sobre la plataforma, sobrepasando así los cinco mil metros de altitud. La megalópolis del Homo aerius, conforma una suerte de murallas kilométricas que comparativamente hablando estarían por encima del Macizo del Pichincha, formando un rectángulo animalista alucinante, encerrando a los mil doscientos kilómetros cuadrados de prístinos ecosistemas de Valle del Silencio, que vendría a tener una similar extensión a la del cantón Zapotillo -fronterizo con el Perú- de la sureña provincia de Loja. Esta megalópolis lo es por sus formas colosales más no por la cantidad de sus residentes, cuenta con quinientos mil habitantes y, cada Homo aerius, vive en radical soledad ocupando una planta de dos hectáreas en su torre animalista que, en el caso de Palamedes, se denomina Cachalote.

Palamedes, habita el ático del Cachalote, ocupando las dos hectáreas de su planta elíptica vacía de objetos permanentes, circundada por altos ventanales que están a 5200 de altura. “Vaya minimalismo extremo, un paraíso de la soledad y silencio urbanícola… Me hubiese encantado que Palamedes me invoque a mí como lo hizo con el doctor Pacchi”, me dijo Venancio Bote Arauz, con verídica gana de que su espíritu sea convocado a la altura abismal del ático del Cachalote. Me río porque Venancio no conoce lo que es la vista desde la cima de una montaña, ni siquiera se ha subido por sus pies a una loma respetable cualesquiera, eso sí al residir en una isla tropical, donde se forja la cotidianidad del sujeto de la experiencia, no tiene ojos, ni olfato ni oídos al devenir del común citadino, y tan cerca de la pujante ciudad porteña de Guayaquil.

[Olegario Castro] 
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