Entro a la zona de amortiguamiento del Charco contemplativo, ha llovido y la senda barrosa serpentea entre  verdes sudando en la maleza y el bosque de árboles lechosos dispersando perfumes salvajes de dríades propiciando mugidos de estación de acoplamiento de tortugas gigantes. Jilgueros trinan y se extraña la larga ausencia del pájaro brujo que, a la sazón, no he avistado ni siquiera de lejos en las tantas inmersiones que he venido haciendo a los fragmentos de isla que son parte del menú de andar y ver, fragmentos que en sí constituyen mundos aparte, son creaciones prehistóricas que han venido incorporándose al comensal ancestral conforme se descubren en tiempos y espacios distintos. Me congratulo por  ser un “comensal ancestral”, ¿a quién de mis conocidos reales o de ficción se le ocurrió esta regia auto-denominación?  No existe una respuesta exacta, siendo que fueron algunos a la vez  -me incluyo en ellos- los que  lanzamos al “comensal ancestral” en el ciberespacio conocido… y más allá aún. Lo verídico es que le calza bien al sujeto de la experiencia y del descubrimiento que está  descendiendo por amable desnivel hacía el charco contemplativo, eso sí batiendo barro y enjuagando, en menudas concavidades que han recogido agua lluvia, las sandalias de senderismo con suela para doblar espinas y provistas de tracción pantanera.

Penetré al mundo de las tortugas gigantes del oeste embebido en los aromas, flujos y reflujos del próximo encuentro con el charco contemplativo. Qué me deparará la vuelta de rigor al silencio que durante meses abastece de cantares  prístinos a la mente del citadino anclado en  la desquiciada megalópolis Medusa Multicolor, que en sí es el reino del sujeto sujetado a sus herramientas desarrollistas y los objetos inherentes al diario tránsito por versátil contaminación psicobiológica, psicofisiológica, el pan de cada día para la estupidización de la especie humana, ejemplo rampante, el ente del rendimiento positivista que no pasa de la tercera página de una ficción exigente. Sí, tengo una isla verde dentro del purgatorio terrenal de la rebelión de las masas, es el mínimo espacio arbolado que permite respirar dignidad entre la prisa de los engranajes que mueven  la máquina del colapso del planeta de los humanos. 

La inmediata anterior visita a este lugar que me llena de la gracia original de lo mudable, se difumina para dar paso al tiempo mágico y al instante de siembra, a la vida suculenta en borrador e incorregible. Los huecos oblongos construidos por las tortugas para ser espacios de higiénico placer, otrora vacios y cuarteados en la temporada de sequía, están húmedos, semillenos y dispuestos para rebosar de agua lluvia. Vacíos no lucen, y hoy resaltan los ocupantes refocilándose en ellos; son tinas que tienen espíritu porque ha llovido lo justo para ser animadas con gracia tortuguil.  Y es el tiempo de piletas ovales agradecidas por recientes aguaceros que las vuelvan una tentación ineludible para el hedonismo acuático de regios especímenes de Chelonoidis porteri. Cuánta poesía derrama el sotobosque cuando  se muestran los quelonios  beneficiándose de bañeras hechas a la medida de su soledad aristocrática.

La expectativa mayor era cómo iba a encontrar los parajes selváticos de orilla y cómo se presentaría el charco de mi ambición contemplativa; al cabo, la senda estaba despejada aunque en ciertos tramos había batido  barro con los pies, y no se había perdido bajo el agua que  en pasada visita me llegó a las rodillas y con ello me negó la entrada a la fuente inundada. Sí tuve acceso a espacios herbosos húmedos pero fácilmente transitables antes de toparse con  lirios vistiéndose de gala para el banquete de mariposas monarca. De repente alzo a mirar al cielo celeste parcialmente adornado por nubes volanderas que se reflejaba en la fuente, y veo la réplica del instante.  Con esto quiero decir que tengo ante mí al otro espectador que me observa como yo a él, ambos alzando a ver hacia  arriba y en el espejo del  agua que de súbito se formó sobre mí y de hecho sobre  el charco replicado o desdoblado en el cielo abovedado y que seguramente para el de arriba es al revés… complicado es esto de contarme a mí mismo el fenómeno pero la cosa fluye nítidamente en los sentidos comandados por la modalidad visual. Mi momento es tu momento, dijimos yo y el otro yo al unísono.  ¡Qué serendipia!, vine a encontrarme  con las tortugas gigantes copando el paisaje de la cocha y me hallo conmigo mismo arriba y abajo, pues, en el reflejo de la película de agua veo igual al trasunto que alzando a verlo al son de tibio viento. Al cabo, el otro yo –de cada cual– se expresa  y reflexiona idéntico. El humedal se había expandido y con ello haciendo que desaparezcan las pinturitas veraniegas de playitas copadas aquí, allá y acullá por sendas manadas de quelonios bañistas, y no había tampoco cáfilas de patillos brincando al agua desde trampolines rocosos para nadar en hileras cruzadas. No extraño la voluminosa y gentil presencia de las tortugas gigantes porque tuve suerte de que en el sendero retozaban ya en soledad, ya en parejas y tríos beneficiándose de piletas aristocráticas.

A golpe de ojos mansos y adormilados apenas se habría reflejado una charca verdosa vacía de las especies zoológicas endémicas que engalanan el bochorno vegetal,  pero no es la charca de aguas fangosas recalentándose en la quietud de bosque primario lo que veo porque estoy inmerso en la modalidad visual del bípedo despierto, y es la que se disparó duplicando el paisaje y al espectador donde por obra de caprichosa meteorología  se esfumó el balneario, el comedor y el abrevadero de tortugas gigantes, donde batir y untarse de lodo no solo limpia y provee vitaminas a su cuerpo acorazado y piel rugosa, sino que viene a ser idóneo  desparasitante externo. Aquí  flota la poesía de nenúfares de isla tropical sudando el medio día. Y más allá de cualquier observación naturalista tengo por delante a la fuente de las delicias festonada por bosques de manzanillos y guayabos que la circundan.

Me veo haciendo la vuelta a la doble charca, ya por dentro pisando entre lirios de flores fucsias y pastizal reverberando cara al sol, ya por fuera tomando el senderito abriéndose paso en la espesura de ramaje artrítico de guayabos barbudos y manzanillos de frutos prohibidos al paladar del bípedo goloso. Aspiro el aire benigno de la fuente de las delicias, es parte del maná del que estoy siendo convidado en este esplendor y hechizo mimético. Evoco a la avifauna del lugar y su reflejo asoma en la película acuática: hileras de coloridos patillos, gavillas de gallinulas de cresta roja; una pareja de garzas de Tero real picoteando larvas en la orilla, las mentadas monjitas americanas  dan zancadas dejando terrosa estela  a su paso; fragatas magníficas provenientes de la línea costanera portan consigo música de cuerdas aerodinámicas al quitarse la sal del cuerpo emplumado con sacudidas fulgurantes, un pestañeo sumergidas y a mandarse a mudar.