La noche en la que acaeció el portento de Soda Bar Andrómeda es el meollo de este relato que mi amigo el loquero onírico, me recomendó activar en modo terapia del alma, o más bien diría yo que es en modo ficción de una realidad que experimenté a plenitud y que no es posible clonarla sino apenas hacer de los hechos concretos una narración extraordinaria o algo así. Voy a ello sin más preámbulos, la noche empezó saludable como en las otras ocasiones que acudí a la Milla Histórica o Ciudad Vieja, cenando delicioso menú vegetariano en Cueva de Godzilla, magnífico establecimiento festonado con hologramas nítidos de retratos de especímenes de iguanas marinas, qué maravilla de imágenes subacuáticas y de orilla gris rocosa volcánica, qué colores de estos expresivos dragones que evocan a godzilla en miniatura, qué lagartos tan fotogénicos como inofensivos que sin el menor esfuerzo destilan salvaje hermosura. Estos seres luminosos, endémicos de las Islas Encantadas, inspiran el nombre, las texturas y sabores de Cueva de Godzilla, de ahí que era mi abrevadero y punto de degustación gastronómica especializada antes de hacer el recorrido por Ciudad Vieja y su arquitectura barroca y tesoros patrimoniales que datan de los siglos coloniales. Concluida la vuelta de rigor entre soberbias catedrales, me dispuse a tomar el  exquisito bajativo que es más que caminar un deslizarse calmoso, sobrado de tiempo, desocupado del mundo de termita Homo sapiens, por Callejón Anticuarios. Esta vía de exclusivo uso peatonal devino en amplia calzada de grandes planchas rectangulares de piedra azulada, simulando al camino del Inca provisto de porosidad para en días de lluvia evitar resbalones molestos y así facilitar el andar distraído entre las vitrinas de la variopinta oferta que en su abrumadora mayoría vende objetos decorativos intrascendentes, como dije antes son tiendas que no son anticuarios en sí sino un remedo de lo de Arturo.

La noche de media luna matizada por sendas nubes estriadas, vino seca y brindando cierto calorcillo primaveral que no es raro pero tampoco algo corriente en el clima montañés templado  al pie del macizo de Los Pichinchas. Fue bienvenido el usar americana ligera merced a la calma eólica y la claridad atmosférica, caminaba sin el menor asomo de aire avasallante y con el ambiente histórico resplandeciendo como si un chubasco repentino hubiese acontecido hace poco, fungiendo de limpiador ocasional y, por añadidura, perfumando el lugar con efluvios de granos de café recién molido y aromas de menta silvestre de la montaña andina.  De entrada, además de la inusual nitidez atmosférica me llamó la atención que no había gente en el callejón que tiene la etiqueta SS (seguro-seguro) para el turista nacional y extranjero, jamás se ha escuchado de conatos de asalto a desprevenidos transeúntes y peor aún de crímenes, es tal cual reza la leyenda municipal, sin ápice de exageración: “Callejón  Anticuarios está libre de violencia”. O como dice parte de la letra satírica de Paseando en el cielo, del conjunto metalero SOS, “[…] soy una bestia feral pero acá seguro-seguro no he derramado una gota de sangre humana”. En todo caso, me sentía muy a gusto con la calzada vacía, al grado que lucía más original que nunca en vez de una ilusión temporal, y, después de algunas noches de media luna en el río del tiempo, ha prevalecido en la memoria así de atractiva y profunda.

Caminé absorto en el centenario silencio del callejón hasta topar con el granito del Anticuario de las estrellas (hago esta referencia a la  noveleta de Siluro porque se me vino patente el momento en que al personaje principal, Vivanco, se le abre la puerta al espacio sideral… Sí, en una noche tan espectacular y fantasmagórica como la mía).

Las tiendas estaban cerradas al público aunque las vitrinas mostraban los productos de la oferta, parecía que los dueños acababan de cerrar sus puertas para tomarse un recreo nocturno a distancia de Callejón Anticuarios y que cualquier rato retornarían al igual que el vaho humano despedido por multitud de turistas. Sí, algo fundamental echaba en falta en la calzada sin que me percate a conciencia de ello, me había ido de largo a la pared de granito azabache porque titilaba cual cúmulo de estrellas vistas desde el desierto de Atacama, y yo era el escogido para atender su lamento celestial. No paré hasta que palpé y posé segundos las palmas de mis manos en el portal que de cerca perdió su magia estrellada y no se abrió para mí como sí lo hizo con Vivanco, por un momento había creído que se me iba a dar la puerta sideral y que desaparecería sin dejar rastro tal cual sucedió en la ficción de Siluro.

No es chiste, estaba presto a desaparecer a voluntad, quería ser succionado por la pared de granito, no importaba si hubiese sido para que al cabo “los marcianos” hagan ceviche del curioso impertinente que de una quiso ser viajero estelar. Esto de “los marcianos” devoradores de especímenes Homo sapiens, cual si fuesen rara exquisitez de la gastronomía galáctica, sí es un chiste. Ahora más que ayer no me cuadra en la mente que extraterrestres que conocen y practican traslados intergalácticos, que se sirven de la tele-transportación, no tengan para sí la integración molecular de su menú alimentario y nutritivo, ¿qué sé yo qué comerán?; de pronto, el aire es su comida y bebida, y en un santiamén degustan lo que les brinda el horno atómico de la buena mesa universal.

Creo que los monstruos lovecraftianos devoradores de hombres pululan dentro de mí, son las criaturas dantescas de un  infierno personalizado; después de haber sido cliente VIP de Soda Bar Andrómeda, sé que es una realidad innegable que el ente de sin par belleza integral cósmica que se llevó algo de mí, o quizás lo correcto sea decir que tomó todo de mí, no se nutre en absoluto a semejanza del máximo bípedo depredador y omnívoro cadaverófilo terrenal.         

Regresando de la pared sin haber sido premiado con un viaje a las estrellas, fue que tomé conciencia de que la realidad mía en Callejón Anticuarios superaba la aventura espacial de ficción de Vivanco. “¿Dónde estás?”, interrogué en alta voz como cuando se pierde una cosa funcional que  se tiene a mano y de repente asoma en tus narices porque se movió de su sitio habitual lo suficiente para uno desconcertarse.  Parado bajo el toldo de El Transeúnte, la tienda imperdible frente a lo de Arturo, revisé minuciosamente que los establecimientos vecinos con sus membretes respectivos seguían dentro de la normalidad aparente, y no daba crédito a la novedad que por fin se materializaba ante los ojos como sacada del Teatro Mágico… solo para locos, no para cualquiera, que atrapó a Harry Haller, alias el lobo estepario, con los irresistibles efluvios seductores de Armanda, la joven que en un vano intento de amansar al maduro y feroz espécimen aunque sí le enseñó a bailar el foxtrot…  (A propósito, hubo chance para el humor y pensé que hubiese sido divertido practicar el alegre baile de las grandes praderas estadounidenses,  “el paso del zorro”, aunque extraño, paradójico, siendo como soy lobo de páramo andino).

En el lugar preciso del que se había esfumado la tienda inconfundible de joyas de arte escondidas de Callejón Anticuarios, se mostraba intermitente un letrero rutilante de neón que avisaba de la presencia de un negocio ajeno, incompatible, en su totalidad no solo a lo de Arturo sino al espíritu de la calle romántica por antonomasia de Ciudad Vieja. Soda Bar Andrómeda, decía el cartel en letras rojas de fuente gótica ubicándose en el centro de una figura hipnótica monocromática, circular, que en primera instancia creí simulaba la boca de un túnel o agujero gusano en perspectiva. ¿Cómo fue que en el lapso de cuarenta días se mandó a mudar el anticuario de Arturo sin que él mismo no me haya avisado de su partida del callejón?  ¿Cómo  fue posible que no me haya enterado de un suceso que debió haber sido noticia en el ciberespacio que navego? Fueron las preguntas de rigor que me hice frente a lo que esa noche no me devolvió la imagen del anticuario que, cual rayo de lucidez, me hacía descubrir preciosidades para que dejen el anonimato de tienda y pasen a ser forma y materia sublime del hogar del montañés.  

Estaba despierto y atento, tenía conciencia de que a lo de Arturo me dirigía no con la idea de comprar cosas que no quiero sino de hacerme de otra pinturita que aligera el alma y alegre la cruda realidad interior del existe-vividor. Quería una flamante obra de arte incorporándose a los arboles y las flores que expelen poesía acotada por muros de bambú domesticado, esto a falta de paisajes oceánicos como los que alimentan el espíritu inquieto del capitán del Mar de Sargazos.  No era asunto de restregarse los ojos ni pellizcarse el cuerpo, frente al transeúnte  se enmarcaba el túnel rutilante de Soda Bar Andrómeda en lugar del anticuario de Arturo, y hacia ese espiral hipnótico me dirigí con la firme intención de romper su encanto externo y ver de cerca su fealdad de neón. Quise forzar a que se despeje el fenómeno artificial y que tome la forma vulgar del negocio que había expulsado de Callejón Anticuarios al único establecimiento que respondía con creces y mayúsculas a la etiqueta de Anticuario.  Me dije cruzando la calzada a paso de lobo vengador, que si había manera de entrar al sitio lo haría sin pestañear para descubrir cuán repelente debía ser por dentro, iba dispuesto a consumir uno o dos tragos de whisky, en lo posible Wild Turkey 101, y así pasar de tener pena de no volver a Callejón Anticuarios sabiendo que había rescatado a tiempo un tesoro de lo de Arturo. Pero la obviedad que iba a destapar con los sentidos me fue negada, nada de husmear en un soda bar intrascendente donde pedir whisky serviría para inferir las cuestiones  indispensables, ¿qué ocurrió con lo de Arturo, a dónde se fue?

La forma, que más o menos a nueve metros de distancia, reflejaba una suerte de espiral magnética, la que yo creía una puerta falsa gracias a los efectos especiales de las luces de neón, resultó que no era ilusión óptica para devenir en una realidad insoslayable. La boca rutilante y monocromática de agujero de gusano, era la entrada en sí del soda bar, y dejó de ser un letrero alucinante y, de repente, la voz de Andrómeda me invitó a pasar con cadenciosas palabras que fueron directo al caletre. La voz de Andrómeda -¿cómo llamarla de otra manera?-, iba más allá de calificativos de sensual, picante, caliente, etcétera… diría que  su llamado mental fue irresistible para el sujeto del pensamiento. La respuesta mía no se hizo esperar, ingresé al túnel sereno como si fuera asiduo cliente de Soda Bar Andrómeda. Fue un instante en mi memoria y sin embargo creí haber hecho un viaje largo e impensado en la nada, digamos que en cosa de segundos inmedibles en el tiempo astronómico pasé de estar estático en el túnel rutilante a verme inmerso en un ambiente saludable e íntimo que movía al relajamiento en vez de propiciar tensiones corporales. Estaba incorporado a una sala de estar magnífica, el piso venía cubierto de madera de fondo blanco con betas rojizas que se expandían cual red de micelios del reino fungi, esto bajo el techo visual que consistía en un domo solar y paisajístico tridimensional. La primera acción de voluntad fue cerciorarme del diámetro de la sala: conté sesenta pasos regulares de un extremo a otro y di una vuelta completa por el borde del límite marcado por la circunferencia del domo, fui palpando las paredes del contorno con las manos, eran hechas de la misma madera y colores que la del piso.

Conforme la modalidad de lo visual se fue acoplando a la sala, el diorama decorativo que cubría el techo y buena parte de las paredes, era visto desde cualquier lado la sala, su profundidad en perspectiva se acomodaba a la distancia de enfoque óptico y remitía la pinturita ideal de un pajonal de superpáramo andino que peinaba el viento y el sol naciente doraba sus hebras hasta toparse con la azulada roca cimera del Ogro Quilindaña. La voz de la anfitriona intervino en mi mente para comunicarme que era la pirámide estrato-volcánica del Ogro Quilindaña y de sus pajonales sublimados desde mi subconsciente. O sea yo mismo era el creador del diorama que ponía serenidad y alegría ambiental al lugar de Andrómeda.

El ser femenino que aguardaba conocer con los sentidos se materializó en el domo, ¿acaso fui yo el que encarnó a esa diosa cazadora? No hubo  necesidad de abrir la llave de las palabras vocales, entablamos una conversación mental sin tapujos y sucedió lo que yo deseaba que se concrete: carnalidad pura y dura.  “Muerte cruzada”, dije yo bromeando hasta el final. “No, esto más bien será vida cruzada”, dijo ella divertida. “¿No digas que me has inoculado una especie de virus creador de vida extraterrestre?”, dije sin ápice de aprensión por cualesquier intercambio de protoplasma que se haya producido entre nosotros. “¡Qué chistoso eres!, me refiero a que fuiste tele-transportado, es decir el otro está allá y tú te quedaste aquí, ¿entiendes, mi queridísimo representante de la humanidad?…”. Dicho esto esa figura perfecta de lo femenino en el varón domado, se des-materializó pero no se fue de la mente, ella dio explicaciones de todo lo que tuve a bien pedirle esclarezca mientras me hallaba de nuevo afuera del portal rutilante de Soda Bar Andrómeda, ya caminando por la calzada vacía en pos de salir del amable silencio y nítida atmósfera de Callejón Anticuarios.

A la verdad no estaba preocupado por cómo mismo funcionó la tele-transportación, si yo podía retornar a mi hogar seguía aquí y, el sujeto de la experiencia que se fue por el agujero gusano al planeta de Andrómeda, que prosiga allá con su destino manifiesto. De regreso a mi lar, cuando me enteré de la hora que era -antes de apearme miré con atención en el panel electrónico del taxi que me trajo a casa-, y vi que apenas daba diez minutos  pasados  de las nueve de la noche.  No elucubré sobre la relatividad del tiempo porque lo que había sucedido en Soda Bar Andrómeda era una realidad indiscutible, así que sin encender luces como es mi sana e inveterada costumbre, y encima acolitado por el claro de luna iluminando los amplios espacios de circulación libres de puertas, fui directo al dormitorio y me metí en el sobre, y ¡buenas noches!  Dormí de un tirón, tan a gusto que a la mañana siguiente disfruté como si fuese un santo saliendo de una temporada de infierno en el desierto de Gobi, los pequeños placeres de la ducha y el café sibarita hicieron el resto para agarrar al flamante día por los cuernos.  Me tomó una hora y pico atender el tele-trabajo de ingeniero máster en proveer formulas mundiales para dinamitar mamotretos espantosos y espantables fruto del letal desarrollismo humano, esto fue  actualizarme con el futuro en lo de ganarse el pan cotidiano, esta vez estuve inspirado y lo hice para los tres meses venideros, un récord; sí, tuve fortuna, la última ocasión tardé lo mismo en lograr las habichuelas de dos meses.

Por lo demás, las acciones posteriores a seguir tras el portento acaecido en Callejón Anticuarios, las dejé como tarea del descanso nocturnal. Evité elucubraciones diurnas de lo acontecido bajo el influjo lunar, remití al subconsciente lo pertinente al lado oscuro y tenebroso de mi encuentro con Andrómeda. La respuesta de qué hacer vino diáfana: no hice nada al respecto, solo tenía que aguardar a que la información me llegue por sí misma a través de los medios de comunicación del ciberespacio. Transcurrieron cincuenta días y me había mantenido en mi intención de no volver a Callejón Anticuarios, la fecha coincidió con mi gana de visitar la página literaria Deambulando, y recién sacado del horno virtual me encontró la noticia que quería escuchar, servida en bandeja de silicio por La crónica urbanícola de Mariangula: “Ha pasado una semana , el martes trece de julio del año corriente caí con la tardecita en Callejón Anticuarios, donde el plato fuerte fue develar, en exclusividad, el reino de Arturo, el anticuario […]”. Hurra, y mil veces hurra, lo de Arturo no desapareció, el que desapareció de allí fui yo.               

Sigo siendo el mismo dinamitero de ayer y el individuo de allá, el espécimen tele-transportado, asumo también lo será porque, de acuerdo a Andrómeda, él iba a hacer su existencia a imagen y semejanza de la mía. En otras palabras hará la cotidianidad que esos seres que habitan una dimensión inmaterial le han implantado, esto sin que sufra traumas emocionales tipo nostalgia patológica. El ser de la experiencia tele-transportado tendrá sus demonios y ángeles interiores, vivirá a tope en el planeta diseñado para ser carne de cañón y a la vez edén de especies incorregibles como la nuestra. Andrómeda, me dijo de yapa, para una mejor comprensión del todo, de qué se trataba el experimento de los suyos: “allá estamos montando continental zoológico de especímenes Homo sapiens”.