En el planeta de los humanos muchas comparaciones despectivas y que denotan perversidad de los individuos de la especie dominante, se sustentan en el comportamiento y en las imágenes de los animales puros salvajes. De facto el que va a ritmo de galápago es el galápago pero ella, Tilda, quiere experimentar, en el sitio preciso para ello, lo que es ir detrás de una tortuga gigante. Desde que pisó Isla Isabela con esa fijación a cuestas, está siendo acusada de pasiva por parte de Inti –ya con huecas palabras, ya con cansino lenguaje corporal–. Inti ha venido a ser para Tilda un índice de velocidad, es el ser que funge de idóneo espécimen posmoderno. Si ella no va a zancadas de manicomio, Inti la culpa de estar perdiendo el tiempo y, lo peor, hace que él gaste su tiempo rápido y fugaz en la vida lenta que ella propone acá, y la sola mención de bajar revoluciones lo pone fúrico.

Inti es como es o sea la esencia de la bestia humana apurada y parlanchina, mantiene su frenética existencia aun estando de paseo en las Islas Encantadas, y es algo incomprensible que a él le digan que vaya a paso de tortuga y aproveche en modo recogimiento su libertad de acción en las islas que vino a peinarlas en ocho días, en realidad vendrían a ser seis días completos quitando las dos jornadas de viaje aéreo del continente a Isla Santa Cruz y viceversa. Cómo es posible que Tildita afirme que no hacer nada es estar más ocupada que nunca, es exasperante que semejante conclusión filosófica del oscurantismo se ponga en práctica en la época de la cotidianidad automática y venga de alguien que pertenece al mundo del sujeto del rendimiento.

¿Qué me dices, Tilda?, no es chiste, busquemos un senderito primitivo de tortuga y literalmente vamos detrás del galápago que encontremos avanzando en radical soledad sin perturbarlo, caminando a prudencial distancia a su ritmo… ¿serías capaz de poner real distancia y tiempo con la bestia humana apurada y parlanchina? Vendría a ser un lindo experimento en la época donde la velocidad prima anulando la introspección natural del individuo mental, es corriente que hasta a la calma espiritual se la empuje al precipicio de la prisa histérica de la estupidización callejera. Para él, ir a paso de tortuga es estancarse cualquiera sea la circunstancia en que se halla inmerso como velocista de su tiempo-espacio, no importa si está en las meras Islas Encantadas, donde las tortugas gigantes  son saludables paradigmas de larga existencia. La sicoterapeuta va a mandar bien largo al carajo al resto o sea al apuradito de Inti y ser lo que quiero hacer de este instante: una oda a la vida lenta.

–Tildita vámonos, por favor. Estás como atrofiada en tus marchas, pareces tortuga a propósito. ¡Apúrate!, tenemos lo del tour de bahía y observar a los pingüinos tropicales es tan caro como entrar al zoológico de San Diego, pagué por avistar al menos una docena de pingüinos ¿sabes?… Aquí no hay nada que mirar y no hay nadie civilizado a la vista a quien preguntar si ha visto algo imprescindible de ver. Madrugamos para venir a este lugar horrible, lleno de mala vibra, no perdamos más el tiempo en esta soledad de piedras y fantasmas de sufridores cargándolas para levantar desquiciada pared de catálogo turístico –berreó al viento Inti–.

Inti, apenas llegando al umbral del Muro, se empacó y se desentendió de continuar a pie más allá del parqueadero de bicicletas, se aburría a morir, no subió a Colina Radar para en la cima beneficiarse de aromática y melódica claridad ambiental mañanera que, en estos lares, constituye raro bocado del Olimpo. Hizo ascos a las profundidades eléctricas del océano Pacífico, donde se mostraban las siluetas de Isla Floreana e Isla Santa Cruz. No hubo para él sendas vistas panorámicas a la cercanía de Isla Tortuga y Bahía Puerto Villamil, siguiendo la línea costanera a sureste; no hubo vistas de la zona agrícola y de la cordillera de Sierra Negra, al norte; no hubo vistas del volcán activo Cerro Azul, destacando en nitidez al suroeste tras veinte kilómetros de espeso bosque seco tropical brotando de piso volcánico. Inti pasó de capturar el instante desde un mirador privilegiado. Sí cubrió en bicicleta el trayecto de cinco kilómetros al mentado Muro, a toda máquina y  gritando cual poseso por costumbre, simulando que entraba en carreras con Tildita que es tan veloz como él en bicicleta y casi en todo lo demás, pero se mostró reacia a tragarse el Camino de las tortugas a su costado y, cosa de locos, se ha olvidado de los selfis de rigor. Ella no estuvo puntual para los selfis con dos tortugas gigantes que con fastidio y pesadez dejaron de caminar y escondieron la cabeza emitiendo fuerte bufido gutural. A él que se enfaden esos reptiles mansos le vale un rábano, lo que quería es superarlos igual que a los especímenes de los costados que rebasó como a piedras incrustadas en la vegetación leñosa, no los considera animales deslumbrantes como los grandes felinos del zoológico de San Diego. De un plumazo hizo suyo todo lo que había que sentir por acá y su lógica viajera mandaba a mudarse a otra cosa que acumule selfis que prueben que viene funcionando a tope en las Islas Encantadas.

Tilda, está resuelta a experimentar la fauna y flora del bosque primario por sí misma, no hicieron mella los reclamos de Inti llamándola de vuelta al redil de la bestia humana apurada y parlanchina. Ella va a extraviarse, a sembrar y  cosechar en un tiempo valioso por recobrable en la memoria del existente vividor, memoria mágica que no es la del otro que tal como es jamás se unirá a ir detrás de un galápago moviéndose majestuoso en su hábitat.

–Aquí me quedo, vete tú, estoy a gusto con las lagartijas, ¡Inti, qué lindas lagartijas de buche rojo hay por acá! –replicó duro y claro, invisible desde cualquiera de los altillos miradores de Colina Radar que en conjunción con el Muro logran anfiteatro acústico que puede ser templo de silencio recogido en los trinos de cucuves, pinzones, canarios y copetones o una fuente de estridencia estremecedora de humanos en cháchara–.

¿Qué fue esto?, has respondido con inusitado énfasis que despachó de ti a Inti. Silencio, divino silencio en la fresca mañana que conforme viaje al mediodía se volverá un horno seco tropical y para la hora del bochorno ya estarás envuelta en brisa playera. Inti se marchó en fuga, aullando y resoplando por esa picazón alérgica preludio de la angustia que lo ataca cuando percibe que ha perdido el tiempo y el hombre corre desesperado hacia el futuro. Ido el estorbo estás forjando el instante prístino e imbuyéndote del espíritu de lo primordial, más allá de Colina Radar y el Muro. No sabría decir si acabas de ingresar a una suerte de estado de conciencia alterado, lo verídico es que de repente vas absorta y dichosa por un senderito propio de tortugas gigantes. Se nota, mira la huella irrefutable de la pelotita de bagazo…  

Tilda se colgó de un tiempo inmedible tras el recodo que la acopló al paso rítmico del quelonio gigante que había expulsado la pelotita ovalada de bagazo, espécimen que copaba el ancho entero de la trocha imperdible, pues, espeso sotobosque y cúmulos grises de aglomeraciones de roca volcánica cerraban el acceso a los costados. Sin duda se había topado con un ejemplar impactante, aunque tiene de él su figura posterior, por el juego de cuernos o cúpulas sobresaliendo de lustroso caparazón tipo galápago, es tan vistoso como el regio individuo que estaba nutriéndose cerca del lado escondido del Muro, con el cual se inició en la abstención de selfis, se abstendrá de usar a especímenes en estado salvaje para salir ñañitos en retratos manidos que pasado el rato ya son obsoletos como trillones de imágenes alrededor del orbe que no son para el mañana sino para la desmemoria instantánea. Los selfis de ayer no fueron remitidos a las redes sociales para que en un santiamén cósmico se redirijan al basurero fotográfico del ciberespacio, ayer mismo le resultaron repulsivas las imagines de ella y él en los aeropuertos de Quito y Baltra, de ella y él en el avión, de ella y él en Canal Itabaca, de ella y él aguardando en el muelle de pasajeros de Puerto Ayora el traslado horripilante en lancha rápida a Puerto Villamil, Isla Isabela. Fue providencial el hecho de que le provocaron hartazgo los selfis de ayer y como nunca postergó su envío a la nada social, y el resultado es que aquí y ahora borra esas imágenes y va más allá aún: resetea a fondo su dispositivo celular a manera de una depuración mental y limpia del alma impostergable. No desdeña lo que cosechó ayer, fue un día memorable como preámbulo de lo que resuelve hoy, el impacto de arribar a Galápagos y no desencantarse de entrada sino encantarse de verdad al punto de suscitar terremoto interior que fue auténtico propulsor de su renacimiento. No necesitó para encantarse de la oferta animada e inanimada que se vende en catálogo versátil, a la medida adquisitiva del viajero.    

Vendo, vendo, un viaje soñado a Isla Española, sin parangón en el avistamiento de albatros galapagueños… Muy tentadora la oferta, aves majestuosas al filo de la extinción que no veras  por ti misma, sin embargo eres afortunada, acabas de adquirir un recurso turístico invaluable porque no existe en mercado alguno, ir por un caminito que se transforma en serendipia. Te apagué móvil de última generación, y ganas tengo de estropearte del todo plaga maldita pero me niego a cargar tu chatarra todavía. Qué ritual iniciático fue resetearte hasta la médula de tus fibras hipnóticas, este bicho va a ser tu esclavo de silicio y no al revés tú la esclava de carbono del bicho. Bravo, fuiste capaz de neutralizar a la cosa como psicoterapia de la sicoterapeuta de prestigio que eres, que no te ubiquen Tilda, en especial el señor que sabemos va a desesperar por tu desaparición y retirada de su gran vuelta a las islas en un abrir y cerrar de ojos. Es elemental, date cuenta animalito bípedo veloz, entérate que Tilda vive en soledad radical y vas a  respetar la distancia de seguridad que te ponga así como ella respetó la distancia con la tortuga gigante que distendida devoraba espinada hoja verde de cactus opuntia, o mejor de cactus candelabro porque es fascinante la forma que da su nombre. Aquí con la novedad de que vas caminando a paso de galápago, ¡qué delicia chistosa! Tú la apurada por el apurado, no te sientes lenta por detrás de tu monitor que te ha contagiado de su cadencioso andar con rumbo fijo. Oye, Tilda, no tuviste que seguir un curso para ralentizar tu tranco de torre citadina, sintonizaste de una con él. He sido feliz sorprendida por la sicoterapeuta que acá no está sujeta a la prisa de las arterias de megalópolis artrítica y ahumada. El camino es largo y estrecho en contraste con el tiempo que se expande a los costados en el bosque leñoso infranqueable y prohibido para vos, no así para las especies que perviven acá donde tú estás de paseo nomás, ida por vuelta en un senderito reconocible por tus huellas marcadas en el suelo arenoso, te toparás con ellas cuando retornes al punto de partida en el Muro.

Tres cerdos cimarrones huyen a galope, por un instante la alivio comprobar que acá no existen  jabalíes con ansias de embestirla, tampoco eran especímenes endémicos inocuos, aunque se presenten simpáticos y saludables, sino individuos descendientes de la especie invasiva traída por colonos del continente y que al escaparse del corral cambiaron su naturaleza doméstica a un estado  salvaje, estos depredadores se han venido prolongando por generaciones y, a pesar de la sacrificada labor de control y exterminio de plagas por parte del personal de Parque Nacional Galápagos, subsisten cerca de los humedales. Tilda figuró a los puercos cimarrones escarbando con sus poderosos hocicos y pesuñas en los nidos de huevos de las tortugas gigantes, e inferir que junto a gatos y ratas son los devoradores de embriones de la especie insignia llamada a poblar estos pagos.

Pronto se distrae con el trajín de los pinzones de Darwin capturando semillas nutritivas del bagazo extendido que han hecho de las pelotas ovaladas, ahora es paja envejecida y tostada en el horno tropical, colige que son detritos de otros quelonios adultos que tomaron su rumbo fijo por la trocha horas antes que el gran espécimen que ella sigue.  Se maravilla sobre la marcha de la actividad de los pinzones, sabía que éstos eran diseminadores de semillas pero no cómo aprovechan la vida que los galápagos esparcen en sus residuos biológicos donde ha podido distinguir, -oh, sorpresa-, frutos enteros digeridos y expulsados de manzanillo, motejado el árbol de la muerte. Las distracciones del sendero ayudaron a conservar la distancia de seguridad con el galápago que continuaba avanzando a su ritmo, sin detenerse para esconder la cabeza  y bufar de enojo por el rebasamiento de cualesquier humano transeúnte. Tilda concluyó que la bicicleta estaba bien para dar vueltas en el pueblo y en las vías asfaltadas. Andará más, en lo posible descubriendo trochas de los guarda-parques, y será consciente de sus pasos ajenos al relajo de grupo.

Atenta, Tilda, noto cambio de ritmo y disminución de velocidad de nuestro espécimen monitor, presiento que va a girar a la izquierda para internarse en la maleza espinada y chao… nos manda a frenar del todo, a la vera del senderito se metió en su hueco, agujero, casa o cueva cubierta por ramas leñosas. Pero qué lindo iglú tropical te has montado y de cama mullida de tierra arcillosa hecha a tu semejanza, aquí estás bello durmiente con tu cabeza de anaconda y cerrando los ojos distendido, estirando las extremidades anteriores y posteriores mostrando tus enormes manos y pies, libres y al aire las garras de excavar, poderoso y frágil a la vez. “Oye Tilda, me voy de siesta, ya puedes retirarte en paz”. Y es lo que haces para no dañar la captura futura del instante.

De regreso al Muro la recibió un concierto de cucuves trepados en lo alto de las rocas grises, se recogió en el silencio cantor y tomando una piedra redondeada y porosa, negra azabache, de aproximadamente once libras de peso, la empató en el espacio inferior de la muralla. La roca milenaria calzó como un acto simbólico de solidaridad con los reos que levantaron la pared que despidió potente y cautivadora energía íntima. De repente se escuchó invocando al Espíritu del Muro, y tuvo horrendas visiones de matanzas de tortugas en el sitio, luego vinieron secuencias redentoras: cazadores y traficantes de especies huyendo aterrorizados por el guardián de las tortugas y los ruiseñores de volcán Cerro Azul.