Tilda, ayer tomaste el lado derecho de lo que ahora sabes es una bifurcación inconfundible de trochas que te han dicho que antaño eran rutas autorizadas para cazadores de especies invasivas. Formas de plásticos de bebidas hidratantes y de gaseosas medio venenosas resaltan en el bosque casi-prístino como mensajes de la globalización de la basura sintética diciéndote: te perseguiré a donde vayas para recordarte el mundo que habitas fungiendo de connotada psicoterapeuta. En todo caso, sugieren que de repente estos senderos son transitados por cazadores que han pasado a ser furtivos puesto que carecen de permiso del Parque Nacional. De hecho creíste escuchar la detonación lejana de vetustas escopetas de perdigones, has tenido la suerte de no cruzarte con ningún cazador furtivo acompañado de jauría hambrienta de canes mestizos, de esos que meten miedo con la sola visión de un encuentro fortuito. 

En este punto irrumpe en la memoria el fallido intento de alcanzar las piscinas naturales del criadero de peces Trucha feliz, beneficiándose del río Cabra cuyas aguas templadas, bajando de la altitud del súper-páramo de la cordillera oriental, arriban dadivosas a suelo subtropical andino. Cuán melódico es el dúo que hacen la corriente activa y las piedras pasivas, cuando el líquido freático de la vida terrenal recogido en lagunas de Montañas Azules descienden a bañar de arcoíris el verdor del paseo ribereño que prometía un colofón de dibujos animados en las piscinas del río Cabra. Al cabo te fue esquiva la morada de la trucha arcoíris, ¿talvez te faltó tener la ambición de pescarla y tragártela? No hubo tal, cuando parecía que, salvando el portón y el letrero que invitaba al lugar de la trucha dichosa, los astros se alineaban en aras de completar una mañana bucólica. Asomó inesperada jauría de pequeños canes que, en principio, supusiste superables apenas infiriéndoles una de tus frases hechas preferidas de los juegos de la infancia en Huertos Familiares del Aguacate, “quieto animal feroz que yo nací antes que vos”.

Vana fue tu intención de solventar el momento soltando a pulmón tan alegre frase de la niñez que fue propicia para el juego con tus canes entre árboles de aguacate generosos a la hora de la cosecha. Lo dicho en las orillas de río Cabra, hizo el efecto contrario; ayudó a exacerbarlos el efusivo ademán con movimientos de manos, lo cierto es que se disparó inimaginable instinto de guardia en los pequeños canes que de súbito los agigantó ante tus ojos y por reflejo defensivo retrocediste pasito a pasito sin dar la espalda al peligro hasta que diste de nuevo con el portón y con sigilo dejaste atrás la zona de seguridad de los custodios del hogar de las truchas felices. Los perritos que, en un santiamén, se tornaron en una suerte de demonios de Tasmania, volvieron a ser mascotas de campo y dieron media vuelta hacia el llamado invisible del súper-alfa. Un silbido distante, apenas perceptible a tus oídos, les bastó para que retornen a la mansedumbre de donde brotaron, a galope se esfumaron en el sendero sinuoso que se sumió en el silencio devolviéndote a la hermosura ribereña y al recogimiento de la mancha de bosque primario que te abrazó con sus múltiples extremidades epífitas.


Lo que figuras acá, en el bosque seco de tus despertares, no son podencos de oficio sino parte de la población de animalitos flacos, descuidados y para desgracia de ellos amarrados cual escoria perruna en un patio sucio, pues, no fueron levantados por sus dueños para ser canes altivos ni guardianes del bosque ni de nada que no sea la piltrafa diaria que reciben por existir en el pozo de las mascotas degradadas. No dudes de que en principio pondrán mucha gana a la cacería y serán aguerridos perros motivados por la circunstancia de escaparse unas horas del estado miserable y de podredumbre que habitan en el lado siniestro del mundo perruno así como otros residen benditos en sus hogares privilegiados dentro del perímetro urbano y rural de Puerto Villamil, haciendo que el contraste de calidad de vida entre perros afortunados y desgraciados sea contundente a simple vista. Pronto se desvanecerá su ilusión de engullir carne palpitante y beber sangre fresca al sufrir la dureza del terreno ardiente sobre la marcha, padecerán las almohadillas de las patas atendiendo el voluntarioso instinto de perseguir a la presa por fuera del senderito, topándose con aglomeraciones de rocas volcánicas que en sí son barreras de respeto por los múltiples filos que genera su constitución porosa y, por añadidura, pincharán los cardos y espinas provenientes de árida vegetación. Los pequeños demonios guardianes insobornables de las piscinas de la trucha dichosa, sí fueron de miedo y respetables en la memoria, estos canes de acá darían lástima si llegases a ser testigo de su retirada, los verías hambrientos, desollados y tristes tras su batalla contra la nada perruna.


Ahora ya no te engañas, y lo tuyo es suscitar retiradas de artista guerrero tipo Don Quijote, y aullar ¡hice heroica retirada de tal o cual lugar! De acuerdo, Tilda mía, no hay parangón a la retirada heroica del Quijote, aquella plasmada en la poesía de León Felipe y elevada por el trovador de los setenta, J.M. Serrat, a música ritual. A ti, que leíste y sentiste los Capítulos que se le olvidaron a Cervantes, te viene cual relámpago iluminador el contenido del Capítulo que es relevante aunque esté escondido porque es una casi-aventura, es memorable porque en ti es una aventura completa. Sí, el Capítulo XVI, que pone a D. Quijote a lidiar con uno de los ramplones de su tiempo y que, por inercia, devino en un ramplón vigente a tope en esta época de la prisa histérica por tumbar árboles.


En este viaje sintonizas con el Montalvo que no se resignó a que D. Quijote, vencido en su suerte de duelista por arte de vil engaño consumado por el bachiller Carrasco, se viese obligado a volver a la cordura letal de Alonso Quijano, el hombre que en su insana lucidez hizo testamento y murió allá por el siglo XVII. Conforme a Montalvo, y a lo que a ti te incumbe en tu propia experiencia, D. Quijote sigue cabalgando, sigue avanzando incontenible en la vida lenta, es parte de la mente que no prescribe ante el tiempo y las aguas. El Quijote de Montalvo, en su calidad de imitación del inimitable Quijote cervantino, subió a la altitud interandina del pedacito de planeta llamado Ecuador y renació para librar singulares batallas, se batió donde sea que fuese propicio la intervención de su genoma emancipador en la cuarta salida a finales del siglo diecinueve.


Cómo no Tilda mía, te escucho alto y claro, tu propuesta de aventura o casi-aventura que para tu circunstancia viene a ser alternativa encomiable de lo quijotesco, es asenderear a ritmo de galápago, ¿acaso esto no es un sucedáneo de vida lenta en las Islas Encantadas?, lo es y es pragmatismo puro de tu parte. Y la coincidencia es que el mismo galápago que te condujo por un sendero regenerador hasta que se guardó a sestear en uno de sus tambos, está a la sombra de la opuntia que sobresale en la bifurcación, está devorando una hoja grande, verde y suculenta que le ha cedido su proveedora de fibra y agua. Se ha fijado en ti, te reconoce tal cual tú lo haces con él por su tamaño extraordinario y la forma de los prominentes cuernos que dejan a la vista un valle cóncavo de brillantes escamas pardas. No retrotrae su cuello de boa constrictora, por el contrario, enhiesto en sus cuartos delanteros te mira de frente, invoca tu atención estirando hacia arriba el pico pintado de verde y te sugiere continuar por el lado izquierdo de la bifurcación. Tú interpretas la flecha biológica señalando el sendero al mar que amaneciste invocando.


Y desde que tu amigo galápago avisó que esta nueva senda se sumará al renacimiento isleño de la psicoterapeuta, cogiste el ritmo de la aventurera, no hay vuelta atrás a menos que consumas la mitad del líquido hidratante antes de alcanzar la orilla rocosa. Sobre la marcha los giros a la izquierda se suceden, en un mínimo aunque perceptible declive, y te vas afirmando en tu cometido apenas el rumor oceánico acarició los oídos haciendo pareja con los trinos de los ruiseñores y tú apuestas a pajarear en la brisa de una playa inédita a tu alma recolectora de cuadros de orilla salvaje, y que el cuerpo que la transporta se alivie del bochorno encaminándose al mediodía.


¡Vaya bienvenida al túnel de majagual que te conducirá a la playita de los cerdos! Correcto, Tilda, son dos calaveras de la especie que viste el otro día huir de la especie humana o sea de ti. Pertenecen a la misma estirpe depredadora graciosa a la vista y repugnante al alma cuando los proyectas devorando huevos de tortugas terrestres y marinas, aunque ahora impresionan colgando cual fetiches de sendos árboles de palo-santo. Lucen tétricas y en cierto modo simpáticas como si fuese un detente de caníbales más chistosos que jodidos. Te enteraste hace fu que tus congéneres antropófagos están sentados a diestra y siniestra en la mesa de mantel largo de nuestro señor Don Dinero, dios protector de la gama surtida que va de los corporativistas a los déspotas burocráticos y viceversa y, por reflejo, se incorpora a la antropofagia el etcétera y etcétera al infinito y más allá de masivo agujero negro intergaláctico, las masas que responden al nombre de Pueblo Soberano. Ya sé que te provoca grosera hilaridad lo de Pueblo Soberano, y no es para menos acá donde te sientes soberana de tus resoluciones individuales. Si vas con el automático mental surge la antropófaga de ínclitos antropófagos. Las calaveras afirman con sorna y no exentas de gracejo que también tu envoltura de carbono viene languideciendo ni bien fue arrojada al planeta de los humanos. El osario es una muestra inobjetable de que los canes de los cazadores de especies invasivas, contra pronóstico, fueron felices aquí tragando carne y bebiendo sangre de puerco cimarrón.


Atraviesas agachada el túnel de majagual, inusitado por estrecho y largo, imaginas ser una anaconda mítica reptando en pos de la presa grande y parlanchina que te pondrá a hacer digestión mínimo seis meses, la ubicaste calentita y sabrosa viniendo hacia tus fauces en contravía. Mejor dicho es Inti convertido en cosita fina, en amor tántrico que no tiene desperdicio de pies a cabeza, él choca con tus ojos hipnóticos que lo paralizan de placer, amará mientras es amado por su amante constrictora, será engullido con calmoso deleite y a posteriori sujeto de la siesta sensual más dilatada de Tilda, la gourmet del túnel. Fue delicioso fabular con Inti en modo delicadeza gastronómica, así pusiste en fuga al fantasma de abandonar resignando lo de desembocar en la orilla marina que ruge tan cerca por la ínfima distancia que presientes en línea recta, aunque sigue lejos desde el infranqueable cerco de yerbas rastreras que rodea el final de trayecto.


El túnel de la quimérica Yacu Mama, obra de arte de tupidos y frondosos árboles de majagual, maravilla por sus formas caprichosas pintando el piso con el castaño de hojas yertas matizadas con flores purpuras y frutos bañados de oro otoñal, fue una gozada gourmet. Y contemplaste hacer la digestión entre iguanas bañistas tostándose desnudas al sol, bandadas de piqueros de patas azules y pelícanos de cuello café clavándose en un regio banco de peces azules, plateados y rojos y, por qué no, para la ocasión pingüinos tropicales de estampa filosófica caminando erectos en la playita de fina arena blanca cercada en los costados por promontorios de rocas azabaches salpicados de coloreada multitud de cangrejos zayapa.


Al cabo, un bosque despejado de fornidos y luminosos troncos de majagual, anuncian inminente arribo a la línea costanera, y surges a una playa inclinada que arribó tan extensa como desangelada, no hay señales de las especies de orilla que te iban a dar calurosa bienvenida, solo la marea alta en franco apogeo y decidida a borrar tu huella de la arena gruesa, que de hecho acabará forzando a ir a por el filo alto donde medran hiervas rastreras, y detrás se yerguen paredes vegetales laberínticas e invisibles ciénagas añiles que no pisarás.


Se esfumó el medio día de ensueño nutrido por playita salvaje generosa en fauna endémica de la isla del caballito de mar cósmico, imagen que sí se exhibe en la galería ecuménica del Astronauta Poeta. Te invade la pesadez existencial que ha neutralizado la gana de ir más lejos, ni siquiera alcanzas el campo rocoso en lontananza para acomodar tu cuerpo a una roca ergonómica, adelantas el tiempo de siesta aprovechando la arena y el respaldo del tronco semienterrado que se asemeja a un ictiosaurio que ha devuelto la pleamar. El descanso duró lo justo antes que el oleaje borre tu huella, y fue suficiente para recobrar la gana de hacer un regreso lento y seguro a las bondades eufónicas del bosque seco. Vas en pos del único senderito que puede sacarte de la playa que había que darle el beneficio de la duda, ¿será que en bajamar y visitada por las especies de orilla podría activarse como el espacio donde anida la tortuga marina verde de Galápagos? La prueba irrefutable de que a la fecha la redención del sitio está negada, fue visualizar los nidos profanados por los cerdos dejando agujeros profundos y rastros inconfundibles de la aniquilación reciente de huevos de quelonio, de ahí que este silencio sepulcral se quedó con el nombre de Playa de los cerdos, ¡las calaveras del túnel de majagual no se equivocaban!