Andar por el filo rocoso te ha venido agradable cuando reina la marea baja y por eso hoy te alejaste del puerto más de lo conveniente, y sucedió proyectado al cubo la situación que Jennifer, la chica local atenta y conversadora del restaurante Los Delfines, te advirtió evites a toda costa: quedar atrapada en una caleta en pleamar. Apenas anteayer, merendando sabroso en Los Delfines, reíste con la manera de cantar la comanda al chef de lo que solicitaste para comer y beber: “la doctora quiere lo de siempre”, aulló Jennifer. De entrada en Los Delfines, cuando intercambiaron nombre, oficio y/o profesión de cada quien, le pediste que te llame Tilda, a secas, y así lo hace en una charla cualesquiera contigo, salvo cuando canta la comanda de servicio. Para tu capote decías que preferible que diga a voz en cuello doctora antes que psicoterapeuta, que suena fatal para el caso. Y la hora del postre fue disfrutar de la forma cómo Jennifer relató su aventura en la caleta donde quedó atrapada, parecía haberse divertido mucho en vez de pasar miedo, y tú recalcando que hubiese sido terrorífica la aventura si sufrías la mitad de lo que sufrió ella.

De pronto, estás atrapada en una tempestad del padre y señor nuestro, sufriendo los monstruos lovecraftianos que genera tu mente de montañés en el filo marino, ya escuchas los tambores que invocan a Cthulhu, y tú eres el sacrificio ritual que los locales ofrecen a su deidad para que los libre de esta noche aciaga y de posibles tsunamis futuros. Aquí, raptada por oceánica meteorología generadora de terror nocturnal y no por una barrera inocua de pleamar, sí que te viene como un cuento jocoso lo de Jennifer que, después de dos o tres horas de haber quedado bloqueada entre caletas, escapó acariciada por la luz solar de media tarde y en minutos estuvo de regreso en la deliciosa senda que desemboca en el trajinado -por turístico- Camino de Tortugas Gigantes. Estás avisada de que la noche entera viene por delante, recién empieza y se ha desquiciado la isla pacífica que viniste a peinar por día y medio, junto al precavido Inti, cual jamás se le hubiese ocurrido perderse a propósito en la orilla rocosa. Para el apuradito una aventura de Don Quijote es una quimera abominable. La buena noticia en medio de la tempestad es que no sabes nada más de él desde la feliz y espontánea separación de dos cuerpos y almas que no fueron uno ni lo serán. Asumes que mañana Inti regresará contento, ¿por qué no?, al continente habiendo cumplido su programa cronometrado y milimétrico en las islas. Mientras que tú, Tilda mía, estás sin poder bajar de la cumbre del séptimo día isleño, fuiste a por la aventura cimera en la isla del caballito de mar rampante y aquí estás atrapada en tu deseo.

Hiciste bien en avisar, usando el celular de Jennifer, en escueto y terminante mensaje a tu secretario, Lorenzo, para que se abstenga de meter las narices en tus vacaciones ampliadas porque te dio la reverendísima gana de irte de largo en el archipiélago de tus aventuras. “¡Móvil extraviado!  Jajajijijojo… Favor informa a familiares cercanos y clientes que me quedo acá dos semanas más o hasta agotar mi temporada anual de tiempo libre y soberano”.

Me sigues sorprendiendo, Tilda mía, te has quedado por acá más tiempo astronómico de lo que jamás planeaste y, tomando en cuenta el tiempo mágico que suma este instante tempestuoso, resulta alucinante… ya es inmedible tu experiencia galapagueña. Hecha a disfrutar de las tormentas eléctricas desde los ventanales de la sólida morada que habitas en tierras altas de valle interandino, morada que por sus características arquitectónicas de armonía con parques y jardines aledaños constituye tu refugio para gozar de las delicias de páramo, tu hogar que mantiene año corrido las vistas de primavera-otoño de la serranía. Sin duda es el agujero para el relajamiento de la psicoterapeuta que tiene que digerir y expeler la angustia ajena, el agujero egoísta que te libra de reventar en la estulticia sin retorno. Tu agujero montañés riñe y se excluye de la realidad de los mundillos hacinados y pestilentes de la ciudad Medusa Multicolor, donde las barriadas tipo termita humana sobreviven con la esperanza de que el metaverso las acoja y redima.  A vos te priva ser visitada por el granizo y recibir la pincelada polar en tus ventanas, lo efímero de esos cuadros invernales hacen de ellos una exquisitez rara que desaparece con el poderoso sol de lluvia equinoccial de la mañana posterior, el blanco se licua y filtrándose en la tierra no deja huella como si hubiese sido un encantamiento de manso valle interandino.

El piso irregular y resbaloso de los campos de piedras cada vez más estrechados por el oleaje no era una opción de escape al peligro que se cernía con la tempestad eléctrica a puertas. En lontananza, el horizonte plomizo metálico, dio paso a relámpagos y centellas, a rayos dibujando figuras de nervios artríticos blanquecinos esfumándose enloquecidos en la negritud que no dejaba margen para dispersión en tu mente concentrada en hallar un refugio o lo que se parezca a eso entre los tupidos árboles de Manzanillo, tu única opción ya acorralada por las paredes pétreas inabordables que se constituyeron los flancos de la caleta otrora transitable. Ya no había marea baja que te saque de apuros en lo que te quedaba de luz solar, perdiste toda referencia de los paisajes de las caletas que superaste para llegar este punto sin salida, pero la  fortuna te sonrió con un hallazgo donde podías dar rienda suelta a tus monstruos, y que se aireen a su albedrio en esta suerte de tambo rústico tropical que te deparó el Manzanillo, el mismísimo “árbol de la muerte” que devino en vertiente de vida. Estar en la choza impermeable de anónimo y magnífico anfitrión, es como ser huésped de un camarote panorámico del submarino Nautilus y aguardando el llamado a cenar con el capitán Nemo.

No obstante, a la hora que el temporal pegó de lleno en la caleta trayendo de alta mar la tormenta eléctrica, los vientos irascibles, el diluvio del cielo y el etcétera de elementos naturales aterradores que auparon la catarsis de la psicoterapeuta, imaginaste que así te sentirías si hubieses hecho un campamento forzado en la repisa providencial de un pico romántico entre los andinistas de fuste, por ejemplo el Ogro Tropical, deseado por su verticalidad retadora, esto en el mundo de la conquista de lo inútil al filo de lo imposible.    

Tienes tiempo y ganas para sacar a pasear a tus fenómenos de espanto, es el momento de la psicoterapia íntima o mejor dicho la oportunidad de exorcizar tus miedos atávicos. Así de dispuesta a bucear en tus profundidades escatológicas porque el hado te facilitó un techo y paredes laterales sin filtraciones, que te protege contra el temporal de filo costanero aunque no lo hará de un tsunami o algo así de letal insalvable. Se te antoja que este refugio está hecho  y mantenido  a propósito por algún residente de la isla que es poeta además de regio instalador de magia de orilla rocosa.

Este surtidor de endriagos y vestiglos al cabo no te desveló sino que haciendo el efecto contrario te entregó, entre el mar picado y frondosos humedales que son selvas infranqueables, al territorio onírico de Neptuno en modo sosegado y dador de paz cuando el paroxismo de tus temores abordó el último y definitivo miedo: la desintegración súbita de tu unidad de carbono. Tu mochila de ataque liguero a la cumbre de este día, trajo consigo lo mínimo indispensable para el arte de sestear donde toque hacerlo, colchoneta ultraliviana y toalla extra-larga que sirvió de cobija, repelente de zancudos, bebida hidratante, ración de marcha de frutos secos, protector solar no ya que te embadurnas de ello antes de salir, ¿qué más?… fue todo lo que necesitaste para flotar en tus terrores hasta que en vez de que los tambores del culto a Chulú te conduzcan al sacrificio humano lo hicieron al sueño reparador.

Despertaste con los primeros rayos solares de la mañana que en sí fue una aurora tropical, renaciste en la caleta que ayer no se dejó ver, apenas saltar de la choza de Manzanillo fue escuchar, olfatear y respirar el paisaje que ayer se esfumó en la densidad tempestuosa de una noche para enmarcar como un cuadro precioso y destinarlo al museo que exhibirá tesoros de la memoria existencial de la aventurera en que te convertiste acá. La tormenta tropical no hizo más que arrullarte en beatifico sueño mientras tus demonios participaron del aquelarre en honor a Chulú, y, cuando abandonaron exhaustos la parranda luciferina al amanecer recogiéndose en los predios entre gélidos y ardientes que habitan en tu alma, entonces volviste a los aires benignos de la orilla rocosa. Despierta y cargada de energía vital tras impensado descanso descubres la hermosura salvaje de la playita de arena dorada. De todas las caletas que atravesaste ayer, tienes la certeza de que es la única de playa nivelada y, por  añadidura, rítmico oleaje de laguna de aguas cristalinas la mima. El agasajo mañanero vino con el ingrediente principal de tortugas marinas retozando en remanso turquesa, ¿cuántas viste… cuántas sentiste Tilda Mía?

Despidiéndote del tambo real del poeta anónimo, agradecida por la liberación de ti misma que propició la nocturnal emancipación de tus criaturas nictálopes subterráneas, aprovechando la tibieza temprana de la brisa te dispones a atravesar el esplendor de caletas en apogeo de la marea baja que combina azules y verdes marinos con aéreos celestes y nubes volanderas cruzadas que dibujan y deshacen figuras animalistas terrenales como pulpos o míticas como grifos. Haces el camino seguro de regreso al puerto vía filo costanero, reconoces a izquierda la señal rocosa que grabaste en la mente antes de huir a los matorrales en pos de un hueco guarnecedor, es esa suerte de torre medieval que cierra el cerco pétreo de la caleta -hoy divina- dejando a vista el paso que abre la siguiente caleta que dobla en tamaño a la anterior. ¡Mira vos!, carece de playita y lagunas turquesas, es un campo ancho de piedras azabaches tipo molones que solo tiene una salida firme pegándose a la pared de tierra arcillosa que precede al espacio copado por yerbas rastreras que cuelgan raíces voluptuosas en el vacío.

 Se sucedieron dos caletas de playa inclinada con dispersas iguanas tomando sol en gris arena gruesa, y llegaste a la caleta de plataformas rocosas continuas que es una delicia caminarlas, ayer te habías prometido cometer aquí una siesta en la cama o perezosa elegida para la ocasión; sin embargo, aduciendo apetito por las cosas de comer calientes hoy quieres arribar a tiempo para disfrutar del café-bufet en el ya añorado hostal Copetón, y avanzar a la siguiente caleta se tornó perentorio. Cosa que se desvaneció por el árbol que había desbaratado la marejada de anoche, devolviendo a la orilla sus restos formando el arco plantado en la laguna que, de pronto, pintó el cuadro magnético capturando tus sentidos ambulantes. Qué más podías hacer si no tomar asiento para llenarte de sus detalles a discreción.         

El palo arqueado contenía en su centro a una princesa iguana bellísima, puedes decir sin ambages que era la versión femenina del Rey Iguana, el súmmum de lo atractivo reptiliano marino, no necesitas ser herpetóloga para capturar en la retina su estilo, porte, garbo y serenidad. Como si frotando los dedos hubieses ordenado al maestro de servicios de la caleta te ponga una perezosa en el sitio de tu contemplación, vino a ti la forma pétrea ergonómica que te permitió acomodarte a tus anchas y devorar postrero bocado de frutos secos de la ración de marcha. “Soy yo, Tilda, la Princesa Gris del Arco, estirada en lo alto digiriendo fresco y suculento desayuno de algas submarinas rojas y verdes, me acompañan en este fruitivo instante solar un grupo de zayapas adultas en plenitud vital irradiando los pardos del palo saponáceo de colores cálidos, más allá pululan manchas negras de juveniles cangrejos en movimiento buscando larvas del madero muerto en descomposición. Y los pinzones desparasitando mi piel hecha para doblar cardos, buen trato: comida a cambio de higiene personal”.

No sentiste la llegada del gato feral pajizo y desgarbado que por asalto se robó el primer plano del gran angular que proyectaba la Princesa Gris del Arco, no era uno de los lindos gatitos que adoptó la quinta donde rige la psicoterapeuta de encargo sino un espécimen invasivo que aniquila especies endémicas como el copetón, no dudas que el felino avistó y asecha a la presa con el sigilo característico de los suyos. Y ¡zas!, se elevó de espaldas y en una pirueta dio cara al objetivo dando un manotazo de uñas retractiles al ataque, pero qué capturó en la piedra cuadrada que sobresalía a la derecha de la plancha porosa, allí no observaste nada que se parezca a un pájaro, y el gato se perdió de vista por unos segundos para ser nuevamente visible y no tenía el bulto de un copetón, canario o algo así en la trompa flanqueada por tiesos bigotes rubios, ¿fue un golpe fallido?… ¡No!, mira bien al gato que hace contacto visual contigo levantando airoso la cabeza, a cazado un cangrejo negro, es un gato cangrejero y la historia que le vas a contar a Jennifer no va a ser la del campamento forzado por la marejada que sirvió para exorcizar diablos de la casa Tilda sino la del gato cangrejero. Será un relato conciso, divertido y creíble al instante.