Ser semejante al cangrejo cenobita,
visto y no visto en su morada mudable,
incorporado a la Tierra,
difuminado a la luz del sol,
demorarse en la orilla rocosa del pelícano café,
demorarse en la negritud lávica de lagartijas infatigables,
demorarse en la sombreada brisa del árbol de manzanillo,
demorarse en el cucuve escarbando la arena cremosa,
demorarse en el revoloteo del copetón,
demorarse en el trino del canario aureola.

 

“Continuemos la marcha, ¡por favor!, la belleza de Playa Brava y Playa Mansa los aguarda. Yo sí tengo tiempo, ustedes no porque deben cumplir el itinerario…”, dijo el guía con cierta sorna salida del subconsciente, concluyendo su charla explicativa de las bondades de los recursos turísticos de la isla y de lo que se debe hacer y de lo que está prohibido hacer. Traduje lo que capturaron mis oídos y entendí la diferenciación sobre la posesión del tiempo que pretendía hacer el guía frente a las personas desposeídas de un tiempo propio por hallarse sujetas a las disposiciones del paquete turístico que adquirieron, pero él también estaba sujeto a la rutina implacable de su chaucha. Asumí que el grupo después de Bahía Tortuga, tendría para sí otros recursos turísticos que incluir en la memoria móvil. Hice una huida feliz, justo antes de que reinicie hablada caminata el grupo puntero que, además de estar descansado había sido público, a conciencia o no, de la charla completa ya naturalista, ya anecdótica del guía, mientras que los caminantes retrasados pasaron de sufrirla a propósito o no.

He guardado  lo que considero la esencia de lo que dijo el guía y, por añadidura, previo al rebasamiento total del grupo azas internado en el bosque seco primario, cursando la senda angosta de adoquín y muros bajos de piedras o lajas volcánicas pegadas con cemento, pillé un retazo de la historia conocida del israelita Guy. La comparé con los datos que he obtenido de la misma, y, en los hechos constatados de su muerte concuerdan, pero queda entera levantar la ficción del joven militar que sumaba 23 años, allá por 1991, cuando cometió la travesía desde la zona montañosa de la isla, en concreto descendiendo del bosque de scalesia de la reserva natural de tortugas gigantes, El Chato, a la orilla rocosa en las cercanías de Bahía Tortuga, donde después de seis meses de su desaparición fue ubicado el cadáver por tres pescadores que cobraron la recompensa por el hallazgo que pagó el padre de Guy.

Aún veo el letrero en pie en la zona limítrofe entre El Chato y las fincas agrícolas de Santa Rosa, que conmemora la travesía mortal del israelita, y me sumerjo en el silencio ancestral de bosque de Scalesia affinis y piscinas ocupadas por galápagos bañistas, e imagino que El viaje de Guy es el noveno sueño, después de El Pueblo de los Molinos de Agua, del largometraje Los Sueños, de Akira Kurosawa.           

De hecho hago las caminatas auspiciadas por el tiempo abierto del mundo, siestas al aire libre incluidas, de reconocimiento de la isla. Y es inevitable retornar a Bahía Tortuga cuando se retorna a Santa Cruz, así me olvidé que hay que adelantarse al tiempo acotado de los grupos guiados de turistas, prestos a tomarse la angosta senda que atraviesa el bosque seco encantado, que lo es si se acepta la invitación al silencio y recogimiento de un templo natural para escuchar, a ritmo de galápago, sonidos melódicos de la Tierra y no el parloteo incesante de la humanidad. Ante la procesión ruidosa Homo sapiens, no queda más que acelerar y driblar obstáculos como alma en pena hasta volver a recobrar el silencio y aromas propios del sendero que desemboca en la magia de Playa Brava.

Es de provecho olvidarse que Playa Mansa conforme avanza la mañana constituye la meta de los más y así crearse la gana de volver a ella cuando es maná contemplativo, cuando se logra de ella intimidad. Venir holgado de tiempo permite que el iniciado entre en la isla salvaje e intemporal de iguanas playeras. Solo hay que volver más temprano y la senda boscosa se presentará apetitosa, suculenta, como un aperitivo antes del banquete eufónico de pinzones del bosque flamígero de cactus gigante y el lamento existencial de garzas noctívagas escondidas en la barrera de manglares que forman la laguna de Playa Mansa.

De repente, en el este de Playa Brava, es propicio saludar con el señor noruego que pasea su figura noble de caballero guardián de la bahía que conoce y habita décadas; sí, saludarse, poniendo la distancia de cálido silencio entre iniciados que no tienen nombre.