No tener la certeza del rumbo fijo, no saber a dónde te va a llevar la marcha higiénica del día, es caminar con el ánimo de orientarse en el entorno seminatural o semisalvaje que se atraviesa en la mañana fresca de abril, es vivir el instante en el andar y ver, es una suerte de aventura fructífera para el sujeto de la experiencia. Incorporar a la memoria mágica una travesía impensada, es una realidad tangible en la zona agrícola de Isla Santa Cruz. No es un paseo cualquiera en el medio rural de la isla, se trata también de una inmersión en tierras de amortiguamiento ecológico, esto por estar delimitadas por el Parque Nacional Galápagos (PNG), organismo regional que por ley (jurídica, moral y ética) está llamado a proteger fauna y flora originales de la isla entera. El PNG, en concreto posee y administra más del noventa por ciento del territorio isleño, Santa Cruz es parte del patrimonio biológico y reserva natural terrestre y marítima del Archipiélago de Galápagos.

De hecho –y de repente–, la maravilla paisajística de la ruralidad isleña, consiste en toparse con individuos de las dos especies endémicas de tortugas gigantes que transitan por las vías secundarias públicas y, tras los cercos vegetales y de alambre de puas, igual se avista a los especímenes que se hallan dentro de las fincas agrícolas y de pequeñas propiedades rurales. La fortuna de tener encuentros cercanos con sendos galápagos yendo y viniendo a su aire, es porque ellos instintivamente transitan por los distintos pisos biológicos de sus migraciones ancestrales, dependiendo de las estaciones de apareamiento y anidación suben a tierras altas o bajan al llano. Da gusto ver galápagos dándose banquetes herbívoros gracias a las lluvias de abril.

Si se circula por los caminos secundarios rurales del medio oeste de la isla, hablamos de contemplar a la especie Chelonoidis niger porteri. Una mañana fue para entrar por barrio Guayabillos y salir a la ruta viva por barrio Occidente. La segunda buena mañana vino al revés, ingresé por Occidente y caí en un alegre chaquiñán que acabó desembocando en el parque industrial a tiro de la ciclovía, y la sorpresa fue que salí a medio camino de Bellavista a Puerto Ayora. Sí, lugares comunes –nombres comunes–, pero mezclados con la singularidad de la evolución de las especies galapagueñas.

Entrando a Guayabillos descendí más o menos tres kilómetros por angosta vía asfaltada luciendo baches medio llenos de reciente agua lluvia, huecos que vienen a ser piscinas de estación para el goce de pinzones de Darwin y otras aves melódicas. Acogedor silencio lo envuelve al caminante ya difuminándose la estridencia motorizada de la carretera principal que cruza Isla Santa Cruz uniendo Puerto Ayora con Canal Itabaca, ruta viva que constituye una pared divisoria entre el territorio de las tortugas gigantes del oeste y las del este. La deforestación campea a los costados de la carretera rural, resaltando las edificaciones vulgares de la zona de amortiguamiento, nada novedoso si en el continente ecuatoriano la arquitectura urbana y rural –salvo excepciones– es indiferente a la biodiversidad propia, practicando en situ la fealdad arquitectónica.  No obstante, recalco que se redime lo prosaico de estos paseos rurales con la visión de especímenes de Chelonoidis niger porteri, como si se tratase de arte ancestral van brotando aquí y allá individuos solitarios que iluminan el espacio biológico degradado, y este frágil equilibrio con la humanidad reinante-pujante genera el aroma del tiempo en Islas Encantadas.