Baltra, la isla de los adioses. Aquí, el mote, ha desplazado al nombre oficial de Isla Seymour Sur. No se sabe a ciencia cierta de dónde proviene la palabra Baltra, no aparece en el diccionario actualizado de la RAE, y poco o nada aporta el significado acorde con el Diccionario histórico de la lengua española 1933 – 1936, a saber:  [BALTRA, f. Sal. Vientre, panza. «Algo les hace escupir \ un bejuquillo de la ampa. \ pero aun les queda repleto \ el estómago y la baltra,» Villarroel, Obr., ed. 1794, t. 11, p. 97 ].

En todo caso, Baltra, tiene mucho más que enseñar que el pintoresco aeropuerto  de ingreso al  archipiélago encantado. El condumio acá son las vibraciones de los especímenes de Conolophus subcristatus (Iguana Terrestre de Las Galápagos). Cuando el turista arriba no se entretiene en las instalaciones del aeropuerto ni en los alrededores que asoman desérticos, sino que va apurado pensando en su destino final. La isla de los adioses, de suelo de arcilla rojiza que alberga rala vegetación leñosa, palos verdes espinados, cactus candelabro y opuntias, tiene lo justo para dar sombra y alimento a los lagartos que también se benefician de las madrigueras que han dejado las ruinas a la vista de la base aérea estadounidense abandonada hace décadas.

Yo, el ser mudable, tomo el primer contacto fugaz con la isla de los adioses como una bocanada de aire fresco y de beneplácito y de alivio, pues, es el preámbulo necesario para montar el itinerario propio de los días que vendrán para andar y ver en Galápagos. De entrada, considero mero trámite el trayecto de cinco kilómetros que el bus “Panza” recorre a razón de un dólar por kilómetro/pasajero hasta Canal Itabaca que, por sus dotes paisajísticas, es el aperitivo del tiempo espacio futuro. Cruzando la cordillera de Santa Cruz quedará atrás el aeropuerto que volveré a pisar de otra forma y con distinto fondo, no únicamente para servirme del vuelo de regreso al continente.   

Puerto Ayora, ubicado a cuarenta y dos kilómetros de Canal Itabaca, materializa la pequeña urbe que es la base de operaciones para los circuitos del ser que muda de piel con la aventura de reinventarse sobre la marcha. Una suerte ineludible es volver a Isla Baltra a caminar en su cálido seno, a diestra o siniestra de la vía asfaltada al aeropuerto. Es de rigor ir a por las vibraciones que he percibido de los especímenes de Conolophus subcristatus, desde la primera vez que conectamos ¿hace cuántos días, meses y años?, no hay calendario que lo registre. Vibraciones que súbitamente crecieron conforme me ha sido dado transitar en radical soledad entre las ruinas de la base aérea USA que operó entre 1942 y 1947. Vibraciones que se extinguieron en 1954 y que hoy están en su apogeo por el capitán G. Allan Hancock que tuvo a bien, a principios de los años treinta del siglo XX, compadecerse de la situación de exterminio total a la que se enfrentaba la iguana terrestre en Baltra, y trasladó a un grupo indeterminado de individuos a la isla contigua deshabitada Seymour Norte, allá la población prosperó hasta que en los años noventa nuevas generaciones fueron reinsertadas acá donde se pisa la paradoja: las instalaciones bélicas desalojadas se transformaron en acogedoras madrigueras. Entendí que en Baltra medra con provecho el Conolophus subcristatus de mis vibraciones, sin duda un privilegio que ha sido dado a los sentidos y que es parte de la realidad continua a secas, realidad que no es pasto del tiempo fracturado por la prisa y por ende alimenta la memoria que deriva en ficciones que no es otra cosa que la prolongación del instante vívido.

Estoy peinando con la vista y atento con los oídos al estrépito de iguanas fugando de la abundante sombra de matorrales o de la sombra mezquina de los cactus que proveen, en las  hojas verdes espinadas que caen, no solo nutrientes y fibra sino que contienen el jugo de la vida: agua, agüita de opuntias y candelabros salvadores. El suceso del momento es que acabo de ver al hilo y por separado a escurridizos lagartos cachorros, entre machos y hembras, supongo que serán de ambos géneros, su color principal es el gris verdoso en un campo de grandes rocas volcánicas que combinan tonalidades ladrillo con manchas carbón que generan la fantasía de ser piedras calcinantes listas para el asado de un cíclope de fábula. No hubo acercamiento puesto que el contacto visual fue fugaz, una a una se escondieron en los tantos agujeros frescos que proporcionan las rocas merced a las corrientes de aire de agosto que minimizan la canícula de media mañana.

Bebo de la versatilidad de los microclimas, mientras acá reina el cielo azul entre juegos de nubes estriadas  azucenas y resplandece el turquesa de las aguas mansas que cruzan Canal Itabaca, el horizonte de la cordillera de Isla Santa Cruz que tiene su cota de altitud máxima en 860 msnm, en la cúspide de cerro Crocket, luce plomizo y preparando el aguacero que caerá en el bosque húmedo y espeso de Miconia donde, al abrigo de las raíces de la frondosidad tropical, residen en silencio e invisibles en su camuflaje los nidos del ave marina Petrel pata-pegada. El bosque de Miconia que se extiende como un óleo de vegetación suculenta, exuberante e impenetrable desde cerro Media Luna a cerro El Puntudo pasando por las estribaciones mayores del Crocket, es el hogar terreno de las estaciones de apareamiento y anidación de pescadores noctívagos que en una suerte de aquelarre alado, apenas feneciendo el incendio crepuscular en cenizo occidente, se elevan en oleadas de estridente algarabía en pos de las profundidades de la noche del piélago.

Aspiro hondo en el desierto viviente de Baltra. “Vaya lidia con los microclimas”, dice el ser mudable y ríe aliviado respirando la expectativa de avistamientos cercanos de iguanas terrestres. Se acuerda del caminante ascendiendo la trocha vía al cerro El Puntudo, sabe lo que es avanzar bajo lluvia torrencial de una mañana de febrero, pateando charcos de suelo irregular de conglomerado volcánico. Se acuerda también lo que es descender a la calidez de la orilla marina de Bahía Academia, y se muta en un lapso de risa y alegría eso de estar mojado en la montaña del Petrel pata-pegada a estar seco al nivel del Piquero de patas azules.

Levanto la vista al gavilán, Ratonero de Las Galápagos, que vuela bajo proyectando su sombra en los despojos de cemento, hormigón armado y asfalto en descomposición de décadas aproximándose a cumplir un siglo. La belleza salvaje cunde desde que la pista aérea abandonó su función militar y pasó a convertirse en el parque lineal Conolophus subcristatus, por fuerza de la naturaleza de la erosión y sin que promedie inauguración alguna por parte de las autoridades del Parque Nacional Galápagos. El sol implacable, el viento barrendero y esporádicas precipitaciones fueron minando el pavimento, surgiendo fisuras y resquebrajamientos que conectan con la tierra rojiza arcillosa permitiendo el acceso a la superficie gris de mechones de yerbas pajizas y vegetación leñosa que de estar exangües resucitan al verdor y a las flores menudas a golpes repentinos de agua lluvia. Pierdo de vista al gavilán ratonero que aterrizó cerca de los matorrales de lo que reconocí como el inicio de la pista aérea cedida a la vida salvaje, aproximándome al punto clave a por un retrato en primer plano del ave de rapiña, no valió el sigilo porque no supe distinguir su adusta presencia mimetizada en una plancha de metal oxidado, tuve que contentarme con el raudo vuelo que emprendió a contraluz e imaginar que en sus garras portaba la presa que le da nombre a la especie.

Coincide el inicio de la pista con el inicio del tendido de la red eléctrica que va al Aeropuerto, al muelle de pasajeros de embarcaciones turísticas, a los tanques reservorios de combustible, a la básica presencia e instalaciones de la Armada y de la Fuerza Aérea del Ecuador. Los postes de la red eléctrica proyectan su sombra, conforme giran cual relojes solares, en los plintos de cemento que sirven de camas de relax a los lagartos. Los cables aéreos al son del viento producen una suerte de música compatible con sinfónico metal, esto a mis oídos predispuestos a incorporar lo feo artificial del tendido eléctrico a la melodía ancestral de la isla.

Suponiendo que los restos de estas instalaciones pretéritas de los comandantes y custodios de la humanidad occidental, en conflicto planetario, fuesen el meollo de un parque temático alumbrado en las noches por el tendido de postes eléctricos vigentes, no estaría aquí respirando a cuerpo/mente en expansión a la isla y sus reales encantos, no se me ocurriría ni siquiera dar la vuelta a la pista por deporte. Alguna vez hice, para literalmente matar el tiempo y paradójicamente enterrarlo en un nicho inolvidable, lo de pasear por la antigua pista del ex aeropuerto capitalino. Sé que gracias a la exigencia del ciudadano sufriente del impacto ambiental desarrollista al pie de Los Pichinchas, el ex aeropuerto se convirtió en pulmón de una ciudad ahumada y estridente que, cumpliendo la norma nacional, castiga con saña al peatón.

Si no fuese por las iguanas terrestres en el sitio sería un andar y ver triste y cansino, no recomendable para mudarse de piel. Y es así que donde las losas se han resquebrajado, levantándose la gruesa capa de pavimento como si hubiesen sido presa de un corrimiento de tierra, ha dejado guaridas reptilianas que figuro como nichos de soledad y paz o mejor aún son vasijas de barro acompasadas por la brisa que corre en Canal Itabaca.  La sombra perfumada y protectora de arbustos verdes, la insoslayable realidad de lagartos estáticos o en movimiento furtivo, es el corazón del paisaje de lo que otrora era la pista del ruido bélico de aviones, era la pista de la especie en perenne estado de guerra consigo misma.

Camino a propósito por el filo musical del tendido eléctrico levantado en el filo oeste de la pista aérea extinta, cada plinto viene cerrado por palos verdes y vegetación leñosa de cara a la bahía del muelle de pasajeros de cruceros y la capitanía de la Armada, y su belleza radica en albergar lagartos en su derredor o en la misma cama inclinada de cemento. Tengo la suerte de pillar a un regio ejemplar mudando de piel como árbol de papel fuego, estirándose a placer en la sombra que proyecta el poste de marras, me prometo que al regreso de la vuelta de rigor por la pista voy a ceder a la tentación, por su atractivo entorno vegetal y paisajístico, de hacer una mini-siesta en el poste de más abajo que hace meses le eché el ojo, eso si la sombra del medio día me es propicia y sigue libre para su breve ocupación humana. Contemplo lo justo y suficiente al reptil beneficiándose de la sombra-poste y que a tiempo lo detecté para ponerme en la suerte de aproximación silenciosa y no perturbarlo evitando que fugue en estampida. Hice el retrato instantáneo, disparé ráfagas de la máquina de congelar imágenes dragoniles en la canícula.

Los objetos que décadas atrás fueron útiles propios para la comodidad y distracciones de la tropa y oficiales de la base militar que contaba con teatro y cine, quedaron plantados en la isla como instalación involuntaria de chatarra en el parque temático Conolophus subcristatus. Y aquí y allá tienes sendos tanques de calentar agua de los años cuarenta del siglo pasado. Mira tú cómo asoma el artefacto oxidado y renegrido al sol y lo que encanta es que su sombra ampara una iguana terrestre, he ahí un espécimen en peligro de extinción sirviéndose de la desolación tecnolátrica.  En el horizonte azul se filtra la roca desnuda de Daphne Menor, me quedo con la figura potente de Daphne Mayor que surge del lecho oceánico cual boca informe de volcán submarino despidiendo aromas de árboles de incienso. El perfil de Isla Santiago se dibuja a lo lejos en brumoso contraste con la vista panorámica del otro lado, la cordillera de Isla Santa Cruz, que se ha cerrado en los murmullos de lluvias tropicales nutriendo las flores de pálido violeta de los bosques de Miconia robinsoniana.

Acá me detengo en la pareja de tórtolas galapagueñas, las de anillo celeste resaltando en los parpados (presumo de conocer la diferencia con las tórtolas que pululan en los jardines de Los Pichinchas, que tienen asaz atenuado el color celeste de los anillos de los párpados) picotean en el bagazo y fibra ámbar, que se asemeja a una esponja de cubiles romboides, de una rama caída del cactus cargando tunas de flores amarillas y de tronco de laminas fuego y grises similares al tortuoso espécimen de superpáramo andino, Polylepis incana.

Observo divertido a la inmóvil lagartija de lava, llega irreconocible por haber tomado un baño de tierra arcillosa ladrillo; parecía que el cuadro se iba a quedar así de chistoso e impasible hasta que en un movimiento felino-reptiliano el lagartijo caza a la Langosta grande pintada (Schistocerca melanocera) que marcó calavera en su salto compulsivo evasivo, cayó en el punto y momento equivocado. De repente me convertí en testigo y sujeto de dar testimonio del banquete de la lagartija de lava con el grillo, en la piedra tostada y saliente como si fuese un segmento del espinazo de un lagarto terrible semienterrado.  No tenía en mente entretenerme con las ralas lagartijas de lava que han cruzado raudas por la pista, ayer nomás me harté de observarlas en el senderito fresco de muros bajos de piedra, en el caminito asombrado y arbolado de Callejón Linares y Lagartijo (¡vaya nombre indeleble!, lo de Linares supongo que es en honor a un desconocido artista Linares y lo de Lagartijo…, ahí sí que no hay dónde perderse, la realidad es contundente), esto en Punta Estrada.

Acá, el plato fuerte psicobiológico de la jornada, es la iguana terrestre, y persisto en ello dando la vuelta para iniciar el retorno al puerto de mi residencia terrena atemporal. No obstante, vengo rumiando –tan pronto– el acontecimiento intempestivo en la piedra al pie del árbol de Bursera, sucedió lo espontáneo sorprendente que en suma es lo que sacude al ser transeúnte, le da alma y vida a su búsqueda de sí mismo en la intemperie isleña. El suceso tomó forma y cuerpo por mudarme hacia el árbol que llamó mi atención al borde de la pista, era un individuo de bosque seco que con su ramaje lechoso deshojado haciendo en conjunto el esbozo de la cabeza gigante de una medusa, tendía sus  tentáculos en el espacio-tiempo mítico, presocrático. Esta distracción arbórea trajo consigo al reptil de buche rojo intenso y de cuerpo color ladrillo por el tinte que tomó emergiendo de tierra movediza, y suscitó el instante de vida y muerte que se zanjó en un pestañeo: grillo aterrizando, lagartija devorándolo.

Sin esperar que la mañana entrando al bochorno ecuatorial del mediodía cree de la nada otra sorpresa salvaje fuera de lote, cedí de lleno a la tentación de echarme en el desocupado plinto del poste de tendido eléctrico prometido. Había que zambullirse en la circunstancia de placer inmediato. Ningún aristócrata lagarto emerge del silencio para interponerse en la mini-siesta añorada, así que procedo a discreción a servirme de la sombra gentil que se ofrecía cual regio vino espumoso seco, tropical, afrutado y en su punto frío ideal para pasar por gaznate agradecido. El resto es tender la cama de cemento con la toalla playera roja adornada de manchas multiformes negras, verdes y cremas (a la moda de las iguanas marinas Venustissimus); coloco la pequeña y acolchada mochila del cazador de instantáneas, es la almohada precisa para apoyar cuello y cabeza en el poste de luz. Me recuesto y acomodo el cuerpo de cara a la Bahía de Los Marinos, vienen alucinantes cuadros filtrándose por los resquicios del palo verde que tengo a la mano, este se estira a los costados con la sombra de sus ramas afiladas y lánguidas que se comban sobre el piso de pavimento trisado y semicubierto por hojarasca espinada ocre.

Cierro los ojos sabiendo que no habrá sueños pesados ni precipitaciones en los abismos del absurdo onírico, sino delicioso estado de vigilia. Abro los ojos, o mejor dicho los oídos me abren los ojos ante el canto cercano de un jilguero, podría ser el recital del cucuve galapagueño que saltando de rama en rama se para a observar insistente al extraño bípedo implume tendido por excepción en plinto ajeno, plinto que de corrido ha visto ocupado por familiar lagarto. Podría ser el lamento de un grupo de inquietos pinzones de Darwin que ya volaron del sitio rumbo a su hogar original en el islote Daphne Mayor, podría ser la melodía sentida con la que el canario Aureola llama a su pareja María. Podría ser el papamoscas de Galápagos… y sí, a metro y medio de distancia de mis narices, vuelve a trinar acordes celestiales, de frente y mirándome a los ojos desde una rama baja verde y espinada, el pajarito del copete subversivo. Cuando se mandó a mudar el heraldo del buen reposo, cierro los ojos y suena desde adentro la melodía alada que arraigó en el palo verde.

Esto no viene del mundanal ruido, es el preludio del metal sinfónico que vendrá a los oídos. Se disparan los violines de los cables del tendido eléctrico, los mueve el arco de la brisa isleña. Se unen al evento sinfónico otros instrumentos de viento, cuerdas y percusión. ¿Quién inventa este opus elemental y noble como la vegetación leñosa y los animales endémicos y emblemáticos  del archipiélago viviendo a muerte su minimalismo? De las profundidades del sujeto de la experiencia nacen y salen a la superficie los arpegios de esta pieza automática, surrealista, que se prolonga con los ojos cerrados.

“He reposado siglos, es tiempo de abrir los ojos y el cuerpo a lo que venga…”, dice el ser mudable saliendo del instante metálico (con Beethoven y Paganini de precursores), devolviéndose al silencio y quietud del paraje anfitrión, o sea a la realidad inmediata del ramaje y hojarasca del palo verde, teniendo de horizonte paradisiaco al mar sereno y azul metiéndose por la persiana afilada de la isla. De repente (no es dado que los acontecimientos preciosos vengan como si nada envueltos en papel corriente), los ojos claros y la gran cabeza cornuda del reptil se reflejaron entre ramas cruzadas, tenía su mirada melancólica clavada en el ser mudable. Vibraciones van y vienen, en la modalidad visual, sin aspavientos o movimientos bruscos que propicien la retirada del salvaje espécimen.

No es impertinente tu presencia, al contrario, es un verdadero halago que tus ojos claros, limpios, serenos y curtidos de demonio ancestral se posen en este pasajero del pedacito de planeta que habitas. ¡Aja!, viniste a reclamar el puesto usurpado al pie del poste de luz, ¿no es eso?, por supuesto que no. Lo de fondo es que nunca antes una iguana terrestre se ha acercado a propósito a observar, vigilar, curiosear,  contemplar, ¿qué sé yo?, a este bípedo implume y a menos de tres metros de distancia. De corrido ha sido al revés, he sido yo el que va a por las vibraciones Conolophus, hasta estos segundos que transcurren entre tus vibraciones frente a las mías.

Tiene gracia, tú siendo la especie que cumple con los dos metros mínimos de seguridad que piden al humano visitante del Parque Nacional Galápagos con las especies que toleran su acercamiento. Eso apenas se cumple con especies impasibles como tus primas hermanas, las iguanas marinas, que se han acostumbrado a los gentíos, donde los hay, y no le temen a la más temible de las especies depredadoras. Aunque están protegidas su extinción pende de un hilo: factores climáticos, el aumento de la temperatura y acidificación del los mares reducen los espacios de la madre nutricia. Si las aguas templadas desaparecen, entonces se extinguen las algas submarinas que prosperan en su seno y constituyen el alimento fundamental de las iguanas marinas.     

Tus primas hermanas, en ciertos lugares propios para la reunión de masas, sea por ejemplo la  temporada de apareamiento, surgen como manchas de reptiles en ebullición, parecen multitudes que sobraran en vez de faltar en este mundo. De ahí que he pescado voces de ciertos paseantes desquiciados –tal vez porque el ocio provoca un estado febril al sujeto del rendimiento–, cuestionando la engañosa abundancia de tus primas hermanas marinas, “¿por qué no se las comen?”. Vaya chiste demencial más que macabro, inferido por parte de individuos de la especie de la producción y el crecimiento económico incesante que ya tiene nombre en el tic-tac geológico del planeta Tierra: Antropoceno, mi era geológica, mi era de la entropía máxima. Mira tú, los míos han superado los ocho mil millones de habitantes planetarios, y todavía pidiendo que regulen la población de especies que suman un puñado de miles en el Archipiélago Encantado.

Y yo, Homo sapiens, que soy el extraño aquí, ¿no te he aburrido con mis vibraciones? Tus vibraciones son el maná de mi alma errante.  Cierro los ojos por un minuto, o mejor aún por un tiempo inmedible, esto para ver cuando los abra si sigues ahí en tu postura de espécimen primordial atento al sujeto del reposo posmoderno furtivo. Vendrá a ser una forma de entender si este cuadro interespecies que hemos pintado involuntariamente es el resultado de una mera casualidad, es decir, tú pasando distraído por aquí a echarte la siesta de mediodía en el plinto de tu predilección y a jugar con la sombra del poste que gira cual reloj solar, estas en eso cuando eres presa de una circunstancia nunca antes acaecida que te paraliza hasta que logras huir por lo sano en un santiamén sonoro e ineludible a mis oídos. No me sorprendería tu partida instintiva, es el inveterado proceder de tu especie ante cualquier extraño impertinente. Imagino que de sopetón te topas con el cuerpo de un sujeto que no has visto templado, sesteando, en este plinto de la isla, todo él sigiloso y callado fuera de los puntos de conexión y encuentro con otros bípedos implumes. Si fuese un técnico de la empresa eléctrica que le tocó hacer algún trabajo en el tendido en compañía de otro operario, habría aportado a la bulla humana en movimiento convencional laboral sin la menor preocupación por tu presencia, hubiese ido con mis ritmos metaleros taponando los oídos y hablando a gritos con el otro también de oídos taponados con su propia música rumbera. Si hubiese traído conmigo el runrún humano, tú estarías camuflado como mínimo en el tupido arbusto de más allá, invisible al intruso.

Repitiendo la mini-siesta remolona y feliz del plinto me moví un tantito con la sombra que proyecta el poste, y me dije que si al abrir los ojos me recibía un paisaje ausente de iguanas terrestres en el rededor, sería lo más natural del mundo corriente. Puesto el piloto automático receptor de sensaciones, disfruto a tope del reposo semiconsciente, sintiéndome más observado que antes, las vibraciones Conolophus arrullan en conjunto con la brisa suave y tibia desplazando al concierto metálico de cuerdas del tendido eléctrico. Me digo, corrección: si al abrir los ojos me encuentro con iguanas terrestres a la vista sería lo más natural de este mundo asombroso.

Y abro los ojos. ¿Qué estoy mirando a poco más de dos metros de distancia? Estoy viendo que no solo que el espécimen a mermado su distancia y continúa en su posición de espectador sino que ha salido del ramaje en el que parcialmente quedaba al descubierto y ahora está sobre el lecho de hojarasca parda mostrándose entero, enhiesto a cuatro patas, la cabeza dragonil de cuernos prominentes levantada: magnífico adulto de papada aristócrata y rostro hierático, combinando los colores naranja y ocre en la piel rugosa. Se me antoja verme en él como un ser antediluviano de espinazo acorazado de púas impotentes y filudas garras de excavar y galopar en la tierra marciana. Entiendo que en vez de presentir su escape sentí su aproximación vibratoria, que a la sazón viene a ser la prueba irrefutable de que he sido reconocido por el espécimen con el cual ya hemos conectado tiempo ha, meses ha, años ha. El ejemplar muy joven es el adulto que viene a mi encuentro, es el formidable lagarto que se presenta con cadenciosas vibraciones, que se traducen así de fácil.

 No busques más al cachorro de dragón que fijaste en tu mente, allá posando en el campo de rocas volcánicas apostadas tras los molinos de viento, aquí estoy tal como soy en mi temprana adultez y la regia hembra que te observa desde donde estuve hace tantito parcialmente visible en el nacimiento del palo verde, es mi pareja iguana: nuestros vástagos están creciendo en salud gracias a los nutrientes del cactus, aprendiendo el arte milenario del camuflaje y de hacerle el quite a lo tóxico en Isla Baltra. Con el paso del tiempo ni tu ni yo volvimos a reconocernos por tercera ocasión en el lugar primero. Era de esperar, me había mimetizado con las formas de mis congéneres adultos, no podías encontrarme tal cual se te grabó mi imagen en la mente. Mi piel, mi aspecto general, se había mudado del individuo adolescente y juvenil que retrataste, mi nueva forma no iba a responder a la búsqueda visual del futuro caminante. La cosa se resuelve porque no es la primera ocasión en la que te ubico vagando por las calles de las ruinas y te he reconocido como el extraño bípedo que ante la incapacidad de verme tal cual he crecido y madurado, jamás me reconocería por sí mismo sin que los ojos de ayer se sumen al acontecimiento que he forzado esta mañana.

No tengo nombre y apellido que se me ocurra a la manera de las denominaciones de las mascotas y de los seres fantásticos que tú proyectas en base a especímenes concretos. Así como hay millones de especies para satisfacer la reencarnación como karma de una vida/muerte inconclusa, de facto hay especies para todos los gustos que inspiran la galería de engendros extraterrestres del Homo sapiens.  Pongamos que lo mío es vivir a lo bestia entrada en reflexiones, de corazón indomable, pasajero de tu época de esclavitud actualizada en el cronómetro del rendimiento. 

Sí, fueron dos encuentros cercanos con el joven Conolophus que fui entonces, suscitados por la circunstancia tuya de aprovechar el tiempo –y no de quemar el tiempo– llegando con sobrada antelación a tomar el vuelo respectivo de retorno al continente. Entre el primer contacto y el segundo promediaron seis meses (entrando en la contabilidad de tus horas), hubo dos viajes al archipiélago y la idea de dedicar mañanas completas a visitar Baltra, por fuera de la obligación de asistir al aeropuerto, fue fraguándose en tu mente antes de tomar cuerpo a futuro en el sitio, esto porque cargar la mochila de equipaje de mano en la espalda y la mochila de espectador adelante hace que la marcha no sea lo extensa y ágil que tu aspiras, rebajando el alejamiento deseado por estar con cuerda larga en las cercanías del aeropuerto. ¿Me explico bien? ¿Estamos en modo lenguaje de vibraciones?…

Estamos adentro, sintonizamos en el dial. Sin embargo, los cortos trechos de inmersión en el terreno que hiciste al comienzo, bastaron para que veas que cualquier matorral tupido y con suficiente sombra puede servir de alojamiento y de nido si es del caso. Ultimadamente, como dato curioso, has avistado especímenes que se han dado modos para ingresar –cual contrabandista superando los filtros de migración– a los jardines del aeropuerto que preceden al cuadrante de desembarco de aeroplanos provenientes del continente. Ha sido grato darte semejante bienvenida reptiliana aunque sea fugaz por la necesidad que tienes de alcanzar cuanto antes mejor la salida del aeropuerto y realizar el viaje a tu hospedaje o guarida circunstancial.

Te vi y me dije lo voy a tener cualquier rato dando la vuelta a la pista antigua por el lado de los plintos, y a lo mejor se suscita el instante propicio para conectarnos a mi manera vibratoria. Tu suerte del avistamiento de los míos cambió drásticamente, dejó de ser una cosa al apuro cargando con el peso del inminente retorno a Los Pichinchas (esas altitudes volcánicas que me son tan ajenas como imaginables por tus vibraciones), y hacerle el quite al tiempo de aeropuerto con imágenes de último momento. Tenías que decir basta, no podías quedarte plantado a cuenta de una imagen inmóvil posando a disposición del viajero en una piedra quemada.

Ahora entiendes que no era posible que permanezcamos impasibles en el sitio en el que tuvimos dos encuentros, el tercero se esfumó porque ambos nos mandamos a mudar. Te fuiste a por otras idas y venidas en la isla de tus ojos de transeúnte, yo me quedé donde nací para fugar y, vaya paradoja, entenderme con un bípedo depredador.

El joven reptil fue a por la isla entera de su residencia planetaria, teniendo el mínimo de jardines de bosque seco y guaridas por doquier para crecer en formas y colores, y hacer la transición de iguana juvenil a espécimen adulto fuera del patio trasero de los molinos de viento. Fue un error creer que se puede tener un punto de encuentro permanente entre seres de mente libre en el amplio espectro de sus propias islas. Mi isla no es la tuya, y al revés, de cualquier manera hemos tendido un puente. Y vos no volviste a caminar en los matorrales y campos de rocas de los alrededores inmediatos de las instalaciones del aeropuerto para buscar al lagarto perdido,  te fuiste a husmear en el mapa de las ruinas emancipadoras.

Te echaste a andar por las calles de grava fruto de la erosión del asfalto que son amplios caminos para el “intrépido transeúnte” y mirador de parajes que han resistido el vendaval de la condición humana. Ligero con la pequeña mochila de ataque a cimas y simas de paisajes aromatizados por la vegetación brotando de un desierto, respiras brisa salobre exquisita que sazona de profundidades  y misterios oceánicos el ambiente, silenciando el aterrizaje y despegue de aviones transportando ávidos turistas.