¿A dónde vas, paisano? A ninguna parte, chiquillo… ¿Y te queda muy lejos ninguna parte? No sé, puede estar a kilómetros de distancia, allá por el lomerío Pegujal o mejor todavía se esconde a la vuelta, saliendo del sendero de floripondios y apenas penetrando en la selvita de faiques tras el recodo. Qué sé yo dónde y cuándo estamos inmersos en ninguna parte, es intempestivo. Un concejo o advertencia también: si algún día haces de ninguna parte una suerte de ejercicio filosófico, asegúrate de quedar “atrapado con salida” porque de súbito el nirvana podría convertirse en purgatorio, recuerda que el camino a caer en infiernillos insondables de entrada es divino, ancho y entretenido.

La última vez que bajamos por el trillo de guardaparque, hace como dieciocho meses, rumbo a  Playa Rey Iguana, el senderito era poco visible, aunque se notaba que había mínimo mantenimiento gracias a los pocos que accedían a estos parajes al filo de ninguna parte.  Ahora lo encontramos apenas visible y está claro se ha esfumado el puñado de privilegiados visitantes de Playa Rey Iguana, solo la ayuda de las piedras cenizas de reconocimiento del guardaparque, apostadas en la horqueta formada por ramas de árboles bajos de bosque seco tropical, confirman a la modalidad visual y de tacto, ojos y pies, no nos hemos desviado a la espesura mimética del territorio propio para extraviarse.

Topamos con la señal grande e inconfundible, el oblongo tanque de hierro oxidado. Debió servir para acumular agua para la ducha caliente de seres privilegiados o algo así, y viene abandonado desde los años cincuenta tras la época de Colina Radar y de la época de la colonia penitenciaria que heredó a la posteridad turística el infame Muro de las lágrimas.  Lo único concreto este momento es la cosa carcomida por el óxido que es la cosa marcando la seguridad de estar en la senda prometida. Hasta aquí vamos muy bien, en el trayecto saludamos a dos tortugas gigantes adultas de Sierra Negra (macho y hembra) y a un espécimen joven que identificamos como una proyección del pasado, en este espacio-tiempo es la nueva “doncella cinturita de avispa”.

Pájara memoria, somos presa de la ilusión, y el desvío a ninguna parte nos tienta como si antes no nos hubiese tentado. Es el mismo cabo suelto reconocido como tal en circunstancias pasadas, pero vuelve a la carga valiéndose del olvido y no sugiere sino que manda a hacer lo que quedó trunco hace año y medio, y que en vez de una travesía en lo ignoto resultó el corto y diletante paseo de ida y vuelta, retornando sin apuro al tanque oxidado.

Haciendo caso omiso al subconsciente recorremos a consciencia, despiertos, esta senda linda con piedras a los costados y señalización con flechas de madera de una sola vía, es un viraje radical alejándonos del rumbo fijo a las calas del Rey Iguana. El subconsciente advirtió que el regreso a tiempo al tanque oxidado era de rigor, y la avidez de ir más allá  en lo desconocido inmediato dicta la mente convencida de hacer sabrosa travesía transversal de menos de un kilómetro, así completaríamos una ruta inédita que nos deje sanos y salvos al otro lado de brazo de mar verde de Palo Salado. La meta es empatar, por arte de magia, con el familiar senderito turístico El Condenso, antes o después de la bifurcación que desemboca en Mirador Barranco o en Playa Surf.

Pronto concluye el encanto de caminar con el piloto automático en un sendero auto guiado, la única flecha cierta es invisible y reza: a ninguna parte. Damos comienzo, en exclusividad, a la suerte de las piedras negras colocadas en la horqueta de árboles bajos. Nos aferramos a las piedras en las que, en caso de no dar con el otro lado deseado, confiamos ciegamente nos  devolverán al tanque oxidado criando mixomicetos en la espesura, cual brilla en calidad de hito de salida al Camino de Tortugas Gigantes (carretera de verano).

Trepados en la terca resolución de dar con el otro lado a mediodía, avanzamos en ninguna parte, bosque adentro. La ruta ciega desciende por grietas y cuevas agostas, más bien comenzamos a sospechar estamos acercándonos al mar, pues, el eco de las olas rompiendo en la orilla rocosa susurra que la travesía al otro lado se desvanece en aras del goce de brisa marina en una de las calas de Rey Iguana. Sea, con el bochorno amenazando en convertir el bosque bajo en suelo volcánico carente de sombras, ansiamos la orilla fresca del Rey Iguana. Eso de arribar victoriosos al otro lado del abismo verde de Palo Salado, se diluye apenas divisamos algo del mar isleño. Vaya idea insensata la nuestra de aupar a la bestia soñadora, cuando lo ideal hubiese sido ahorrarnos semejante salto al vacío y caminar directo al plato fuerte de orilla rocosa.

Ubicamos la piedra por venir y regresamos a ver a la piedra anterior rebasada para arengarnos cual quijotes del engaño: ahí está a la vista el retorno en caso de abortar la aventura a cualquier lado, a la verdad que a algún punto sorprendente nos conducirá este viaje.

¿Se acabaron las piedras de ida…? Exhaustos, mal acomodados, mal sentados, mal inclinados en el piso irregular de escoria volcánica que arde al mediodía. No había descenso, con el favor de las piedras, al mar; solo grietas y canícula inmisericorde. Dos piedras apostadas en dos opuntias, una frente a la otra, a un metro de distancia entre sus troncos rojizos y cuerpo cargado de espinas y de hojas con tunas en flor amarilla, vinieron a ser el rotundo mensaje de hasta aquí llegamos en ninguna parte.

Nos rendimos ante la evidencia palpable, bebemos el primer cuarto de litro de la bebida hidratante y damos media vuelta a destiempo. El bosque seco bajo está negado para descansar a gusto, es una quimera cometer siesta reparadora sin la ayuda humanitaria de mínima sombra que arrulle con el trino melodioso del cucuve, del canario aureola, del copetón isleño. Así no es un placer tumbarse y paladear el crujido de galápago transeúnte en pos de su tambo en la maleza. Sí, vamos a desandar, es la única opción para frenar la angustia, contamos con los arrestos para retomar la senda de las señales de madera y las flechas en sentido contrario, será delicioso transgredir su sentido, será una oda a ir en contra-vía. Tenemos tres cuartos de litro de la bebida hidratante, y esto antes de que en el recipiente se encienda la alarma cuando llega a medio litro y titile la orden “¡regresa!”.

Una, dos, tres, cuatro piedras… Y vamos a por la quinta piedra y de ahí vendrá  el resto del juego que evoca la niñez en la cuadra de barrio de pueblo chico. No asoma, ya es hora de que aparezca, la angustia va desplazando al juego: desorientación, barreras vegetales y rocosas por doquier, opuntias irreconocibles, bosque igualado. Regresemos a la cuarta piedra, y empecemos de cero. Hecho, a ver si la punta más larga va dirigida al centro o a la derecha, ambas direcciones ligeramente ascendentes, descender es tocar el fondo de lo infranqueable de los dos cactus con el letrero rutilante, ¡cerrado!

La angustia cohabita con el agotamiento, rumbo al grito de Munch y a la náusea de Sartre. La quinta piedra ni alucinando asoma, alucinar también puede ser estar en la nada por no ver lo caminado y ser presa fácil del vacío mimético. Nos extraviamos porque perdimos la capacidad de reconocimiento inmediato de piedras en el horno vegetal, el problema es que no escapamos a tiempo de ninguna parte y confundimos la salida sabiendo el punto y lugar que pisamos en dos kilómetros cuadrados. De cara al leve ascenso inabordable si es para atravesarlo a lo bestia humana desnuda, tenemos “apenas” un kilómetro de recorrido en línea recta al fondo, allá reina la paz de la amplitud, la mansa alegría y la belleza del camino de verano empezando en la caseta guardaparque y finalizando en Colina Radar; tomando a la derecha, el fallido retorno, la transversal sesgada al tanque oxidado, o sea el retorno que nos fue esquivo principalmente porque hemos renunciado a él. Si damos media vuelta de cara al descenso, promedian de cuatrocientos a quinientos metros en línea recta a la orilla marina, el creciente rumor de las olas  avisan de su cercanía; no obstante, he aquí la paradoja, es otro recorrido corto e inaccesible. Todo fue tan a la mano de ida que nos convencimos ya no de salir al otro lado sino de lograr la orilla marina como chivos en brisa tropical. Vaya petulancia voluntariosa e ilusionista la de hoy. Falta probar la transversal de Palo Salado, allá vamos a otear desde la roca prominente el nuevo mundo del Principito.

Oteando en la roca al filo del campo verde que es un abismo, figurativamente hablando, pues en concreto viene a ser un escalón benigno entre pisos biológicos, de hecho en dos o tres metros de desnivel se alterna del versátil bosque seco, brotando de fisuras del aglomerado volcánico, a la uniformidad herbosa de Palo Salado. En principio, el verdor, luce manejable, tranquilo, amable, suculento… Lanzamos a voz en cuello el modulado hohoho… hohoho… hohoho… que ya ensayamos invocando a la quinta piedra y que podría llamar la atención de senderistas del otro lado, aquellos caminantes que no se valen de piedras colgantes para salir del laberinto vegetal, pues, transitan de ida y vuelta en sendas imperdibles.

Funcionó el hohoho… La respuesta no se hizo esperar, viene del otro lado y con personas a la vista aunque irreconocibles; en todo caso, las figuras humanas resaltan por las palabras proviniendo de la única ventana que ha dejado el senderito escondido que atraviesa el bosque seco y desemboca en el laberinto oscuro y cálido de Palo Salado. Sabíamos que no estábamos perdidos sino que extraviamos el retorno confiando en la pájara memoria (carecemos de la memoria fotográfica de Funes así como él extraña la capacidad de contemplar), insistimos en errar hasta que las piedras colocadas más allá de las narices desaparecieron cual fruto podrido de la ansiedad.

La mente recupera y visualiza el último tramo a Playa Surf, aquel que corta de raíz la maraña de bejucos altos de Palo Salado, quedando en paredes vegetales entre la trocha de metro y medio de ancho. Desde que visitamos por primera vez el trayecto final a Playa Surf, lo hemos patentado como un diorama de dibujos animados. Así recreamos al Rey Iguana posando en mitad del sendero, erguido en sus cuartos delanteros de garras temibles, hierático con la cabeza levantada y ojos cerrados, sus cuernos proa al sol proyectando sombra en los fornidos pectorales, y allí prendida como un diamante la lagartija de lava de faz roja y cuello blanco de lunares negros que sí torna a mirar al retratista.

La tarde avanza ganosa de superar el bochorno de mediodía. Y la conversación con el otro lado fluye normal, digamos que acorde a la situación del extraviado, pues, estamos a lo sumo a una cuadra de las personas que nos animan a cruzar el cauce verde y dar con el otro lado como si nada hubiese ocurrido.  El mensaje es contundente, superar el abismo verde de una. Remar, remar en el  laberinto vegetal hasta pisar tierra firme. La angelical voz de La Môme Piaf, nos conducirá al lado  precavido del senderista.

Descendemos estilo oso de anteojos andino, de cara a la piedra saliente, aferrados a colgantes bejucos; no hay manera de tantear si el fondo del piso está a un metro o más abajo, sugiere un lecho de yerbas y hojarasca que aguantará el peso humano. Nos vemos atravesando, a ritmo de gasterópodo, el espacio tiempo leñoso de hierbas rastreras verdes. Sería fantástico surfear en las olas del Palo Salado y ser eternos sesteando en el instante de playa abrigada por el sol benigno de la media tarde. Pero no, sortear esta maraña vegetal es lidiar con un infiernillo tropical; no es la contemplación del diorama Estación de apareamiento, anidación y eclosión Rey Iguana. Latigazos de Palo Salado en la espinilla de piernas desnudas van marcando el empuje, el avance forzado, que a pesar de la lentitud se acerca las voces animando al gasterópodo a encontrar la orilla de su emancipación.

La cosa marcha a un final apetecido para el luchador en solitario, ya paladeamos heroica retirada. Qué sabroso es ser uno mismo el rescatista del senderista contemplativo que extravío las piedras libertarias del anarquista individualista. ¡Corrección!, un muro espeso, insufrible, de espinas largas, filosas y duras se proclama vencedor: ¡no estás hecho para doblar espinas! Vaya lidia, nos estancamos apenas a veinte metros de la meta, esto acorde al cálculo de mis informantes que solicitaron agite una rama o vara larga por encima de la barrera. Así de pequeña la distancia al otro lado, así de grande el muro de espinas. Ellos observando de arriba y nosotros sumergidos en el comienzo del último peldaño a librar; a la verdad, de voz a voz estamos todavía más cerca. Descartada la escapada airosa del hoyo vegetal, cumplimos comunicando a Alonso, el brasileño, y a La Môme Piaf, la imperiosa necesidad de un machete láser que a derecha o izquierda allane el rescate.

Basta de fatiga, allá vamos, fue la respuesta tajante de Alonso, el brasileño. El hecho de resignar una salida silenciosa y furtiva del agujero de verde, no fue óbice para transformar la adrenalina derramada en alivio. La siesta fallida en Playa Rey Iguana, cambió radicalmente de sitio, y nos es posible disfrutar de la fresca quietud claroscura de la alfombra musgosa que el  piso elevado de bejucos de repente obsequió. Mariposas monarca, grillos melanocera, avispas versicolor, copetones cazamoscas, canarios aureolas, cucuves curiosos, se unieron a la melodía prístina de La Môme Piaf ensalzando el laberinto de Palo Salado.