PELETERO

 

Apenas olió en el viento a su favor la presencia del buscador, abrió sus lánguidos ojos melancólicos y se incorporó en sus cuartos traseros lanzando un gruñido y abriendo sus fauces de respetables colmillos se desperezó echando la cabeza hacia atrás sin dejar de vigilar su entorno inmediato, sabiendo que el bípedo implume no iba a ir a por él teniendo que des-escalar un pedazo de pared conformando una medialuna de vértigo. Por supuesto, no se equivocaba, el descenso vertical más que impracticable es una linda barrera; qué suerte tener un abismo como si fuese el dispositivo que mantenga la mínima distancia entre especies mamíferas. Así que no hay manera de malograr mi instante con el Lobo Fino, está descartada una grosera aproximación del buscador. El contacto visual mutuo vino espontáneo y directo, a cuatro a cinco metros de distancia aérea vertical de la repisa donde él descansaba. La fuga a por lo sano del espécimen salvaje hubiera sido inevitable si las circunstancias, los accidentes del terreno, no se alineaban con el caminante.

 

 

 

Lobo Fino ya tuvo suficiente de contacto visual interespecies, se mueve moroso en la plancha que tiene figuras romboides como si se tratara de baldosas de granito café empatadas por la mano invisible de la erosión. De fenotipo compacto, fornido, musculoso y rollizo a la vez, se desliza hacia delante con sus aletas anteriores flexibles y diseñadas por la evolución para adherirse a la roca seca o húmeda haciendo de él un experto en moverse en cascadas de rocas ciclópeas, sobrepasar escalonados riscos saliendo del océano para secarse y descansar con largueza o entrando al océano para pescar. Se para con vista al piélago de fondo claroscuro y tintes metálicos, y da la espalda al otrora Homo sapiens cazador-recolector, infiriéndole mirada de adiós oblicua, lánguida y me animo a decir cómplice. Lobo Fino se tendió de panza, cuan largo es, en la cama calentita de mediodía ecuatorial, a recuperar su sueño primordial interrumpido.

 

En busca del Lobo Fino