Aristocrática iguana del orden jerárquico Venustissimus, de majestuosa cabeza cornuda, ojos claros y dorso espinado realzando verdes, blancos, rojos y negros, de piel áspera y sangre fría en pos de vitaminas solares, hacía guardia en el Portal de Las Botellas. Detuve la marcha a la distancia de rigor que no perturbe su tarea sagrada, y sin más dirigí mis vibraciones matinales al sereno reptil. “Su merced, descendiente directo de las deidades de las estrellas oceánicas del multiverso, criatura endémica de la isla que me acoge en calidad de caminante total, ser de la sonrisa hierática por naturaleza divina, ¿me permite pasar… voy en busca del Lobo Fino?”.

Aquí estoy haciendo la primera parada desde que me eché a caminar al alba y con el buen augurio de la tórtola del anillo azul envolviendo sus párpados, la que señaló el sendero de una jornada de contacto con la isla profunda, salvaje. Aquí estoy estirando mi sombra en la plancha de roca tibia acaramelada, recibiendo a gusto sendos rayos solares de la mañana temprana de piélago manso, presagiando una jornada de bajamar indeleble en la orilla rocosa de Isla Floreana. Respiro la brisa suave trayendo aromas del bosque de Palo Santo por atravesar, aspiro a una mañana de calorcillo contenido en los barrancos del Lobo Fino, aspiro a un día de oleaje eléctrico y piscinas cristalinas matizando con cielo celeste, nubes volanderas, garua inocente y brisa traviesa.

El magnífico espécimen de iguana Venustissimus, erguido en sus cuartos delanteros de pectorales festonados con pinceladas turquesas, vibró y un rotundo “adelante” se tradujo en mi mente. Las ventanas oculares del guardián apenas eran un trazo gris acuoso, y sin embargo remitían alerta cuando atravesé el portal que se animó al otro lado con la iguana idéntica que abrió sus ojos de esmeralda resplandeciente, ojos grandes y rasgados, era el reflejo intenso del mar de Portal de Las Botellas.

Atravesando el bosque de Palo Santo que brota de las entrañas de lenguas lávicas cobrizas de cuatro millones de antigüedad, me sumergí en baño sauna ancestral del que se emerge exfoliado y aromatizado por dentro y por fuera incluyendo la indumentaria y lo que porta la mochila ligera del transeúnte. Al cabo fui a caer en el campo rocoso de molones grises adosados a la línea de vanguardia de manglares bajos, tupidos, infranqueables para el caminante que avanza pegado a sus raíces evitando el oleaje de los prolegómenos de bajamar, con la pleamar dando postreros coletazos.  Aún no podía beneficiarme del apogeo de bajamar, que es cuando se descubren las playitas de caletas recónditas con sus tesoros faunísticos  del mediodía. Así es como vislumbro el retorno, en su clímax paisajístico, libre de vadear caletas anegadas e irreconocibles por la arremetida de pleamar.  

Dejar atrás segmentos de orilla rocosa es la única manera que conozco y aplico en este ir en pos del Lobo Fino, que en sí es la propuesta de avanzar más allá de Remanso Primordial y Playa Escondida, es decir, romper una barrera física y temporal. Cruzo sin novedad el campo gris de  molones del Cíclope, ingreso a las formas rocosas que se asemejan a la miniatura de una metrópoli gótica devastada por una ola de calor calcinante, figuro las ruinas oxidadas de rascacielos que fueron agujas proa al sol y que al cabo devinieron en escombros y fisuras ocres que benefician a las lagartijas endémicas de la isla, de apellido Grayii. Cuando el azote de pleamar se aleja, el despojo de la otrora febril metrópoli liliputiense, se transforma en zona de veraneo de graciosos y pintorescos lagartijos.

Sí, doy fe del Paso del Ermitaño, aunque vendría irreconocible si no fuese porque en mis progresiones de orilla rocosa lo he superado de ida y de vuelta, en el apogeo de bajamar que es el momento indicado de observar el cuadro completo en la dimensión liliputiense que inspiró su nombre. Ahí figuro una cala de arena blanca que se adentra serpenteando entre dos farallones de granito azabache, y en estrecha playita se avista el menudeó de especímenes que  cargan su morada. Es alucinante ver en movimiento al cangrejo ermitaño, con patas y pinzas peludas incorporando a su fláccido estomago, y por ende a su andar, a una concha de caracol  del molusco que la abandonó. El churo es la casa que lleva a cuestas el individuo, es como si fuese parte biológica de su ser, por ello es un goce observarlo recreándose a su aire, pues, en estado de reposo es una concha de caracol más tomando baños de sol, solo en movimiento surge la pinturita viviente del ermitaño. Ahora que el paso se encuentra inundado por el oleaje, sigue siendo un hito de los hitos del paisaje del condumio del tiempo, así estén invisibles los pacíficos cangrejos cenobitas de anteayer.

Los pasajes solitarios se suceden y asumo que los clanes de tortuga prieta y tortuga carey se reservan para el mediodía el brotar de su lecho marino a la amplitud de playitas de marea baja en flor, las tortugas marinas son en sí el gran florecimiento de la arena granulosa de calas que cobran vida de repente. Playitas grises que de estar tomadas por el oleaje se vuelven calas paradisiacas donde reposan bañistas de sensualidad prehistórica. Me reservo el derecho de asombrarme si al retornar a puerto me topo con la versatilidad de sus cuerpos prietos, cuando el buscador del Lobo Fino de media vuelta lo encuentre o no. Este buscar en la magia ancestral continuará vigente más allá de esta jornada propicia para instantes hermanados en la cosecha de absolutos.       

Entro de nuevo al bosque seco sorteando muro saliente de orilla formado por conglomerados de rocas saponáceas que obligan a desviarse un tanto por la parte inferior de la colina poblada de árboles de Palo Santo y esporádicos Cactus Candelabro, es una vegetación que literalmente se levanta de raíces aferradas a los resquicios del piso deleznable, no faltan individuos aéreos que desafiando la gravedad cuelgan de los riscos. Salgo del bosque aromático que está reñido con la sombra y regreso a la tibia brisa marina de orilla empinada en la línea de roca desnuda. La tonalidad pajiza de arriba contrasta con los campos de molones azabaches golpeados por el mar espumoso que de repente, intermitente, trae o lleva iguanas Venustissimus; el horizonte inmediato es azul mientras el piélago de fondo metálico no da visos de islas cercanas o distantes del archipiélago. 

Llego al mirador que comparto con tres piqueros de patas azules acicalándose, diviso Playa Escondida que a su vez esconde al remanso de pozas salinas que si están vacías dan la impresión de ser letrinas descargadas al océano y no aportan al conjunto de orilla que simula un oasis tras tortugas y leones marinos surfeando olas salvajes. Solo cuando me pare allá sabré si habrá el beneficio de un paisaje pleno con añadidos faunísticos endémicos o si he de transitar por una suerte degrada de las cochas que guarda Playa Escondida. Entretanto parejas que hacen el cuadro maternal de amamantamiento de leones marinos se descubren en la arena cálida y seca que precede a hierbas rastreras vaporosas y retazos de manglar de avanzada, propiciando espacios horizontales mullidos para refocilarse con el benigno sol de la mañana, púber aún, acariciando cueros recios y de abundante grasa para bregar en el mundo submarino.

La playa inclinada de punta a punta, vino encerrada entre la barrera de rocas terrosas de ralo bosque seco -por la que accedí a su seno- y la barrera gris mojado de rocas salientes todavía azotadas por la marea en retirada. Playa Escondida es presa del oleaje que cubre la mansedumbre de la laguna que se forma con la marea baja en su clímax.  Evoco el suceso que permite reflotar a planchas volcánicas copadas por suculentos lechuguines, tanto que invitan a devorarlos  con los dientes especializados de la iguana Venustissimus.         

Las camas de arena contienen a los protagonistas del breve contacto visual con la especie de mamífero bípedo implume. Por un lado el espécimen Homo sapiens y por el otro los críos maltones de las dos grandes y vigorosas leonas marinas. Ellas consintiendo a su respectivo púber lleno de vida, se nota a la vista que se trata de cachorros bien levantados por las progenitoras que adormiladas cuán largas son apenas se dignaron a ver al intruso de reojo y entre pestañeos. La corpulencia de los críos me sugiere que podrían tener el tamaño del lobo peletero adulto, hasta aquí un neófito podría confundir a los primos marinos endémicos de las islas Galápagos, pero cuán definitorio es el comportamiento social austero de la especie  Arctophoca galapagoensis (Lobo Fino) frente a la sociabilidad generosa del León Marino (Zalophus wollebaeki). Me enteré que el Lobo Fino, con una población azas menor que la de sus primos (aunque ambas especies se hallan en peligro de extinción), huye a por lo sano a su cueva, y no soporta la intromisión del Homo sapiens en su hábitat  preferido de acantilado.

De esto último se desprende que no tiene sentido ir en busca del león marino galapagueño porque lo tengo a la mano en los malecones de los puertos urbanos de las cinco islas con asentamientos humanos permanentes del archipiélago. No obstante, es conmovedor sentirlos a los leones marinos en lugares propios, remotos por originales, como Playa Escondida y como el rumbo fijo a las calas y barrancos desconocidos que al dar la vuelta a esta ensenada descubriré a paso lento, a ritmo sustancioso. Gracias a los críos de león marino en flor, me quedó el gustillo de un aperitivo sabroso de lo que podría ser el banquete de un intempestivo hallazgo del Lobo Fino. Uno de ojazos negros húmedos, grandes y rasgados; un ejemplar de esos que imponga el circulo máximo de seguridad para que el intruso no perturbe su idílico tiempo-espacio en el regazo materno de Gea.

Remanso Primordial arriba con buena salud y se aúna al encantó del momento de transición a porvenires que se crearán sobre la marcha. Comanda a los sentidos la modalidad de lo visual que es la precursora del caminante, dónde pisar y qué pisar para no irte de bruces; lo que los ojos reflejan es el sendero de los demás sentidos complementarios de la totalidad de la aventura de inventarse en soledad radical. Soy el ser primordial medrando en la naturaleza original de la isla adolescente, soy el bípedo depredador milenario abriéndose paso en la aproximación a los cinco millones de años de antigüedad terrena de Isla Floreana. Hasta aquí, lo conocido es un pasado inmediato de hitos que he reconocido, mientras el futuro inmediato es lo flamante en que colgar hitos a recuperar en el regreso a Puerto Velasco Ibarra. El más allá  constituye el dar la vuelta a la ensenada cortando por lo que avisto como una lengua lávica de rocas amelcochadas con su porción de grietas laberínticas que salvar.

Las tres cochas salinas son rectángulos que unidos forman una ele, llenos por encima de la media lucen a tope, reflejando su entorno en la película de agua. Cosecho amplia pintura bucólica: pastizal verde y selvitas de vegetación leñosa cubriendo el lecho volcánico. El conjunto se asemeja al oasis que he preservado en la mente, cálido paraje resguardado del viento y el oleaje por murallas de adobe. A primera vista del gran angular humano y no a vuelo de pájaro, las cochas y su contorno vegetal no muestran especímenes de la avifauna que otrora copaba el espacio acuático con trompetadas e intensos rosas de flamencos, sumándose al festival emplumado sendos patillos de cola pintada nadando en las turbias aguas cargadas de microorganismos, golosinas gourmet .

Advertido de que es cosa corriente tardar algo el ver a garzas adormiladas entre el pasto y la vegetación leñosa del otro lado, que en su quietud se camuflan con su plumaje pardo y cenizo, peine despacio los filos de cada uno de los rectángulos acuáticos y cobré recompensa al ubicar a tres insignes especímenes correspondientes a tres especies de aves de orilla solitarias. Cada quien viene reposando por separado en su parcela herbosa y, por añadidura, reflejándose en recuadros de la película de agua que recoge la danza nupcial de cielo y tierra.  A la izquierda, la garza ceniza Cognata, alta y desmelenada, fiera glotona insaciable; al centro, el búho campestre Galapagoensis, taciturno noctívago de aspecto manso; a la derecha, la garza de lava Sundevalli, amodorrada en su camuflaje de piedra plomiza. ¡Vaya lujo imperdible!

Hago el tramo postrero del conglomerado de lava petrificada, sorteando grietas respetables de la cascada melcocha desciendo a la orilla de molones grises lavados por el oleaje. Las olas reventando en la orilla rocosa se convierten en un halago visual, sónico y olfativo con golpes de brisa oceánica, es una suerte para el surfista imaginario que se cuela en túneles turquesa. La cascada melcocha vino engalanada por los verdores de los flancos; a diestra, lechugines suculentos fruto del humedal; a siniestra, el bosque de manglares bajos que brinda el alivio de corto y directo acceso a la orilla de la calas que develarán laguna mansas a la hora del clímax de bajamar, calas que incorporaré a mis recuerdos memorables dependiendo de si las tortugas marinas salen del agua y cual piedras preciosas se exponen en pálida arena al sol. Lo que sí tengo a la vista es leones marinos variopintos que surgen aquí y allá mientras avanzo por   ligero campo de piedras que conduce a la base del gran escalón del acantilado. La tarea que tengo por delante es saber si es practicable el escalón cuando ataque a la roca cimera, prominente y gris.

Asciendo por gentil pendiente de lengua lávica de formas caprichosas, mostrándose  tal como se enfrió en su retirada al océano. Atravieso borbotones de fuego magmático estático, un pedacito de la erupción del volcán submarino que creó la isla hace tantito en la edad geológica del planeta Tierra. Más allá, apenas a metros del espacio seguro que da viada y alegría al “intrépido expedicionario” en busca del Lobo Fino, sigue en paralelo el abrupto y tortuoso filo marino, salpicando espuma de las fauces marrones del abismo.  Acá, el tiempo-espacio de las iguanas Venustissimus, se adorna con los tallos mostaza y flores de capullo blanco que brotan del suelo pétreo, son mechones  o islas de florecimiento encendido  que tiene de fondo la cortina metálica del piélago. Dos ambientes en contrapunto se han tomado el escalón que conduce a Barranco Gris, el pequeño mundo colorido de sociedades vegetales naciendo de un piso exangüe y el inconmensurable mundo del océano que se remite a leviatanes primordiales, y combinan bien en expectante transición de microclimas.

 La cima de Barranco Gris revienta en ventosa explanada claro oscura, cercada por una muralla  a tierra alejándose del acantilado.  El suelo viene ondulado en la plataforma aérea que brilla por la multiplicación de los mechones vegetales de tallos mostaza coronados por capullos azucena. La ausencia de iguanas marinas Venustissimus, indica que no son asiduas a la sombra, vientos  y corrientes marinas del tope del acantilado y menos aún a su máxima verticalidad, con extra-plomos y una exposición aérea de vértigo, incluso para estos insignes des-escaladores en roca húmeda saponácea. El espectáculo feroz de Barranco Gris culmina en un boquete cargado de ecos de sirena y murmullos del piélago, abriendo agujero perpendicular que, cual rodadera de piedra lisa, cae a un arco que se yergue majestuoso con un pie en el agua y el otro que parte del piso inferior del barranco. De esto último doy razón al descender y volver a ascender a lo alto de la cascada de molones ciclópeos que trajo consigo una meseta de arena, vegetación leñosa, rocas planas y una placa pétrea levantándose inclinada en el vacío, tomada por iguanas Venustissimus al sol y en manada sorprendente.

La potente visión de los ambientes de Barranco Gris copa mis sentidos, asumo que el fin de la búsqueda concluirá teniendo como principal ingrediente del plato fuerte del día, (en conjunto el plato fuerte es la aventura de bordear algo o mucho de la costa rocosa del misterio llamado Floreana), a los jardines, paisajes y agujero negro del acantilado. En todo caso, no encontrar al Lobo Fino en vivo, palpitante, posando involuntariamente para el retrato que hará de él un extraño Homo sapiens, no deviene en problema existencial para el buscador. Me digo que el ideal de búsqueda permanecerá saludable en el sujeto de la experiencia. Es el impulso de buscar en uno mismo lo que mueve hacia la soledad radical del Arctophoca galapagoensis, de no ser así me habría quedado en casa, sumiso al decadente sujeto del rendimiento cronometrado, y este preguntándose cómo sería el documental, en primera persona, de una aventura de Don Quijote, siglo XXI, en Islas Encantadas.

Dar media vuelta es parte sustancial de este viaje en brisa de bajamar y me eximo de metas que se sustenten en el culto al hombre exhausto, el que no deja espacio-tiempo para el asombro al trayecto de regreso. He superado eso de ser pasto de la fatiga del caminante que se raja en el trayecto de ida como si no hubiese un segundo tiempo que atender en la apuesta del día. Sería fantástico que uno se olvide del regreso porque habría a la mano una suerte de teletransportación al punto de partida de esta jornada, es decir, Puerto Velasco Ibarra. Pero no es asunto de negar y denostar al trayecto de regreso, así sea pesado en comparación con la frescura de la marcha mañanera. Es el contraste entre la ida y la vuelta lo que completará esta jornada en la intemperie salvaje, negar el regreso sería dejar en blanco las calas de bajamar, sus playitas y piscinas libres de aguajes. Lo cierto es que la única alternativa que abre el futuro de orilla rocosa es poner coto al viaje de ida, y esto es aprovechar la ausencia del Lobo Fino, que no está aquí y ahora para satisfacer antojos.    

 Sí, cuando la retirada había tomado cuerpo, se materializó el hallazgo intempestivo del Lobo Fino, encuentro que alumbra al sujeto de la experiencia sin enceguecerlo. Allí está su excelencia peletera a la vista, corpulento cazador submarino en reposo, colgando la cabeza de oso de trompa anaranjada-tomate del lecho que provee luz y sombra, calor y frescura terrenal.  Mi posición privilegiada permite un cuadro entero inmejorable, de arriba hacia abajo, del regio espécimen; estoy parado en el mirador que iba a ser el de la media vuelta y no el del hallazgo. Asumo que el lobo peletero lleva horas fuera del agua por los colores relucientes pardos, tomates y grises del doble pelaje. El pelo exterior hace que resbale por el cuerpo el agua lluvia y dispersa las vitaminas del sol; el sub-pelo es el que mantiene el cuerpo seco, caliente y ventilado a la vez. He observado imágenes de ejemplares recién salidos del agua y su aspecto empapado es marrón con notorias estrías, o tirones de pelo, en el pecho y cuello que dan la impresión de haber sido aruñado y rasgado por garras filudas.

Apenas olió en el viento a su favor la presencia del buscador, abrió sus lánguidos ojos melancólicos y se incorporó en sus cuartos traseros lanzando un gruñido y abriendo sus fauces de respetables colmillos se desperezó echando la cabeza hacia atrás sin dejar de vigilar su entorno inmediato, sabiendo que el bípedo implume no iba a ir a por él teniendo que des-escalar un pedazo de pared conformando una medialuna de vértigo. Por supuesto, no se equivocaba, el descenso vertical más que impracticable es una linda barrera; qué suerte tener un abismo como si fuese el dispositivo que mantenga la mínima distancia entre especies mamíferas. Así que no hay manera de malograr mi instante con el Lobo Fino, está descartada una grosera aproximación del buscador.  El contacto visual mutuo vino espontáneo y directo, a cuatro a cinco metros de distancia aérea vertical de la repisa donde él descansaba. La fuga a por lo sano del espécimen salvaje hubiera sido inevitable si las circunstancias, los accidentes del terreno, no se alineaban con el caminante.

Lobo Fino ya tuvo suficiente de contacto visual interespecies, se mueve moroso en la plancha que tiene figuras romboides como si se tratara de baldosas de granito café empatadas por la mano invisible de la erosión. De fenotipo compacto, fornido, musculoso y rollizo a la vez, se desliza hacia delante con sus aletas anteriores flexibles y diseñadas por la evolución para adherirse a la roca seca o húmeda haciendo de él un experto en moverse en cascadas de rocas ciclópeas, sobrepasar escalonados riscos saliendo del océano para secarse y descansar con largueza o entrando al océano para pescar. Se para con vista al piélago de fondo claroscuro y tintes metálicos, y da la espalda al otrora Homo sapiens cazador-recolector, infiriéndole mirada de adiós oblicua, lánguida y me animo a decir cómplice. Lobo Fino se tendió de panza, cuan largo es, en la cama calentita de mediodía ecuatorial, a recuperar su sueño primordial interrumpido.

¡Adiós Lobo Fino! Hago el camino de regreso ubicando y siguiendo los hitos naturales a la mano en la línea costanera tortuosa. El instante duró lo que tenía que demorarse en un tiempo inmedible, no hay cartabón que mida un tiempo así porque es recobrable. Ha sido capturado el instante con el Lobo Fino, vendrá involuntariamente a la mente a manera de ficción y se prolongará a futuro. Estoy cruzando el último accidente rocoso antes de alcanzar la amplia plataforma-jardín de Barranco Gris; cualesquier prisa está de vacaciones una vez materializado el hallazgo, cuando me había resignado a que el suceso quede pendiente sin que por ello descompense la aventura que provocó su búsqueda. Las  sensaciones y emociones por venir son un tiempo extra, un valor añadido propio al retorno.

¡Bienvenido Lobo Fino, el vigía!  Acabo de descubrir a Lobo Fino, el vigía, a la distancia. Calculo que está aproximadamente a quince metros en línea directa perpendicular, digamos que un escalón arriba, desde mi lado aéreo de observación. Comparado con Lobo Fino, el joven, que dejé recuperando su sueño primordial en la plancha de las figuras romboides, este espécimen viene a ser un adulto de fenotipo augusto, un súper alfa circunspecto y de aura venerable. Figurando el vértice de por medio entre dos aristas formando una V pétrea, el peletero vigía se halla estacionado arriba, en sí retrepado en soleada repisa bajo el extraplomo que sobresale de Barranco Gris, cual trampolín al vacío. Yo me encuentro erguido en el rellano de arena que preside al ángulo agudo del acantilado, y que es el paso ascendente a la plataforma-jardín de Barranco Gris. Dueño de un círculo de seguridad infranqueable Lobo Fino, el vigía, luce su porte aristocrático escrutando de espaldas al océano.  La masa de agua salobre, retrayéndose en el apogeo de bajamar, desvela campos rocosos cubiertos de algas y líquenes de tintes ferruginosos brillantes y jugosos por la espuma marina retenida.

Medito en que hubiese perdido el momento de hacer contacto visual mutuo con Lobo Fino, el vigía, si pasaba de largo desapercibido de su presencia vigilante desde la repisa que lo acoge, o si él estaba de espaldas a mi transcurrir. De no parar a escrutar en su dirección, habría alcanzado rápido  el rellano de Barranco Gris y una vez en su jardín me hubiese alejado instintivamente del vértigo del trampolín que cubre y sobrepasa la repisa a manera de visera. No soy clavadista por deporte y, la visión de semejante invitación a precipitarse en el vacío, es digna de respeto y admiración siempre que esté en posición de provecho contemplativo, alejado del vértigo tal cual me encuentro aquí y ahora. Asumo  que Lobo Fino, el vigía, me ubicó con la vista y el olfato, lo cierto es que se disparó un resorte en mi consciencia porque me detuve para alzar a ver hacia el reclamo de sus ojazos anfibios. El contacto visual se concretó sin más preámbulos que el de reflejar su personalidad mayestática en mi mente diciendo sí, es un lobo peletero distinto al joven aún de hace un instante, es otro individuo en otro instante y tiempo-espacio, y pertenece a la rara especie que estás aprendiendo a distinguir sobre la marcha.

Así acontecieron y se sucedieron dos hallazgos intempestivos de dos especímenes diferentes de Arctophoca galapagoensis, ambos reinando en sus lugares e invisibles el uno al otro por los accidentes geográficos de la zona. Tan solo mediaba un tramo de terreno mínimo y el tiempo de marcha entre el adiós a Lobo Fino, el joven y la bienvenida a Lobo Fino, el vigía, fue fugaz. Apenas empezaba a digerir el primer hallazgo de alta intensidad vino el segundo hallazgo de moderada intensidad. En todo caso, hay harto para rumiar a futuro cuando las imágenes de Lobo Fino, el joven y Lobo Fino, el vigía, rueden en lo espontáneo por venir, cada cual en su dimensión adquirida, allá en la mente del sujeto de la experiencia. No quepa duda que el primer encuentro generó el segundo encuentro, y que con Lobo Fino, el joven, hubo singular conexión por la cercanía interespecies sumando a ello la inminente decisión de retornar a puerto con suficientes arrestos para que la vuelta no encarne a la fatiga y el desencanto.

Lobo Fino, el vigía, vino a ser el extra que hizo del inicio del retorno un acontecimiento festivo. El contacto visual fue moderado en su intensidad temporal por los quince metros de distancia de ser a ser y, de facto, por la barrera abrupta que al bípedo transeúnte lo separaba de la repisa aérea que a gusto la tenía por inalcanzable e impracticable para sus básicas habilidades escaladoras a la intemperie. Y a gusto fue también para el consumado escalador natural de paredes escalonadas y húmedas que es Lobo Fino, el vigía, que si no fuese así no se atrevería a sortear de arriba a abajo rocas en cascada de vértigo. Cómo sería de divertido verlo al bípedo implume sumido en su retorno de mediodía, a caballo entre el cuidado instintivo y el ser peripatético. Es decir, sería un goce platónico verme a mí mismo con los ojos del vigía. Verme desde arriba sumido en visones a la vez que la máquina biológica impele al caminante que porta el mismo corazón del cavernícola para capear lo agreste. Contemplo al mismo tiempo que evito caídas catastróficas, aunque de súbito y en moción lenta puedo ser presa de golpes ridículos que duelen al sujeto de la experiencia y que le provocan ira e indignación por haber sido resbalones eludibles.  

La boca del rodadero fruto de caprichos eruptivos, emite ecos de bajamar que auguran calas con playitas y lagunas que estaban escondidas a la venida y que cursando el mediodía serán paisaje inédito allende la plataforma-jardín de Barranco Gris. Hago el descenso a la orilla sinuosa de arena cercada por campos de piedras menudas sueltas, yerbas rastreras rojizas y manchas verdes de manglares de avanzada. En las postrimerías del escalón que combina un filo de vértigo marrón, desniveles de locura, con racimos de flores brotando cual creaciones impresionistas, retrepados en roca acaramelada del parapeto dentado que parece brotar de  de las fauces de un leviatán varado, se agrupaban piqueros de patas azules. Talvez una docena de estas aves pintan de gracia alada la acuarela de la tierra, el mar y el cielo que en un pestañeo fueron tomados por volandera garua.

Dejo los ambientes pardos y grises del tiempo de acantilado, dejo la garua volandera para meterme en la caleta de piscina turquesa. Apenas superando oblongo muro rocoso que se difumina en aguas serenas, me sorprende el reflejo de orilla marina viviente. Qué más vívido que las tortugas marinas de carey compartiendo espacio-tiempo con sus primas hermanas las tortugas prietas. El paisaje de las tortugas marinas entró por los ojos completando la transición del silencio sobrio y a la vez rugiente del Barranco Gris a la fantástica realidad de laguna y playita de arena cremosa granulada. El asombro acudió raudo como si fuese la primera ocasión que tras amigable promontorio de roca lávica reviente un mundo de reposo veraniego para exhaustas tortugas marinas que cruzan océanos por sí mismas, atraviesan distancias inimaginables para cualquier distraído peatón, para desovar en esta isla o de hecho solo para hacerle el quite a su hado peregrino. Asumo que es una pausa deliciosa tras los peligros salvados ayer para volver a nuevos peligros que salvar mañana mientras sea presa del bípedo implume: el exterminador planetario por la gracia de los apóstoles de la entropía máxima.

Cómo explicar estas obras de arte migratorias, palpitantes, que en sí son las tortugas marinas; seres de alcurnia eónica reptiliana, especímenes que impresionan con sus escamas de figuras geométricas de rabo a pico, pinturitas de aletas inferiores y superiores.  Embelesa el caparazón fulgido matizado por colores monocromáticos, encanta el caparazón que irradia pinceladas abstractas de carey.  Las escamas  de la cabeza son oleos del cubismo biológico, de líneas blancas dividiendo y dando forma a mosaico evolutivo en la escala de colores marrones y derivaciones de fuegos encendidos por la luz del mediodía.    

De hecho, es valor adquirido lo de asombrarse de repente en los circuitos personalizados que hago en las cinco islas que tengo permitido crear y recrear instantes que se alumbran por sí mismos y se apartan de la caverna globalizada en los móviles. Fue la primera vez que aterricé en estas calas de bajamar, con tortugas marinas de por medio, que serán barridas por el oleaje de la marea alta en su apogeo crepuscular. Me quedo con su mediodía fastuoso y tomo sin regresar a ver el atajo laberíntico de la lengua lávica petrificada por encima de humedal reverberando.

No recojo los pasos del remanso camuflado entre verdes matas, y no echo en falta las aves de orilla de la mañana porque es otro devenir; vuelco mi tiempo-espacio de retorno en re-andar más allá de Playa Escondida con rumbo fijo al puerto. Estoy en terreno que conforme me aproxime al Portal de Las Botellas, será más reconocible el final del regreso, entretanto quemaré etapas para que de sus cenizas surja la iguana marina Venustissimus.