por Juan Arias Bermeo | May 1, 2018 | Mini Ensayo
Nostalghia (película)
“1 + 1 = 1”, reza en uno de los cuadros cinematográficos húmedos que brotan de la nostalgia de Tarkovsky. Las paredes rústicas y las ventanas silvestres le sirven para mostrarnos una obra de arte maestra, acabada. Son las pinturas elegidas para el orden de su universo una vez que superó el caos de la gran explosión creativa. Las imágenes ruedan ralentizadas ante los ojos del iniciado, es como si estuviera presenciado una exposición pictórica del genio que ha capturado el mito y la magia, que tiene abiertas las puertas de la percepción de corrido, no como una graciosa inspiración callejera sino como un despertar místico inherente a su conciencia de vividor.
“Los sentimientos no hablados son inolvidables”, Tarkovsky
Si cae un trillón de gotas de lluvia en un bache seco hace una charca y no un mundo de gotas aisladas. Si colocas una gota de agua sobre otra gota de agua en tu mano, no hacen dos gotas de agua separadas sino una más grande, afirma el general “loco” del pueblito montañés petrificado en vahos de aguas calientes, sulfurosas, santificadas por la fe del esclarecido. Las ruinas del castillo del general “loco” están rodeadas por los verdores de la campiña otoñal, colindando con un pueblo de callejas entregadas al amor de líquenes y musgos. Llueve, llueve, por todas las habitaciones de la morada invadida por los charcos y las botellas que tintinean proveyendo la última sinfonía acuática a los sobrevivientes –el general y su perro-, que están en un tris de abandonarla sin retorno. El general “loco”, no regresará a sus nublados óleos montañeses porque va a inmolarse por el agua que ensucia el hombre indiferente a la sencilla belleza de la creación, porque la humanidad se ha convertido en una efigie ajena a la naturaleza prístina. Magnífica arenga la del general “loco”, en un italiano eufónico, seguida por los activistas que protestan dispersos en los graderíos y en la plaza del capitolio romano, interpretando con sus cuerpos rígidos como estatuas la inacción humana ante su autodestrucción. El general “loco” representará la capacidad que tiene la humanidad para arrasar consigo misma, lo hace ardiendo desde lo alto de la escultura ecuestre del emperador romano poeta-estoico Marco Aurelio, esculpida en el Renacimiento por Miguel Ángel.
Los versos de Tarkovsky padre guían la contemplación de Andrei, son chispazos del pasado que inventan la música del agua del presente. En la cinematografía las formas del agua no faltan, en Nostalghia es líquido viviente que despliega poesía en el metraje de principio a fin, ya en vapor, ya en lluvia, ya estancada en una piscina, ya corriendo cristalina por el soleado remanso del ritual de los adioses. La habitación claro oscura del hotel, pintada con una soberbia monocromía y sobriedad minimalista, muestra una riqueza espiritual abombada, turgente, es parte de la sensual humedad. El máximo adorno de esa habitación que invita a poseerla, a hundirse en su cálido regazo, son el baño y las ventanas. El baño no tiene puerta para ser un cuadro romántico de luz blanca enmarcado dentro de la pintura grande que es la habitación que se refleja en el espejo. Las ventanas son visillos que se bambolean con el viento y dejan pasar una lánguida luz aunque vigorosa, lo justo para que el cuarto entre en pálido calor. Esta sobria habitación de alquiler contrasta vivamente con el cuartel colapsado del general “loco”, ahí sólo él y su perro pastor conocen las islas con techo entre un sinfín de charcos y botellas melodiosas. La nostalgia de Andrei Tarkovsky, no es el sentimentalismo absurdo del ser humano que desea perennemente la utilidad de lo que lo rodea para nunca calmar a su fantasma famélico de posesiones y consumismo desaforado, es la sobreabundancia que brota en las montañas tras la tempestad, es conectarse con la intemporalidad del hogar fundido al sol, a la luna, al bosque, al estanque y al silencio.
por Juan Arias Bermeo | Mar 24, 2018 | Mini Ensayo
“¡Y habláis del cielo, vosotros que deshonráis la tierra!”
H.D.T
Walden, llama la soberbia laguna septentrional de Concord, Massachusetts, que propició el amanecer de Henry David Thoreau. Walden, en estos días de oscurantismo tecnolátrico (de medioevo digno de la ciencia ficción lemniana, donde el progreso del antropófago consiste en rendir pleitesía a sus cadenas), aún se presenta encantadora. Su ecosistema lacustre y entorno boscoso, ha resistido a la época del ser humano caído en la cosificación de su alma, luce tan fresca y dominante como el legado filosófico del yanqui anarquista, el padre de la Desobediencia civil (Gandhi la exportó al mundo un siglo después). Thoreau, se negó a pagar impuestos para la injusta guerra de su país contra México, y, sobre todo, desobedeció la orden mundial de plegar a la esclavitud positivista, afirmándose con su propia experiencia de vida proclamó que el mejor gobierno es el que no se lo siente. Lo paradojal de esta bifurcación de senderos entre la sociedad que escogió orar dentro de las catedrales del consumismo y el hombre que siguió la estrella de su emancipación, es que esa misma sociedad del desarrollo para la entropía supo conservar intacto el santuario natural, sin amortiguadores, del vividor.
El testimonio de Thoreau habitando la cabaña con vista a las profundidad policromática de árboles centenarios, y a la cambiante luz que emerge de los estremecimientos de la laguna transitando por las cuatro estaciones, viene con el título: Walden; o, La vida en los bosques. Este libro fue escrito por Thoreau gracias a la presión y urgencia de sus amigos y, al cabo del tiempo, somos los beneficiados de que nos llegue su formidable pensamiento y pragmatismo. Walden, es canto épico a la naturaleza indomable, es un poema de los sentidos alertas y la contemplación innata. Thoreau, mimetizándose con la vida en los bosques, llega a ser el explorador de las altitudes del instante, sufre las crudas transformaciones de la intemperie, es parte del gélido letargo blanco del invierno, es la renovación que trae la primavera con el despertar de los ruiseñores y el creciente movimiento vivace de las entrañas de la Tierra.
La compenetración del hombre de bosque con la laguna de peces reluciendo en un fondo cristalino, no surgió de la ambición de convertirse en “ejemplo”, lo ejemplar hiede a político mendicante de votos, a buen ciudadano corrupto en la corriente cleptocracia. Thoreau se condujo como los grandes conquistadores de la realidad con los pies y manos hundidos en la tierra, devolviéndose a la matriz por una imperiosa voluntad de descubrirse a sí mismo ante sus limitaciones de hombre, viajando con su integral cuerpo-alma-espíritu a los confines, y orígenes, de las cuatro estaciones que pintaron oleos perdurables del venero, variedades de turquesa, de celeste y de gris; como para imaginar Walden mañana, donde quiera que se esté, con los ojos de la poesía.
Thoreau exudaba vida-muerte con los sentidos inmersos en las creaciones de Walden. ¿Cómo explotar a mansalva el suelo que lo acogió para que aprenda lo que en los predios universitarios le está negado a los obedientes educandos? Un parásito académico, un gestor cultural, no sabe integrarse al milagro del líquido vital festonado por aromas eufónicos de bosque añejo. Un sujeto del rendimiento global, no sabe recibir el pan de cada día sin infringir daño a la tierra donante. La amplitud agreste lo envolvía con el goce del ocio divino que se regalan los que no huyen de la aventura por antonomasia de un existente: la travesía por los fiordos del microcosmos. Viajar dentro de sí es poseer el coraje de quien se arroja a lo inconmensurable, hay que tener arrojo para explorar en soledad las cimas de la hermosura amable y también descender a enfrentar lo atractivo negativo: los infiernillos de los terrores atávicos y cósmicos.
“Vivir con lo mínimo indispensable”
H.D.T
Thoreau echó a andar su retiro libertario allá por el otoño 1845, previamente a ese cometido ecologista adquirió, acudiendo al ágora de la Arcadia, dos insobornables servidores gemelos, Simplicidad y Sencillez, los que lo ayudaron a levantar y mantener su experimento anarquista durante los dos años que habitó en los bosques de Walden.
La cabaña de puertas abiertas a los visitantes que construyó a la velocidad de un mago, con sus manos de creador y también favoreciéndose de una minga merced a las amistades que tenía en Concord -el pueblo natal dentro del estado de Massachusetts-, resultó una edificación rústica bien parada, muy asequible al bolsillo del joven anarquista. Fue una estancia donde reinó la calidez aireada, dada a la luz y la sombra de los cambiantes tonos del soto viajando en las estaciones. Allí gozaba de franca circulación entre los contados muebles que, aprovechando los días de limpieza minuciosa, los sacaba a que se oreen a la intemperie. Sus cosas también tomaban baños de sol, le agradaba verlas confundiéndose con el bosque, perfumándose largo con la esencia de las flores. ¡Cuán grato le venía, de vez en cuando, aquí sí echar la casa por la ventana!
Cualesquier paseante podía entrar a la morada del joven poeta de Concord, que era de un solo ambiente, la vista del visitante de una podía capturar la sencillez y simplicidad interior, y tenía acceso a sus lecturas y la opción de reposar junto al hogar generoso en lumbre durante los días fríos de invierno. Thoreau jamás echó cerrojo a su sólida y humilde madriguera, incluso cuando se iba de “vacaciones”, a andar y ver por otras riberas y lagunas de las cercanías, constatando que en millas a la redonda no tenía parangón la acuática poesía de Walden.
El ermitaño “sociable”, se encontraba con las sutiles huellas de la gente variopinta que en su ausencia ingresaba al hogar, alegrándose por no hallar desordenada la cabaña ni echar en falta nada del mínimo menaje. Una réplica fiel del refugio se exhibe a la fecha en Walden, ahí perduran las tres sillas thoreauianas: una para la soledad, otra para la amistad y la tercera para la sociedad del rendimiento global cuestionando, de rato en rato, cual fijación: ¿…pero hombre, hombre de Dios, qué hace usted aquí metido a salvaje, con su inteligencia podría emprender en muchas industrias de provecho?
La empresa de provecho que montó Thoreau fue la de no ser conformista y no resignarse a la desesperación del sujeto que desconoce el ocio divino. Thoreau creció en la floración primaveral que llena de color la intemperie, no se resignó a dar gusto al sujeto insalubre que cría mixomicetos entre muros rutilantes. El hombre supo hacer sus días libertarios sin descuidar las horas que le dedicaba al agricultor de subsistencia y al cazador-recolector. Obtener la suficiente comida para reponer el combustible vital del ser corpóreo, era en él un deporte y no un tormento cotidiano. La vida del hombre boscoso, desde el despertar claroscuro con la eufonía de los cantores de la aurora al incendio crepuscular, fue un desprenderse del vicio de la acumulación gratuita. Ya en 1845 fue renuente a servir como engranaje de la máquina insaciable del desarrollismo que hoy funge de sucedáneo del paraíso.
Promediando el siglo XIX, se empieza a producir y acumular la basura que es la marca planetaria del Antropoceno, y el hombre se convierte en instrumento de sus instrumentos. La premonición thoreauiana del trabajador enajenado por los instrumentos de su agotamiento existencial, se hizo realidad plena con nuestra sociedad del progreso para la entropía. La edad de la superpoblación de esclavos viene rodando neumática por el gigantesco parque temático en que se han convertido las grandes urbes. La fantasía no está encerrada en los parques de diversiones Disney, los mundos Disney pululan por doquier en la estridente realidad ciudadana.
¿Qué observaría Thoreau en el urbanícola de estos días? Vería el rostro de un sujeto simulando humanidad por reflejo de la cotidiana sugestión de ánimo gratuito, la dosis de auto-ayuda que le inoculan los medios para “Un Mundo Medio Feliz” porque, ¡lástima!, todavía no se descubre el psicotrópico total, el amortiguador todoterreno e innocuo para el hombre-cosa. No hay el Soma de la fábula de A. Huxley, Un Mundo Feliz. Todavía no tenemos el Soma que haga del paso del tiempo un trance dichoso sin que se presente la resaca moral y el deterioro físico que producen las drogas de la actualidad, incluida la perenne información no del instante sino de la novedad que se pudre al instante. La careta de humanidad que se calza el sujeto que ríe anegado en sus miasmas es el rostro de la vigorexia que gozan los diez mandamientos del nihilismo mercantil, es la carita del hidrocarburo que reina con el hedor del averno que sustenta nirvanas sintéticos. Thoreau, vislumbró al enfermo terminal que transita por el infierno de lo igual. El sujeto del consumismo no está conectado con los valores de Gea, deambula semidormido entre las muchedumbres, perdido de las manifestaciones de la Tierra.
Qué formidables sirvientes resultaron Sencillez y Simplicidad; el primero amanecía a sus labores de músculo trinando, “¡sencillez, sencillez, sencillez!”; el segundo se recogía a su tarea de filósofo crepuscular exclamando, “¡simplicidad, simplicidad, simplicidad!”. La austeridad que practicó Henry en los bosques de Walden es la que la normalidad llamaría “existir rasguñando la extrema pobreza”, mas para el caminante fue vivir a tope con lo suficiente que le brindó la madre naturaleza para que alterne con lo que le tocó mamar en cada una de las cuatro estaciones. Así, las musas de Meteoro, se sucedían proporcionando la variedad de sus temperamentos, pasando del bienestar que inicia con la prímula y va descendiendo conforme avanza el otoño hasta la hibernación que provoca el visitante polar. Sin un riguroso invierno que congele la vida no hubiese sido posible el renacimiento que, tras la fascinación del hielo azul berilo de Walden, surgió como cuando, hace cien millones de años, se dio el gran florecimiento que llenó de colores y fragancias a la Tierra con la aparición de las plantas angiospermas.
La sencillez pragmática radicó en el cuerpo y el espíritu de Thoreau. Vida saludable como la del jovial Jesús de quien Nietzsche, otro caminante, dijo que fue el último cristiano. Vida saludable la del predecesor estadounidense de Thoreau, el botánico-poeta William Bartram –Cazador de flores, como lo renombró un rey de la tribu Seminola-. Bartram, promediando los años mil setecientos, ante la hermosura primordial de las “ninfas” cherokees refrescándose en arroyo de aguas cristalinas, proclamó que aquellas beldades eran la imagen de la inocencia silvestre, hijas de la Creación que el positivismo aún no había corrompido.
La pobreza horripilante no es la que nace de la falta de cosas sino la que proviene del sentimiento de estar desahuciado por verse impedido de servirse del festín fatuo. El sujeto de rendimiento no vive, inmerso en la vorágine del Gran Gobierno y la Gran Empresa, malvive sometido a necesidades que lo hacen sentirse desamparado frente al mensajero global de la cleptocracia que le susurra de la mañana a la noche: produce, produce, produce…; compra, compra, compra… Ésa es la verdadera indigencia del trabajador, del ciudadano, ser un muerto viviente entre multitud de tentaciones para adquirir, existir para aumentar su cansancio psicobiológico, respirar para venderse a su Acreedor.
“Yo he encontrado que es un lujo singular el hablar a través de una laguna con un interlocutor situado en la otra orilla”
H.D.T
Thoreau, incorporó su cabaña dentro de lo prístino no para ser un santón o un ídolo del arte de la supervivencia, ni por encomendarse al ángel del dinero en aras que éste de súbito lo agasaje con la peste de los prósperos, la dicha muelle, sino con el fin de tener su amanecer en Walden. El hombre debe construir su casa para convivir en armonía con la gran morada original de la vida. ¿De qué dulce hogar hablamos si está levantado en medio de la desolación del hormigón armado, y la música sinfónica de la Tierra se ha trocado en chillidos de engranajes?
El experimento de Thoreau en laguna Walden, su soledad boscosa intrínseca, hizo que al cabo nos llegue como experiencia ajena, que nos la comparta a través del libro que se ancló en la posteridad. Leer a cabalidad la vida de Thoreau en los bosques de Walden, es comprender que no se vive acompañado. Uno no vive por otro ni el otro vive por uno, esto bajo el influjo de José Ortega y Gasset. Es connatural al sujeto de la contemplación nacer y morir en soledad, y en el intermedio hace su camino de vida-muerte, que es amanecer en su propio Walden, lejos de aspirar a ser una ruina acompañada. Si alguien, cualquiera, se pasa las horas y días de su existencia acompañado sin caer en cuenta de que no se vive acompañado y que debe buscar la libertad de su conciencia por sí mismo, adolece de la enfermedad terminal del rebaño, es incapaz de desobedecer porque ya sólo obedece mecánicamente a la matrix.
El sujeto del pensamiento calculador teme contemplar como el sátrapa tiene fobia a los objetores de conciencia. Desarrollar la personalidad es resistir a la enajenación mediática en medio de una multitud y de la familia opresora. Si no se es capaz de hacer crecer saludable al objetor natural, no será suficiente tener ganas de oponerse a la estupidización puesto que hay que sumar al coraje la certeza de que se ha iniciado el viaje más arduo y difícil de un existente despejado: bucear en los confines del ser olvidado desobedeciendo el mandato de afuera, del superyó, el que dicta total sumisión a la soledad abominable en descomunal colmena.
El sentido de poner distancia con el fantoche autómata era fiel a un hombre que sabía andar para delante sin que le inyecten luces de control para que no se pierda en lo agreste, y por ello era veloz al momento de ir a donde él debía llegar fuera circunloquios. Andar a campo traviesa es marcar un sendero junto a la vida silvestre que lo rodea, rodar en un coche dentro de un parque florido es ir de un punto a otro sin percibir la naturaleza que bulle a los costados y en el horizonte. Henry podía moverse dentro de la noche más oscura (de esas que en las ficciones sirven para cortarlas a cuchillo, como si fuesen un pastel de petróleo), y no perdía el intrincado sendero al hogar, sus pies distinguían las particularidades del suelo cual serpiente de regreso a su cálida madriguera. Solía visitar a menudo la aldea de Concord para entretenerse con las “novedades” que los parroquianos no dejaban de comentar con fervor así se trate de realidades ajenas a su cotidianidad. Ya en 1846, las noticias volaban y era necesario mantenerse al tanto del telégrafo y de los tabloides para no pasar por desinformado. En 1846, los ralos libros que habían sido escritos para una cabeza exigente permanecían, igual que en nuestros días, adornando los estantes del lector dinámico que no aguanta la tensión que le imprimen las creaciones literarias que trascienden más allá del edulcorante de los predicadores. Thoreau era un lector aristocrático, escogía las mejores horas del día para entrar en los libros que lo estremecían como la corriente del arroyo que refresca los pies y calma la sed corporal; accedía a las lecturas que reconocía desde sus experiencias y prendía la chispa de una mente viajera, cosmogónica.
Mientras más se aproxima uno al prójimo más uno tiene que gritarle al otro, siendo una ilusión lo de entenderse mejor estando muy cerca, casi frente con frente como en las redes globales de amigos sin límites. Apenas observen a los presidentes demócratas que se acercan a resolver sus diferencias al filo de sus límites patrios: se comen vivos allende la rigurosa melosidad que se infieren los respectivos cuerpos de sus cortes diplomáticas; más rápido se comprenden y actúan las mafias mercantiles que se hallan en las antípodas del planeta. Lo que se logra estando tan apretados es que ya no se dialoga sino que se discrepa a voces, por eso hay que ir separando las sillas hasta el tope de las dos paredes opuestas del recinto que aloja a los animales políticos, hasta salir a la intemperie por las puertas traseras y así conseguir la mínima distancia que genere una conversación fructífera. Hay que hacer como el caminante y su sombra, desprenderse de las cuatro paredes que los acorralan y fundirse con lo remoto, hallar por fin la amplitud que brindan las diferentes orillas de laguna Walden, entonces se dará el diálogo que no se arruga y por inercia ennoblece.
por Juan Arias Bermeo | Mar 5, 2018 | Mini Ensayo
Incendios, así se denomina la película que me introdujo en el mundo cinematográfico de Denis Villeneuve, una obra devastadora sobre la alienación del fanatismo religioso y de la política sectaria, generadores de máquinas biológicas diseñadas para la entropía máxima, productores de engendros vacíos de contenido auténtico para la vida. Este no-vivir viene emparentado con la obsesión del sujeto del desarrollismo por estar inmerso en informaciones útiles, cautivo de los datos que aportan a su estado de hombre bólido, quien huye de lo bello elemental para volcarse en el precipicio del nihilismo tecnolátrico.
Visionando al Homo sapiens de Blade Runner 2049, visionamos también al sujeto del desarrollismo de estos días entregado al sueño de perfección de las máquinas y al no-dolor del universo virtual. Sueño que al genio creador de androides lo lleva a ir en pos del parto natural de sus amazonas tipo Y, y que de ahí surjan los ejércitos de “ángeles endemoniados” que tomen por asalto el Edén y que él, Luzbel, sea el Dios Todopoderoso del Universo. Este Luzbel ciego pero que lee a profundidad la psiquis del otro sea humano o androide, tiene más y mejor vista que cualquier mortal soltando a sus sensores de ciencia ficción filosófica. Él habita en un mundo de suaves entonaciones crepusculares, en interiores esterilizados por una profilaxis extrema que contrasta con su alma fracturada; medra entre la cárcel concreta de su unidad de carbono aunque prolongándose como materia a través de la cibernética y la sed de ser Dios eternizándose en el Edén con su ejército de ultra-hombres vencedores del caducado Homo sapiens. Mientras la amazona tipo Y no dé el salto cuántico para procrear con el todoterreno tipo K, los ejércitos de ángeles de Luzbel seguirán siendo un sueño, pues, no le ha sido dado obtenerlos por el método a goteo de su fábrica de androides.
Los corredores marmóreos se proyectan en incendios acuáticos, el crepúsculo de los dioses copa la estética que trae al mundo a un “ángel” adulto que, a imagen del hombre, desde que nace es lo suficientemente viejo para morir, y teme por sí mismo apenas caído de la funda de plasma que lo contenía, se ha quitado del estado ideal en nuestro universo: no haber nacido. Un prototipo de amazona yace a los pies de su creador y, a pesar del indescriptible dolor de nacer, del temor consciente a la vida, se aferra a ella con desesperación. Luzbel, puñal en mano, la mata por no portar consigo el salto cuántico de ser un vientre de ángeles.
El sujeto del desarrollismo, sometido a la libertad del capital para multiplicar la servidumbre moderna, globalizando el tiempo laboral que enajena hasta su descanso, está pendiente del llamado de volver al redil como en los tristes recreos de la época escolar carcelaria, así no se vive para darle sustancia a la muerte sino que se es un condenado a perpetuidad a trabajos forzados. Así el arte también es libre pero encuadrado en la libertad de mercado, debe venderse y prostituirse creando burbujas de alienación acumulativa, hay que darle anti-valores al consumo desaforado, jamás valorar la belleza intangible del cuadro puesto en subasta de Leonardo da Vinci o de Vincent van Gogh. Pura utilidad bursátil, pura especulación estética monetizada, apenas la percepción del acaparador narcisista: “…esta obra de arte cuesta más de trescientos millones de dólares porque tal fue el precio que pagué por ella”.
De las aportaciones a granel de la cinematografía comercial engullida por las masas vía pantalla gigante, grande o mini, la excepción vienen a ser largometrajes que tengan como fundamento hacer que lo suyo sea el séptimo arte, sea el arte más cercano a la realidad de la modalidad visual que es el sentido que por inercia dispara la imaginación de los demás sentidos del sujeto de la experiencia, así sueñe con los ojos cerrados. Qué refrescante y verídica es la lentitud de los incendios de Denis Villeneuve en Blade Runner 2049, una exquisitez para demorarse lo que a uno le plazca en su pos-visionado, como una montaña no se puede abarcar de una todas sus aristas, vertientes y demás accidentes geográficos. Tiene condumio para rumiar de largo, su contenido poético filosófico no es una ficción futurista sino que machaca en la realidad actual de nuestra especie, es una reflexión de este mundo satinado, sin mancha original, de perfección claro oscura que en sí es el habitáculo donde mora el sujeto narcisista, el sujeto de los imperativos de la calocracia.
Da risa nerviosa, y otras sensaciones inocuas visionar el paroxismo de las películas huecas de afectada no-ciencia ficción, en este entretenimiento uno no se vincula ni se demora, es un pasar por la zona sin sustancia del me-gusta, un seguir por la dimensión que no regresa a ver porque en los templos del consumismo hay que embelesarse rápido y atragantarse sobre la marcha. Qué bien surtidos de placebos están los pasillos del enfermo terminal. En la estética volandera del me-gusta, la reminiscencia se va de excursión a la nada, allá no se generan recuerdos que animen el mañana del sujeto de la experiencia. El niño, púber y adolescente Proust sí generó futuro, hizo que el escritor Proust recobre el tiempo perdido en siete tomos y 3.500 páginas, allí los aromas de la eternidad se repiten como un sueño, sin caer en la transparencia que es en sí lo pornográfico recurrente. La pornografía de nuestra era del desperdicio es la ausencia de pudor y desnudamiento de la intimidad, desacralizándola en la cotidianidad virtual.
Las realizaciones cinematográficas anti ciencia ficción filosófica, que apenas avanzan en la curiosidad, son la generalidad a cuenta de la insaciable novedad de las masas. La escatología extraterrestre no es otra cosa que la proyección del ser humano, ese muerto viviente digno de pantalla. Las especies de pacotilla que pululan en el cine-basura, esos monstruos venidos de algún lugar de la Vía Láctea, sacados de los confines del universo o de dimensiones paralelas, al cabo son efectos visuales a precio de oro que retratan al bípedo depredador que funge de amo de la Tierra aquí y ahora. Las formas alienígenas sacadas de la amplia gama de insectos terrenales, se abalanzan sobre todo lo que entienden como suyo para hacerlo papilla, a nuestro uso y semejanza.
La estética del consumismo fomenta la bulimia del usuario por producciones que se embotan a sí mismas al par que se anulan en el espacio desechable del me-gusta no-gusta. Es prioritario en el ciclo del desperdicio dar lugar a flamantes productos que urgen ser arrastrados a su vez por la corriente de lo inmemorable y, como los periódicos y noticieros, oxidarse entre montañas de basura informativa y datos intrascendentes.
El director canadiense no asumió el reto de hacer una réplica de Blade Runner 1982, no aceptó que su producción sea una vulgar y predecible continuación de la joya cinematográfica de R. Scott, el creador de la marca Blade Runner (matador de androides subversivos). Tampoco lo ha hecho para competir o emular a R. Scott, superarlo sí en el sentido de fundar su propio taller Blade Runner. Villeneuve se metió en su propio laberinto movido por la realidad actual del ser humano embebido en la tecnolatría. Lo cierto es que el mismo R. Scott se encarga de poner peros a la realización del colega y amigo heredero de la saga Blade Runner, se quejó entre jodido y chistoso de que el metraje le vino “endemoniadamente largo…”. Este dicho de R. Scott le conviene, y mucho, a Villeneuve, en suma es la certeza de que no fue un amanuense o servidor de lo que el caballero inglés esperaba del rodaje si hubiese estado bajo su dirección. Se impuso el artista, el estilo Villeneuve de hacer cine prevaleció, y de esto es que tenemos una producción endemoniadamente distinta a la de R. Scott.
Blade Runner 2049, mantiene la etiqueta de estar inspirada en la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (publicada en 1968,), es una cortesía que se le debe a la obra psicodélica del gran Philip K. Dick, esto sin que sufra la distancia real de la película con el libro precursor de ciencia ficción filosófica. Es más, se agranda la distancia por el tiempo transcurrido desde la elaboración y lanzamiento de Blade Runner 1982, entonces el escritor Philip K. Dick estaba en pie y al tanto de la filmación del largometraje por el que mostró simpatía sin que pueda visionar el resultado final, falleció en marzo de 1982, meses antes de su estreno. En lo principal, Blade Runner 2049, se aparta de la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, por el mismo instinto de distancia que lo separa del estilo cinematográfico de R. Scott, porque es una condición inalienable del cineasta Villeneuve hacer arte por él mismo. Villeneuve marca la diferencia de lo que es la literatura en sí y de lo que es el cine en sí, acercándose con ello a la independencia que proclama Andrei Tarkovsky. No es cuestión de perder la influencia de las artes entre sí, o de extirpar la inspiración que provoca en el cine las artes más antiguas, se trata de que la cinematografía esculpe en el tiempo secuencia a secuencia, crea poesía cuadro a cuadro, y con ello se acerca como ningún otro arte a la realidad concreta del ser humano que está anclado a la modalidad de lo visual.
A un poeta andante le basta una libreta o la pantalla de su tableta para levantar su obra, la austeridad es inherente a su rescate de la belleza. Matsuo Bashō lo hacía haiku a haiku en el siglo diecisiete, caminando meses cargando lo mínimo en su morral, calzando alpargatas que hoy se exhiben en vitrina del sol naciente ido, haciendo una vida de subsistencia por los senderos del Japón feudal del período Edo, aquietando la marcha para asentar poesía de cualquier paraje que pida acción contemplativa. Haikus brotando de la floración de cerezos y duraznos, de la hojarasca del bosque de bambú, del ciervo sika rumiando el otoño, del chapoteo de una rana en el estanque de lotos primaverales. En comparación con el romántico minimalismo oriental de Bashō, de la picante austeridad quijotesca de la literatura, lo que sí se puede afirmar de la producción de Villeneuve es que fue endemoniadamente costosa. Con un presupuesto así de monumental el cineasta checo Jan Švankmajer, sin menoscabo de su magnífico arte total, a lo mejor no sabría qué hacer con el montón de plata que le sobraría. Esculpir el tiempo en Hollywood puede llegar a tener un precio obsceno, vale la burbuja cuando en lo esencial el arte no se ha prostituido y, como directos beneficiarios de Blade Runner 2049, somos demorados gastrónomos del condumio del tiempo lento, de la demoledora verdad de la condición humana difuminada en sueños robóticos y de la poesía visual que ahí se destila.
Una vez liberada la obra en el ciberespacio, por cuenta propia acudimos a su encuentro fuera de estrenos en cines rimbombantes, en nuestro escritorio y con la pequeña pantalla de la laptop como herramienta de arte visual se dio el punto de reunión con Blade Runner 2049, no es el romántico escenario de un cinéfilo tradicional, pero al fin acomodamos la circunstancia cinematográfica a nuestra circunstancia de espectador de mini-pantalla. Tenemos como principal sentido para capturar el contenido de una película a la vista, siendo el acompañante de rigor el oído, y ambos sentidos se han acoplado sin queja alguna al visionado en pantalla mínima, ya defenestrada la televisión con su pantalla grande de pared, ya defenestradas las salas de cine enclavadas en una sección de los templos del consumismo. Si fuese a un teatro de proyecciones regular saldría lagrimeando por la migraña que me ganaría por la costumbre perdida de acudir a los puntos de encuentro del cinéfilo tradicional, de ahí que sería un tormento mantener la cabeza alzando a ver a la pantalla gigante y, por añadidura, aparte de los efectos especiales que son de ficción, sufrir el volumen “normal” al que se emite el rodaje como si gozara de un mega oído, vendría a ser intolerable estridencia. Supongo que pierdo algo o mucho de la espectacularidad de los sonidos y colores del cine Hollywood y sus sucedáneos a nivel global, pero por contrapartida he sido favorecido con la imaginación que vuela a la hora de recrear lo visionado en mini-pantalla porque nos hemos detenido a discreción en la sustancia y sus detalles. Así se experimenta el contrapunto con la pantalla gigante o la pantalla grande de pared que viene a ser el rectángulo del tiempo hecho trisas, el rectángulo de la prisa artificial, el rectángulo bulímico.
La pantalla de televisión de hoy día no es nada chica, es lo suficientemente grande, transparente e hipnótica para equipararse, en sus efectos devastadores en la psiquis humana, a los efectos de “la caja de ánimos” de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? A través de la pantalla grande se ofrece el ánimo que encaje con el ánimo del televidente, y la oferta de ánimos es prácticamente inabarcable a toda hora y todos los días del año televisivo. No sé si llegue al televidente interactivo con una oferta de programas en tiempo corriente tipo “como la vida mismo”, siendo una suerte de usuario-actor del teatro montado a la manera psicodélica de los hogares de Fahrenheit 451, novela de Bradbury. En las redes sociales ya el usuario está inmerso en actuaciones de “como la vida mismo”, y puede asumir distintos papeles en tiempo corriente, que van desde el de mero observador casi-invisible hasta avezado actor casi-presencial del acontecer mundano, yendo del campo familiar al conocido general y, por extensión, explorando si le apetece en el último rincón planetario político/social que los robots buscadores lo conduzcan.
Se espía y se es espiado a gratuidad, sin manchar ni arrugar el espacio de acción concreta del sujeto de la experiencia que está de vacaciones indefinidas en el limbo -plano e insensible-, es el ente del ciberespacio el que navega en la información a mansalva de las redes sociales, retratándose a muerte con el paloselfie injertado en el brazo. Parafraseando al doctor Sabato, acá en el mundo virtual, la suma de comunicaciones hace una incomunicación.
El androide tipo K, de Blade Runner 2049, no sueña con ovejas eléctricas sino con una androide tipo Y, así ella sea la maldita de la película y, en consecuencia, sueña en procrear la especie que no deje más asidero al Homo sapiens para proclamar superioridad moral sobre los androides a cuenta del fenómeno reproductivo mamífero y su capacidad de superpoblación sustentada en el número de vientres activos. Cuando ya el androide tipo K ha superado con creces al prosaico Homo sapiens, no es el adefesio de súper-hombre útil de la calocracia o útil de la vigorexia horizontal. No, el androide K, empujado por la locura religiosa de su creador humano que quiere trillones de “ángeles” para reconquistar el paraíso, toma consciencia de que él ha concretado al ultra-hombre contemplativo vertical, al salvador de lo bello distinto y vinculante, aquí como si se estuviese remitiendo a la filosofía de Byung Chul Han.
por Juan Arias Bermeo | Mar 1, 2018 | Mini Ensayo
¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, es el título interrogativo de la novela de P. K. Dick que inspiró la película dirigida por R. Scott, Blade Runner (traduzcamos su significado como algo parecido a esto: matador de androides subversivos). Primero había visionado el rodaje que es un gigantesco engranaje de humanos y material fantástico, para conseguir una de las ralas producciones señeras del cine de ciencia ficción. Esto me motivó tiempo después a leer el libro que inspiró tan memorable película, y que tiene un título ajeno al rodaje puesto que si bien allí se visionan androides no aparece ninguna oveja eléctrica. ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, es obra de un solo creador (escritor), a diferencia del producto de un equipo bajo la batuta de un director que carga con la fama de haber realizado Blade Runner. No así, el libro de Dick, que está entre el montón de obras de ciencia ficción que dejó su alucinada prodigalidad, basta decir que en su diario inédito acumuló más de un millón de palabras. ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, en sí es una interrogación existencial, y que a la sazón carece de sintonía con el título de la cinta Blade Runner, y es debido a que la película toma un rumbo diferente del que tiene la obra psicodélica de Dick.
Blade Runner, en su ámbito celuloide, está en la cima de la pirámide; ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, es una novela que seduce leerla gracias a la película, y no es emblemática como lo es La naranja mecánica, de A. Burgess, libro que procreó a la película homónima. Burgess, catalogó a La naranja mecánica como su “media novela”, en comparación a las otras novelas de su autoría que consideraba de más condumio, pero ésta tuvo la suerte de que el irlandés Kubrick la escoja, y use su mismo título, para su laureado largometraje, que es paralela a la novela sacando un provecho extraordinario de ella aunque sin tomar en cuenta el capítulo final, de lo que Burguess se quejó amargamente puesto que allí los extremos de la ultraviolencia frente a la paz borreguil, se amalgaman para abrir un camino intermedio de armonía sin renunciar a las sinfonías de Beethoven. No se puede homologar una película con una novela así nomás, el cine imagina por uno dando su versión de las ficciones literarias con un máximo de cuadros y un mínimo de palabras.
Un libro existencial que sacude, página a página, hasta los cimientos del lector, se niega a ser transferido a una película, se niega a ser empaquetado en un tiempo-espacio ínfimo que no le corresponde pues, se debe al lector-recreador en exclusividad quien, en radical soledad y con todo el tiempo del mundo, lo repotencia y extrapola a su propio lenguaje en constante fermentación. Del salto cuántico cometido por el creador-escritor se sirve el lector-recreador para a su vez dar el suyo.
Hay películas que arruinan el imaginario de novelas sencillas y fáciles de digerir, como El Hobbit. La magia de los personajes y escenarios de El Hobbit, de J. R. R. Tolkien, se diluyó visionando la superproducción cinematográfica, desde Bilbo Bolsón para abajo se me quedaron grabados con la fisonomía que les otorgaron los disfraces aunados con maquillajes y efectos especiales. La película me sirvió los paisajes acabados para que no pueda añadir nada a su artificial perfección, así que maldigo la hora de haberla visionado porque destruyó la capacidad que tenía para recrear a mi antojo a las criaturas míticas de la lectura de El Hobbit. Pagué caro la gula de querer ver más donde los efectos especiales hicieron trizas mis ficciones literarias para que se colen las fantasías de la matrix. Esto no me sucede con novelas cumbres de la literatura existencialista que he tenido la suerte de haber leído y releído, pues, no son víctimas del perfeccionamiento cinematográfico y, por el contrario, éstas liquidan a las películas que pretenden capturar su estatura literaria.
Por ejemplo, la producción de Bajo el volcán, del director J. Huston (rodaje que metió sin miedo billete, técnica cinematográfica, engranaje humano, para obtener grandes recaudaciones), no obstante su huella es deleznable, ni las pisadas de la novela Bajo el volcán, de M. Lowry, no transmite el espíritu de las páginas gloriosas del ebrio universo que gira infatigable con el cónsul Firmin, ¡qué alegría me dio constatar que es inmune a la picadura del entretenimiento comedido! En eso de “inspirarse” con Bajo el volcán, le fue mucho mejor en términos de creatividad artística al largometraje de bajo presupuesto Mezcal, del mexicano I. Ortiz, que toma su propia senda con una fotografía y guión original, vislumbrando el monólogo copioso del genial alcohólico Firmin/Lowry o podemos decir también Malcom/Geoffrey. Mezcal, aglutina ciertos aires de la complejidad indefinible e inabarcable de la novela Under the volcano, como en la recreación del escatológico caserío de Parían y las sombras que filosofan en la cantina El Farolito, en el magnífico caballo que luce sereno a la luz del día, y que aterrorizado por los truenos de la tempestad pos crepuscular se desata, se desboca, atropella y mata. Nadie podrá hacer una película que se equipare a los demonios del cónsul Firmin, como los borrachones que descienden al inframundo que anhelan porque el paraíso es la sede del tedio. En la Divina Comedia, Dante, crea un edén que no es tentador a la lectura, la figura del infierno es tan dominante que del cielo dantesco apenas puedo dar fe que lo ascendí sin emociones fuertes puesto que no tengo de él recuerdos preponderantes. El paraíso dantesco sirve para el engolosinamiento de académicos y autodidactas de la A a la Z, como el autodidacta de La Náusea, de Sartre. Bajo el volcán, es el “non serviam” -no serviré- de un genial endemoniado que no oculta su desdén por el feliz más allá humanista, prefiere hundirse en un ebrio averno antes que estar sobrio como una tumba en el campo santo de los autómatas.
No serví para seguir lo preceptos de los apóstoles del positivismo irracional, la cantaleta de que hay que triunfar a troche y moche me hacía el efecto de un somnífero, he sido inmune a la droga que hace que olvidemos de raíz cómo vivir por sí mismos, y si alguien me pregunta qué aprendí de los años de cubil en cubil en los centros de estudios borreguiles (CEB) -de la primaria al PHD, donde la perdición del ser creativo está garantizada-, diría que nada, o sea que fui honestamente nihilista en sus fantásticos reductos. Y eso me salvó de estar sometido a la matrix de por vida, desperté, renací conforme avancé a la adultez, el gran desasimiento es para los pocos, las masas no conocen esta suerte, y lo penoso es que cabezas privilegiadas que conocí se arruinaron en aras de ser ponzoñas graduadas de los CEB, quedando inútiles para reinventarse, convirtiéndose en epígonos de la nada o sea en humanistas a sueldo. Juan Rulfo, en una memorable entrevista en blanco y negro con Joaquín Soler -que hacía malabares para sacarle palabras de la boca a su impasible invitado-, lanzó una frase imperecedera cuando le preguntaron con intencionalidad qué de provecho sacó del internado escolar: “Aprendí a deprimirme y hasta ahora lo hago muy bien”.
Es loable que con unos pinchazos al teclado del esclavo de silicio, uno tenga a disposición a Blade Runner para visionarla, y para leer a ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, y emparentar sus valores aunque nunca fusionarlos. No hay necesidad de enfrentarlos el uno al otro porque están en diferentes dimensiones. Cuán fácil es bajarse el conocimiento Homo sapiens del ciberespacio ya sea para visionar, contemplar, leer o escuchar en un portátil convertido en cineteca, pinacoteca, discoteca y abismal biblioteca. Con la actual sobreabundancia literaria colgada en el ciberespacio, no habría cabida para el autodidacta de la A a la Z de La náusea, a menos que quiera cometer suicidio por atragantamiento de fajos de palabras. Sartre, se ensañó con su personaje sartreano de lo que puede hacer un autodidacta por pretender aprehender lo que se le ponía por delante literalmente empezando por la A para nunca llegar a la Z en la biblioteca provinciana de su desastre total. Sartre, no tuvo compasión alguna con el sujeto que fue libre para escoger su enajenación en la biblioteca que sirvió para quemarse la mollera con tomos y tomos de la A…, físicamente por más que lo ilusionara al desquiciado autodidacta arribar a la Z era una empresa imposible, pues, no había hecho los cursos de lectura dinámica que dicen que cualquier vecino se puede tragar sin digerir en seis minutos, ejemplo, la novela El Túnel, y ahí no estuvo el doctor Sabato para hacerle entender al depravado que “la suma de posibles hacen un imposible”. No hay manera de imaginarlo a este bichomonstruo sartriano, desaparecido a mediados del siglo XX, bajándose indiscriminadamente libros a su portátil para que le presten una vida de la A… Pero, ¿quién sabe?, a lo mejor al autodidacta se le iluminaba el caletre y habría optado por la bulimia de las redes sociales, y hubiese escogido plegar al chismorreo incesante para ser curioso de la A a la Z , y se hubiese convertido en compulsivo megustero no-mesgustero, en un ente hiper-sociable que a diario reparte generosa e indiscriminadamente, por doquier en los portales del ciberespacio, sus versátiles “me gusta” y “no me gusta”, evitando todo lo que huela a tiempo-espacio de reflexión.
No es fortuita la voluntad de entrar en acción con mi propio entendimiento para emparentar las dos obras de arte que celebro haberlas pasado por el gaznate como un aperitivo de los dioses de la ciencia ficción filosófica -etiqueta que hay que colocar para diferenciar ambas obras de los enlatados de bazofia futurista-. Blade runner, tiene dos horas de metraje y, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, se aproxima a las doscientas páginas de extensión. Con la película, en mi esclavo de silicio, pude hacer regresiones a placer, reforzando las partes que requieren más de un visionado para ordenar mejor la concatenación imparable de su acción, p. ej., cuando el androide filósofo da su último discurso enardecido a favor de la vida, en un mundo donde los humanos no viven propiamente -¿quién hace una vida auténtica ahora mismo?-, y fenece con una sonrisa en los labios después de haber exprimido cada instante de sus días que apenas alcanzaron a reunir cuatro años.
Con la lectura del libro ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, te queda de una lo que propone P. Dick, la demencia de una sociedad distópica donde el Homo sapiens tiene a la mano opciones para fugarse de su espantosa realidad, y así huir de la elección de autoeliminarse. Una posibilidad es pinchar en la “caja de ánimos” lo que el usuario cree lo pondrá en un estado similar a los deseos cumplidos, otra posibilidad es sumergirse en la caja masoquista del calvario que lo llevará a la redención. Estas dos alternativas de no-vivir no son el fuerte de la película Blade runner y, gracias a que la visioné antes de leer la novela que la inspiró, he tomado los cuadros y diálogos de ahí para redondear lo que en el libro no brilla por su exquisitez, así he mejorado -para mí- la forma y sustancia de la novela que al fin al cabo mete a una oveja en su trama, la que dice mucho de los animales puros que por haber sido exterminados del planeta son muy codiciados y mientras menos quedan más caros son en el catálogo de mascotas orgánicas, de ahí que la inmensa mayoría de urbanícolas ha de contentarse con tener mascotas eléctricas, y sueñan con obtener un bichito de carne y hueso para que dé algún valor a su obtusa existencia (no más absurda que la existencia de la humanidad actual, Kafka ya la describió tal cual es promediando el siglo XX). ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, es una cuestión existencial que sugiere que el androide es más vividor que el ser humano entregado a la fantasía de un mundo feliz.
por Juan Arias Bermeo | Ene 22, 2018 | Mini Ensayo
El consumismo Homo sapiens está llegando a los picos más altos del Antropoceno, la era que a pasos de manicomio ya marcó calavera planetaria; nuestra especie apenas necesitó una minucia del tiempo geológico para imponer su entropía máxima. Hedonismo europeo, o sueño americano, ambas son baratas versiones de bienestar que se posesionaron de la Tierra, y presionan como una marmita letal donde anidan las mayores masas de bípedos depredadores exigiendo incorporarse al ideal último del síndrome de la plaga: aniquilarse a sí misma aniquilando a las demás especies. Este colofón de fuego de nuestra civilización es el triunfo del instinto de entropía máxima, triunfante viene la apuesta fundamental de su genoma: acabar con el futuro de la plaga que es para sí y, por extensión, destruir a Gaia que ya tiene etiqueta de expiración junto al Antropoceno. Al cabo de la administración Homo sapiens del globo terráqueo, de los segundos en la historia del tiempo que le tocó fungir de gerente general del Antropoceno, habrá cumplido con su única y gran meta de hacer del edén original de Gaia una bola de fuego.
La realidad Antropoceno o era del mundo Disney, o era Mundo Feliz para rendir honor a Aldous Huxley, se va haciendo lapidaria conforme palpamos la falsa austeridad que no es la Austeridad con mayúscula que vive el filósofo en sus banquetes de recogimiento, pues, la propia existencia austera es vivir a tope con lo mínimo, ejemplo, la vida en los bosques de H. D. Thoreau. La falsa austeridad es la degradación impuesta por el desquiciado 1% de la humanidad que se atraganta con el desarrollismo y el terrorismo financiero que lo sustenta, modelo criminal que ha convertido la espiritualidad de la Austeridad en sinónimo de decadencia para el individuo de clase media y sinónimo de mendicidad para el proletario.
Putrefactos políticos reivindican a la falsa austeridad en aras del equilibrio fiscal y/o la salvación de la patria, pero no acometen lanza en ristre contra la cleptocracia inmanente a su ideal romano: consumamos, consumamos que mañana moriremos. Están diseñados para subir la temperatura de la paila que abrasa a las masas esclavizadas y freírlas en irreversible miseria física y mental. La falsa austeridad es sinónimo de franco retroceso de la existencia digna, no es sino un pasar miserable por la vida-muerte, una negación del instante en el perímetro de la estupidización de la especie humana, donde el tiempo-espacio para la contemplación se diluye irremisiblemente cual los glaciares de los picos ecuatoriales, los que otrora albergaban lo que los poetas de la Gran Nación Pequeña denominaban “nieves eternas”. No hay espacio para capturar el condumio del tiempo, la vista del jardín de frailejones gigantes debe ser una postal satinada que no duela.
Poetas, artistas, filósofos, pensadores y científicos que predijeron el consumismo exacerbado del mono pensante caído en la cosificación, también lo hicieron con los holocaustos que ha desatado el racionalismo irracional a trochemoche. Los genocidios del siglo XX, a buen ojo de las masas hipnotizadas por el instinto de entropía máxima de sus líderes criminales, en su momento fueron razonables por antonomasia. Los grandes criminales del siglo XXI, siguen hipnotizando a las masas en aumento y constante fermentación, ellos continúan invocando a la razón a la hora de activar un mundo feliz.
Nietzsche, momentos antes de su colapso en Turín, se topó con el caballo sudoroso y de ojos desorbitados que recibía azotes de su amo, entonces el filósofo del martillo y la dinamita abrazando al equino le pidió perdón por la especie humana que se traga al resto de las especies del orbe. Esta escena nietzscheana indeleble inspiró la película El caballo de Turín de Belá Tarr; ahí, al son del caballo y sus amos, se va al fondo del extremo minimalismo que preside a la desintegración que es la otra cara de la creación. El caballo de Turín, no muestra la acción del mega metraje de Satantango, no se llega al paroxismo alucinante de la escena del baile con la música mesmeriana del acordeón de Mihâly Vigo, donde los desquiciados granjeros se embriagan más de lo corriente antes de la diáspora, huyendo de sí mismos dejan que alcohólico demiurgo apague la luz del caserío enclavado en la modernidad medieval siglo XXI, y sea tragado por el barro invernal de la estepa húngara. El caballo de Turín, es extremo minimalismo retratado en veinte y tantos cuadros cinematográficos que encierran los seis días que toma el viaje al blanco y negro esencial del mundo de Belá Tarr: la llanura estéril, al pozo de agua dulce exhausto, la casa de adobe y piso de tierra con dos ocupantes que van perdiendo la gana de comer la papa de cada día (literalmente una patata y sal constituían la sola comida cotidiana). El brioso caballo que aparece en la primera escena, tirando con denuedo de la carreta contra el viento huracanado y la cellisca, se echa a morir días después en magro establo, prediciendo con su actitud de cascos caídos el último rayo de claridad de sus malditos amos. El fondo de El caballo de Turín, no es apocalíptico más bien es el Homo consumericus desapareciendo.
Circulan fotografías espantosas de niños africanos agonizando junto a buitres que aguardan el momento de devorar su cáscara; tanto repiten en la tele-basura imágenes monstruosas de inanición, de saqueo, de los horrores que comete el Homo sapiens contra sí mismo que ya es parte de la cotidiana realidad Antropoceno lo que en la ciencia ficción filosófica de S. Lem tampoco es novedad, se trata del mismo bichomonstruo repugnante cadaverófilo furioso, a falta de un alíen que lo sea. La tele-basura, los medios-basura, han activado el pasivo instinto antropófago de las masas: “Danos, Señor, el cadáver de cada día”, es la oración de la humanidad ansiosa de novedades carroñeras, estamos ante el derecho adquirido que tienen los medios-basura privados o públicos para la alienación por inercia del usuario. ¿Cómo escandalizarse por la capacidad que tiene el sujeto de la alienación para ejercer crueldad atroz contra sus congéneres? ¿Cómo ser humanistas atormentados por el dolor del prójimo al par de rogarle al ángel de la plata que no nos desampare en el afán de adquirir posesiones? Jodidas cuestiones si se está respirando con el móvil injertado en la palma de la mano, si la existencia del sujeto positivista no es más que una prolongación de la curiosidad de supermercado.
El Homo sapiens ya es un robot biológico que existe únicamente para que lo den actualizando en su estupidización, por eso Blade Runner 2049 no es una película de ciencia ficción sino que machaca en la llaga de la realidad Antropoceno. En los incendios Blade Runner 2049 del cineasta Villeneuve, se visiona la total supremacía de los entes de la autentica inteligencia artificial y cibernética sobre la incapacidad del muerto viviente humano para recuperar al sujeto de la experiencia que integre a su mente-cuerpo la vida lenta, la contemplación salvaje.
¡No es ético que mientras un infante toma estiércol de vaca en el Sahel, a falta de agua potable, hayan seres humanos que se preocupen por la extinción de tortugas, bisontes, lobos, rinocerontes, tiburones martillo…¡, aúlla el humanista de tele-basura. Tamaña candidez aún pervive en humanos que se han culturizado en las pomposas instalaciones de las escuelas universitarias del sujeto para el consumo desarrollista a muerte. Es el mismo humanista que ha montado purgatorios en un planeta que lo tenía todo para que su fatal administrador sea moderadamente dichoso en consecuencia con su moderada infelicidad metafísica. En los primeros sesenta años del siglo XX se exterminó al 99% de los individuos de la ballena azul, algo así como 360.000 ballenas, que a un promedio de 200 toneladas de peso dan más o menos 72.000.000 de toneladas de carne viva, y si esto dividimos para el peso promedio de un ser humano, digamos 70 kilogramos, tendríamos el peso de algo más de mil millones de humanos. Hagan sus propias cuentas, sin sentimentalismos, pertenecen a una especie inteligente para calcular. La cuestión es, acaso el exterminio de la flora y fauna prístina por parte de élites desquiciadas, sirvió para abolir la miseria de los seres humanos desposeídos de futuro: ¡No! El sacrificio de trillones de mamíferos, aves y otras especies de matadero, ha servido para mejorar la condición humana: ¡No!
En países desarrollados o en los emergentes en fuegos fatuos, todos subdesarrollados de espíritu, ahora con la China subida en el podio de la plaga vencedora, se embodegan montañas de carne de atún azul y otras especies marinas para que los gastrónomos del mundo degusten sushi o similares delicias acuáticas durante los próximos veinte años, cuando los precios del menú de la cocina de la extinción únicamente estén al alcance del bípedo cleptócrata. El elefante, el oso, el tiburón, la morsa, la pantera, etcétera, no tienen que ver con el destino de las personas que se alimentan de tortillas de barro porque la tierra se volvió estéril debido a la deforestación que lleva en su genoma el progreso para la entropía máxima o destrucción indiscriminada.