Papelitos

Nos olvidamos de que nunca está nadie más activo que cuando no hace nada, nunca está menos solo que cuando está consigo mismo”.  (Catón)

La mente no prescribe ante el tiempo y tiene como compañero de viaje, en este punto del planeta azul -licuándose-, al cuerpo que le tocó despertar para que se entregue a la rutina de ejercicios y abluciones que hacen renegar a mi trasunto, el jovial Chancholovo, cual amaneció con el síndrome de apóstata que ha puesto el olfato en el manjar consagrado de Semana Santa, y sugirió ir a por un baño de pueblo en la Plaza de la Independencia y de paso saborear la Fanesca Vegetal que la hizo famosa el Café Madrilón. “Rica suerte la suya, no tiene otro horario y calendario que el suyo”, me dijo Genaro Bustamante apenas lo puse al tanto de mi intempestiva visita a la plaza donde atiende consulta con voz de tenor. Ahí estaba con el loquero musical, en el centro de Plaza de la Independencia, al pie del héroe epónimo que cohabita con las cuatro grandes joyas arquitectónicas de la patria que persisten a la fecha, que interactúan entre sí con sincronización siglo XXI, a saber: Manicomio Estatal, Manicomio Metropolitano, Manicomio Eclesiástico, Manicomio Positivista Irracional (el más monumental y abarrotado de los cuatro).

Amanecí rumiando la cita de Catón que encontré ayer inspirando el ensayo filosófico La sociedad del cansancio, del pensador coreano Byung-Chul Han, que escribe al amparo de la lengua de Nietzsche y Heidegger. Hice lo de todos los amaneceres, reanimarme. Reanimado el cuerpo la mente lo integró a la pinturita del florido arrayán que a su rededor ha salpicado farolillos amarillos perlados por el rocío matinal. Todavía puedo renacer tras delicioso preámbulo entre cantores alados que atenúan el espasmo de la materia calentita en su cueva, donde los huesos amanecen dudando si están vivos o muertos. Vine al día de máximo ayuno de esta Semana Santa, ayuno taxativamente simbólico. Los feligreses evitan fagocitar carne de mataderos de animales terrestres, yo muy campante la evito a diario y sin sufrir recaídas, y eso cuando aún tuve a mano los últimos  jamones serranos de casa Chancholovo -que fueron permutados por vegetales-, dado su gran valor en mercado saque ventaja del trueque. Ahora menos todavía me tienta atragantarme con un filete sanguinolento en los templos del carnívoro, nada que ver con la dolorosa abstinencia del alcohólico o drogadicto anónimo. En mí no hubo ni hay fuerza de voluntad para huir de lo que fuera mi adicción a devorar tres veces por semana el lomo de falda apenas cocido a la plancha, y al menos una vez al mes el solomillo de res crudo, servido al modo tártaro. Sin contar con la degustación del exquisito jamón serrano del séptimo día con Adelaida. No hubo transición para esta metamorfosis radical, de la noche a la mañana me volví rumiante total (yo que usaba el término rumiante para burlarme de los vegetarianos, y lo de rumiante total para hacer mofa de los veganos), y, de repente, fue como si no hubiese sido otra cosa que rumiante total.

A la fecha proclamo a mucha honra mi condición de vegano, ya ha pasado el tiempo suficiente para mostrar sin ambages lo que soy en el ámbito gastronómico. Por añadidura, el veganismo, ha venido a ser una suerte de homologación con el rumiar innato de mi alma raskolnikoviana-kafkiana-sabatiana.

Para racionalizar mi súbita transformación de casi carnívoro total a rumiante total, tengo una explicación que no escatimo a nadie que pregunta por la razón de mi extremismo gastronómico. Sufrí una premonición con imágenes nítidas e indelebles de mí mismo, sucedió en instantes de vigilia clarividente, poco antes de ser presa de las profundidades oníricas. Si tuviese que ponerle título a esa escena en una ficción, relato o novela, sería El amanecer del antropófago aristócrata. Era yo con mis modales epicúreos desayunando radiante, disfrutaba a rabiar del solomillo al tártaro fruto de anónimo Homo sapiens. Desde entonces tengo la certeza de que la próxima vez que coma carne cruda será de la proveniente de los tantos mataderos humanos que existen en el planeta Tierra, así dejaría de ser inconsciente o pasivo antropófago para pasar a ser activo o concreto antropófago.

La semana de la Fanesca, es un ejemplo flagrante de cómo se hace lo contrario del ayuno que predica la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana. El llamado al recogimiento espiritual de estos días se convierte en pretexto para la voracidad de los feligreses o no, similar al ente glotón que ataca en navidad. He dicho que soy creyente, creo en la indestructibilidad de la mente frente al tiempo, me he cultivado para mudarme con la contemplación de lo divino que hay en el andar y ver del minitransecto nacional que se proyecta a megatransecto transnacional. Chancholovo, es la afirmación de la tripa reivindicando las dulzuras del gastrónomo exigente lejos del apetito troglodita.

Estoy consultando, para evitar invenciones ridículas, que atormenten el buen juicio de los gastrónomos nacionales, cómo se lo define técnicamente a este potaje que fue denominado Fanesca Vegetal, y para ello me valgo de su creador, una autoridad en las cosas de comer, consultando su Diccionario de la Alta Cocina Ecuatoriana. Me refiero al cocinero de selva Pompilio Dela Cruz, para los nacionales; Pompilio Delacroix, para los súbditos de la Comunidad Económica Europea y sus aliados de Norte América. En lo que me agrada y concierne, tomo lo siguiente del Diccionario de la Alta Cocina Ecuatoriana: “Fanesca Vegetal: no es émula ni rival del platillo señero de la tradicional cocina ecuatoriana, la Fanesca que nos llega al paladar exuberante, indómita, porque fusiona el bacalao danzarín (encantadoramente seco, del que no sobra en su lugar de origen, las islas Galápagos), con los granos sobrios, dulces, de los valles fértiles apostados en la meseta andina. Gastronómicamente hablando, la Fanesca Vegetal, resulta sabrosa, potable, sin ser delicia desbordante. Este platillo fue creado para ser un antojo vegano de Semana Santa, recalco en que no compite con la Fanesca tradicional sino en lo referente a la cantidad y calidad de sus ingredientes…”. Vaya jerga la de este tragaldabas residente en la hostería de pluviselva Remoto; no obstante que está refundido por la cuenca media del río Napo, allá en la bioalegría asaz degradable por su fragilidad ante el positivismo irracional, su imaginación comestible está presente en Plaza de la Independencia a través del programa de menús de Café Madrilón.

Desayuné temprano y con frugalidad para no estropear el banquete que me aguardaba a mediodía en el Café Madrilón. Cierta angustia me acompañó en el desayuno frutal, por una cosa que no son los encargos estadísticos que le hacen al matemático Lovochancho para que se gane el menú de mantel largo que pide Chancholovo a diario, que se ha vuelto minucioso a la hora de escoger en la variedad del mercado de ingredientes vegetales, luego de que de golpe desaparecieron en su despensa los productos cárnicos y lácteos, que sumados eran como tres cuartas partes de su dieta cotidiana. Fuera del hogar arbolado, rodando anónimo por la vía rápida, me sucedió lo que ya no es desagradable para mí cuando dejó pasar ocho, diez, quince días sin salir de casa, sin circular por las arterias ahumadas de la  metrópoli ni entrar en sus templos del consumismo, sentí estar de paso en Matrix. Antes –hace un eón- me perturbaba la sensación de estar desconectado con la realidad de la metrópoli bullendo, hoy cumplí quince días sin ver afuera de mi agujero guangopolero, y aproveché la ocasión para hundirme en el pulso de la milla histórica como un visitante de otra dimensión.

Han pasado seis días, llegó el séptimo al que se le debería añadir al menú de casa Chancholovo una gracia, el ingrediente afrodisíaco de Adelaida Matute, quien no se había quejado en serio por mi “locura vegana” siempre y cuando no falten buenos postres y buenos vinos, el rumiante total le venía cual capricho cómico o manía inocua. Mi “locura vegana” no fue la causa de nuestro rompimiento, lo otro hizo que hoy esté ausente de mi morada guangopolera, todo por los papeles que en sí no vendrían a ser la formalización de nuestra relación amorosa sino meterla en formol.

Ya de pie en el centro histórico, con tiempo de sobra para darle una vuelta de rigor, caminé cual turista en asombro, husmeé relajado por los recursos turísticos de la lista patrimonial, evitando caer antes de hora a Plaza de la Independencia. De paseo por las callejuelas del casco colonial apenas extrañé la falta de las dulzuras venusinas del séptimo día, me felicité por acolitar el instinto de Chancholovo y no quedarme en casa a sufrir el desaire que le hicieron al macho endemoniado. Con el baño de masas se diluyó el amago de inestabilidad emocional al que pude haber desembocado si me quedaba en casa con la autocompasión de compañera. Perdiéndome en los encantos desempolvados de la milla histórica, haciendo como si el lumpen fuese un atractivo añadido, pude enfrentar con meridiana claridad el hecho de que no habrá más intercambios de fluidos corporales con Adelaida Matute. Sí, ella me hizo el favor de cortar conmigo cansada de amenazarme con hacerlo el rato menos pensado. Así fue porque no hice mención de formalizar lo del séptimo día para que sea un día cualquiera, un día muerto, un día obtuso, un día triste, en fin, me negué a que nuestra jornada baquiana se esfume en Matrix. Viéndolo bien tras esta jornada en Plaza de la Independencia, es de agradecer, y mucho, que la última vez nos acopláramos como si no hubiese otra ocasión para la acción de nuestra libido en brasas. Con ello nuestra relación quedó congelada como un rapto feliz e irrepetible. Nuestra historia de amor no podía tener un final  más feliz, librándome de la maldición de los eternos jóvenes de Eskorbuto para los que habitan en Matrix. Mientras más días me alejo de Matrix más fuerte escucho en mi cabeza la frase final de una de las piezas musicales potentes y desesperadas de Eskorbuto: “Estáis muertos, estáis muertos… cerebros destruidos”.

Ella me exigió la firma de notario y, por añadidura, la bendición de un curita para ser infelices por el resto de nuestros días, sonaba lindo lo que reivindicaba: “Nuestra relación es demasiado lovochancheana, o chancholoveana –o como tú quieras incorporarla al extraño lenguaje que manejas-, pero el asunto es que tenemos, óyeme bien, ¡sí o sí!, que efectivizar lo del compromiso ante las leyes del hombre y sobre todo ante las leyes del Padre Eterno”. Tú propusiste la muerte de Eros y yo escogí el renacimiento de Eros. Que es si no lo del curita haciendo juego de equipo con el notario, ambos siendo necesarios para honrar nuestra devoción semanal a Eros. A tú quimera de vivir acompañada la convertiste en idea fija.

Papelitos, me pedías papelitos. Yo que nací indocumentado, no tengo el menor apego a los trámites que impliquen derivados de celulosa o petróleo de por medio. Para navegar en el ciberespacio no me piden pasaporte ni visados en regla, y nada me impide crear mi propia utopía. Este estado de semisalvaje a semiplatónico, de medio visible a medio invisible y viceversa, con las respectivas gradaciones del caso, es el mío. Mi amigo Genaro Bustamante, loquero burócrata por necesidad de un sueldito a tiempo, psicoanalista de los artistas filósofos de la Plaza de la Independencia y del café Madrilón, por innata vocación de servicio a la comunidad, afirma que lo de semi-tal y lo medio-tal tiene un significado a la luz de su secta: “Cholito…, yo sé que usted no suele alterarse por mis juicios del alma ajena. Que no le quepa duda, hágame caso, no necesito ser el Sigmund Freud ecuatoriano para concluir categóricamente que lo suyo es un tránsito incesante, circular, de ida y vuelta, entre sus fluidos protoplásmicos visibles –súper consciente diurno- y sus fluidos protoplásmicos invisibles -subconsciente nocturnal-”.

Cuán agradable es charlar con este chamán ad-honoren, de traje y corbata moderados por la honradez, que atiende consultas gratis (Bustamante come de su trabajo de loquero del Manicomio Estatal, de lo que comparte de la sabiduría de su secta psicoanalítica no cobra un centavo arguyendo con júbilo, “de eso sí vivo”), a la intemperie en la Plaza de la Independencia, cuando la meteorología lo permite, o sea si no llueve. Acá no hay más que dos estaciones, la primavera y el otoño, que se intercalan sin concierto ni respetando el turno de cada cual en el calendario climatológico. Ocasionalmente atiende consulta bajo techo, tomando la mejor agua municipal del mundo (como califica al liquido precioso que brinda el páramo de la reserva ecológica del volcán Antisana), y beneficiándose del menú largo estrecho del Madrilón. Hoy lo invité a servirnos de la Fanesca Vegetal de temporada, tomando una mesa de mármol con vista al rincón de los artistas filósofos. El principal del café Madrilón, Tomás Vanbeberen, implementó para los artistas filósofos un rincón que apenas alimenta la caja registradora con espaciados tintos sobre la marcha de sus regias disquisiciones, a donde llega la mejor agua municipal del mundo en jarras de cristal festonadas con cubos de hielo. Bustamante dice que el rincón de los artistas filósofos le rinde tanto al dueño de Café Madrilón como las facturas de provecho: “es una estampa que da dignidad a su boyante establecimiento”.

Adelaida Matute no se ha enterado que los enlaces tipo matrimonio no los separa la muerte sino la ¡vida! Estábamos gozando de equilibrio así separados, a la sombra del saludable instinto de la distancia, sí, comprometidos con nuestra libre individualidad reunida en el lecho de los que saben que lo de pasar acompañados es eso, “pasar”. Adelaida, mi amor del séptimo día, pasar acompañado no es vivir acompañado, nadie existe para otro sino es inventando a ese otro. Te había imaginado para compartir el séptimo día, que es como festejar cada semana el nacimiento solar de Venus, y tú eras ella sin que me acostumbre a verte igual a ella: renacías, renacías, libre y silvestre cada seis soles. Maldita sea la hora en que me abandonaste por querer ser tú en una intimidad que no es la tuya.

Mis cofrades alemanes están experimentando cosa parecida a lo que este matemático ecuatorial pregona robando la sentencia del chamán de Plaza de la Independencia, que textualmente dice: “A los matrimonios no los separa la muerte sino la vida, ¡carajo!”. Ellos son astrónomos de campo, prácticos, y tienen una salida para la frase de Bustamante. No sé cómo los matemáticos nórdicos harán para aullar el ¡carajo!, pero lo que hicieron con la pesadilla de los papeles es encomiable, y usando los mismos papeles es lo esperanzador del asunto pues, ahora, con otros documentos pueden anular la enfermedad que contrajeron o seguir enfermos si les da la gana, dejando la posibilidad de rendirse a eso de que la costumbre es más fuerte que el desamor. Así se embarcan en contratos matrimoniales que duran de dos a cuatro años, es decir los cuatro años largos que como máximo perdura, científicamente hablando, el deseo carnal mutuo de los esposados.

Encantado firmaría un contrato matrimonial renovable de seis meses con  Adelaida; como es natural, al tenor de las leyes de mi utopía. De hecho, especificando en una cláusula, que las obligaciones conyugales sólo tendrán efecto un día pasando seis días de por medio, y sin que haya consecuencias reproductivas que sumen vástagos a las ingentes masas humanas, nada de formar familia en Matrix. Añadiría otra cláusula que especifique que al octavo día, o sea la jornada que sigue a la conjunción del séptimo día, si uno de los dos implicados en el empate semanal quiere romper con el otro, bajo cualesquier razón, adelantándose a los seis meses estipulados para la posible renovación del contrato amoroso, lo puede hacer ipsofacto, sin consecuencias judiciales o morales. He ahí las enmiendas fundamentales que haría al contrato matrimonial de mis cofrades románticos de la Selva Negra.

Encargué a mis secuaces de Islandia que levanten mi pedigrí rosado. Me llegó anteayer, ya está colgado como el único diploma digno de ser exhibido en las paredes del hogar. Este pedigrí rosado certifica hasta la cuarta generación mi naturaleza de lobo hiperbóreo. La parte chancheana de mi ser no tiene ninguna confirmación en los libros genealógicos del orbe; mejor dicho de ese lado no existen los trámites de registro genético, por ello Chancholovo es mi alterno, está condenado a ser suplente hasta el fin de nuestra sociedad material, puede sugerir o exigir lo que le venga en gana pero el que decide y manda es Lovochancho. Adelaida se burlaba de lo del pedigrí de Lovochancho, según ella era otra ficción mía. La facilitadora en divertimentos digitales, maestra en electro-felicidad, nunca va a ser más noble que Lovochancho así sea el reflejo rasguñable de Venus. Aquí tienes mi pedigrí, incrédula vendedora de electro-paraísos, mira de una vez si te electrocutas de dicha con el trabajador que te firme los papeles, y a ver si te brinda el dulce cimarrón en su punto mágico. Capturarme es como pretender atrapar el crepúsculo.