Avanzaba trepando por la sombra emergente de la huecada entre dos colinas de rocas superpuestas y sostenidas desde la cima a la base por su peso y gravedad, debajo de las formas ciclópeas no había suelo vegetal uniforme sino mantos finos de tierra que eran suficientes para que se apañen plantas de páramo y se den modos para crecer en tan inhóspito hábitat donde a simple vista solo medraba el legado del flujo lávico: campos de molones sueltos descendiendo del páramo de Muertepungo cual ríos grises petrificados que recorren doce kilómetros antes de desembocar chorreantes en la quebrada de pre-páramo del Isco. Este serpenteante fenómeno volcánico creó valles verdes amurallados para el jolgorio de danzante Dionisio, y nació gracias a las fisuras escupidoras de escoria volcánica del Antisanilla, como se ha dicho promediando el siglo XVIII.

La cosa empezó con un auto-engaño, me topé con estrecho senderito de montaña que trajo la ilusión de que continuaría hasta la cima de la colina que a su vez me obsequiaría el paisaje de Laguna Secas por todo lo alto, cual banquete visual de mantel largo y por ende magistral degustación de cuadros silvestres de otra época o al menos paisajes semisalvajes con pinceladas artificiales de actualidad humana. Aspiraba que se suscite distendida travesía desde Laguna Tipopugro hasta dar con el mirador natural que cubra cualquier forma de Laguna Secas, me decía que estaría contento si viese una de sus extremidades inferiores de náyade andina o si se quiere uno de sus cuernos de caracol creado por el fuego volcánico. No fue así de alegre la travesía, el senderito concluía en un remanente de bosque primario, la pintoresca arbolada se aferraba a piso abrupto, era una colorida excepción rodeada de estratos de escoria volcánica sujetos precariamente entre sí y que se levantaban empinándose a oriente, en perspectiva a la altura de los farallones del Isco. El bosquecillo atrapado entre grises cúmulos de piedra, caía al remanso escondido que en la hondonada contenía un charco divino a la vista desde arriba y, según la luz y la posición del espectador, el reflejo era ya azul marino, ya verde, ya turquesa o plomizo. Colegí que este cantarino pozo escondido, se alimentaba de agua lluvia y del líquido que se filtra de las corrientes subterráneas del superpáramo del volcán Antisana. Fue un hallazgo por que no tenía idea de que existía semejante oasis, pues en sí es el abrevadero de agua dulce de montaña para las ralas reses que deambulan en la arboleda como si su misión fuese destrozarla con sus pesuñas fuertes y excavadoras que abren surcos a discreción dentro de ella.

Da gusto fabular que si hoy día nuestra república tuviese la manejable y soportable población humana que tenía en la época colonial del flujo lávico Antisanilla, sería inmensa en territorio y moderadamente feliz en la práctica del acontecer cotidiano; sería el país de los ociosos emprendedores; sería el país de la campiña domesticada y la naturaleza salvaje abierta a las necesidades vitales de los bípedos senderistas; sería el país hogar de saludables filósofos de cualquier instante. Esto último acorde a la leyendas colgadas en el portal cósmico denominado Antiguos residentes del Reino de Quito, de hecho una leyenda que se me vino a la mente en cierta parada que hice para fotografiar especímenes de los jardines liliputienses entre cúmulos de materia inerte previos a la huecada que me puso a ascender por aquel ambiente lovecraftiano numinoso. De la leyenda en cuestión capté lo medular, aquellos jóvenes de toda edad de los Antiguos residentes del Reino de Quito, los quitensis, si estuviesen condenados a existir en el siglo XXI no se habrían deslumbrado con la magia del ciberespacio urbanícola que nos salva y entretiene a la vez en nuestros lugares de resistencia a la alienación de masas –incluida la tecnolatría–; aquellos se beneficiaban de la red de infinitas conexiones del universo micelio que es la vida oculta, bajo tierra, de los hongos visibles, y solo en pesadillas de excepción percibían formas protoplásmicas de terror precámbrico que sin saberlo correspondían a la cleptocracia rampante del corriente presente, o sea la realidad más visible en los cubiles del Proyecto Patria Soberana, residiendo en este superpoblado y obsceno siglo XXI ecuatorial. Concebí que de vez en cuando –como una suerte de catarsis cíclica– los quitensis visitaban el purgatorio en sí de una realidad que les era ajena, y por consiguiente sufrían el estado de conciencia alterada que los amparaba cual vacuna para evitar la decadencia Antropoceno–, tenían esas horripilantes pesadillas visionando el mundo de los honorables muertos de hambre siglo XXI, esos Homo sapiens enmascarados que aúllan inconsolables su paradoja atroz: ¡tenemos hambre!, pero que nada sea para nosotros y que todo sea para la patria soberana.

Por azar no tomé el sendero propio que tras la tranca reforzada descendía al charco, creí que me iría mejor salvando otra tranca menos expuesta y complicada que la principal, esto debido a que me dejé llevar por la aparente trocha sesgada que se internaba bosque arriba, pero resultó que no había tal vía fácil sino que se confundía con surcos varios que en ciertos espacios daban la falsa impresión de tierra arada y sembrada. Potentes mugidos territoriales de un toro invisible y la vista cierta de tres o cuatro terneros con cintas identificadoras en las orejas, me confirmaron que se trataba de ganado vacuno que fue arreado acá en fila india por el único sendero existente y repasado. A pesar de ser pocos especímenes deambulando en la arbolada, las huellas eran ostensibles por doquier en la tierra arcillosa.

Al cabo del fresco bosquecillo habitado por reses que al momento fueron indiferentes al bípedo senderista, desemboqué en la cruda realidad del desnivel gris y que había que ascender sin vestigio alguno del zigzagueante senderito de película animada que anhelaba, la única opción de continuar era abriéndose paso por suplicio de molones tostándose al sol. Tan corto era el trayecto en sí a la meta del balcón lacustre y tan largo el hacerlo por carecer de las cuatro patas hábiles de un chivo montaraz. No se trataba de libre escalada ni tampoco del reto de una pendiente que exija técnica aplicada al mundo vertical, aquí no había cabida para el arrojo de aquellos montañeros solitarios adictos a enfrentar desniveles de locura. Sí había que hacer acopio de paciencia para subir por la huecada a pies y manos apoyados en rocas que dejaban entre sí agujeros suficientes para desbaratarse al cubo.

Arribé al mirador natural de radiante mañana rumbo al mediodía, con moderado viento andino en popa, era tiempo para la calidez sin prisas porque en lontananza no había cabida a la cerrazón gélida de páramo. Cursaba una semana de jovial primavera que de un día para otro podría entregar la posta a encapotado otoño, que es la otra y única alternativa de una climatología carente de rigor invernal, los mansos valles ecuatoriales interandinos desconocen el frío polar nórdico. En todo caso, primavera y otoño se interponen entre sí, no importa si es julio o agosto que en teoría son meses en que deben anidar el sol ecuatorial, los cielos despejados y vientos propicios para las cometas. Una travesía a tientas por el flujo lávico hubiese sido desechada del todo si la meteorología seca y cálida le hubiese cedido el turno a la niebla, a la lluvia y el granizo, pues, no pasaría por la mente del bípedo senderista lidiar con piedras resbaladizas plagadas de hongos microscópicos, musgos y líquenes que revelan su naturaleza saponácea tan pronto se humedecen.

Eso de imaginar lo espantoso que sería moverse en campos rocosos azotados por el viento, el agua y el hielo de un pésimo día a la intemperie volcánica, hacía intenso el aprecio por la compañía de achupallas de raíces excavadoras que, cual anacondas, reptaban por los ínfimos corredores terrosos de las rocas yuxtapuestas al tope de la colina. La planta Puya aequatorialis se asemejaba a un animal de fábula cósmica que emerge de las entrañas planetarias, y junto a otras bromeliáceas se asociaban a espacios provenientes del mundo subterráneo fungi –reino de la red terrenal de los hongos–, eran islas vegetales en la vastedad mineral del flujo lávico. Así surgió el mullido lecho que recibió al espectador de Laguna Secas y sus ninfas espumosas contoneándose en las orillas. Cómo no saludar al Peñón del Isco acogiendo nidos de cóndores camuflados entre plantas epífitas colgando del barranco. Saludé al bosque primario tupido y a los humedales verdes con reses pastando al filo de Laguna Tipopugro, saludé al páramo del Antisanilla y a las lomas presidiendo el altiplano del volcán sumido en sueños magmáticos.

Bajarse del mirador de Laguna Secas fue doble trabajo que hizo del ascenso una maravilla a echar de menos. Resalta el hecho de que estuve a un tris de ser atropellado por el residente jefe del remanso escondido, saqué de quicio al toro padre que a la subida solo escuché su reclamo existencial. Fue una inesperada dosis extra de adrenalina que al cabo de los días se transformó en sofisticado ingrediente del condumio del tiempo, que es eso delicioso que se extrae de la conquista de lo inútil, o sea de las expansiones del espíritu en parajes volcánicos a la mano; sí, salidas regulares a la montaña pueden devenir en acontecimientos invalorables. No es raro que involuntariamente, cualquier rato, sean memorables este tipo de salidas sencillas, sin pretensiones más que de penetrar en lo asequible de la naturaleza salvaje que está al alcance del bípedo contemplativo, evitando complicarse con retos al límite de lo imposible, y así sea posible apearse de Rocinante y echarse a andar sin más trámites. El bípedo senderista no aspira a lo extremo que acarrea montañas de tiempo-fuerza, expediciones tortuosas y flujo de dólares constante. De hecho se dan parajes aristocráticos intempestivos, que acogen al cuerpo-mente a la vuelta de la esquina de la costumbre y el lugar común.Que confluyan los dos únicos instintos del arte de vivir, es decir lo apolíneo y lo dionisíaco dado de una vez, es tan raro y precioso como espontáneo y  sobre la marcha, y no es más que la resolución del ser de florecer en lo posible .

El filósofo de la altitud R. Navarrete —andinista, alpinista e himalayista—, desapareció bajando de la cumbre máxima del Annapurna, cuando no había peligro inminente de precipitarse en los abismos, ya prescindiendo de las seguridades de rigor pertinentes a su oficio extremo. Bastó un instante de dispersión del himalayista para que se perennice en los anales legendarios del montañismo ecuatoriano, partió al más allá níveo antes de ingresar a la cuarentena. La despedida del mundo vertical de Navarrete se consumó en la misma montaña en la que desapareció el legendario Kantoborgy. La leyenda reza que hubo de por medio la metempsicosis (palabrota que quitaba el sueño a doña Molly Bloom, personaje sensual del Ulises joyceano) de Kantoborgy, renació en leopardo de la nieves y deambula a la fecha por los riscos de La Diosa Madre de la  Abundancia, haciendo lo suyo como noctívago cazador y filósofo de cimas y simas. La circunstancia que me movió a rememorar a estos dos insignes montañeros esfumados en el Annapurna, fue mi encuentro repentino y sorprendente con el furioso toro padre de la mancha de bosque primario, ya de regreso de la colina de Secas. Sucedió que hallándome nivelado con la cocha escondida me relajé pronto, devoré chocolates y aun dormité no sé cuánto tiempo, parecía que la tarde temprana favorecería al bípedo senderista al abrigo de lo delicioso, pero se desvaneció el escenario romántico con el toro padre que asomó infranqueable, haciendo caso omiso a la paz que portaba el sujeto que había superado inmedible sufrimiento que padeció en el descenso lateral a ritmo de gasterópodo, aferrado a cuatro extremidades al flujo lávico.

Decía que reposaba junto a la regia cocha sin un rasguño ni haber sufrido resbalón alguno, era para celebrar estar libre de caídas lamentables. La tarde temprana sonreía y estaba bien acomodado frente a las aguas meciéndose al son de suave viento y criando algas sustanciosas, eran aguas dulces y ricas en minerales para el ganado que por las huellas de pesuñas repisando la otra orilla arcillosa hacían sentir que era un intruso en su oasis. No tenía intención alguna de disputar con el ganado vacuno por su abrevadero y ni siquiera pensé en que podría toparme con los terneros de la mañana en el pedazo de bosque primario. Lo cierto es que acaparó mi atención vislumbrar el sendero camuflado que se abría paso cuesta arriba por la arbolada, es decir había dado con el atajo que conducía a la tranca reforzada que no rebasé a la ida porque escogí cruzar el bosque en vez de descender al remanso. Este descubrimiento era una golosina extra a degustar, era el paso directo al sendero de regreso evitando rodear la cocha y luego subir por el campo rocoso hasta dar con él, siendo el único caminito que permitía avanzar erguido, en modo continuo y seguro. Al cabo seguí el  atajo del bosque pero fui interrumpido antes de alcanzar la tranca; sí, eran de nuevo los terneros de la mañana pero cerrando el paso recostados a lo largo del sendero. No parecía difícil desalojarlos valiéndome de una rama y emitiendo el famoso “chu, chu…” sacado del archivo de películas de aventuras visionadas, aunque morosos se incorporaron y creí que podía arriarlos sin inconvenientes hasta que tomen el surco que los desviaría al costado. En ese trajín medio jodido y chistoso estaba cuando de repente saltó a escena el toro padre, formidable ungulado barroso con una gruesa argolla de metal en la nariz que le daba un aspecto de indomable corsario, y se puso al frente de los terneros que no se desviaron sino que por el contrario taponaron la tranca. Y el ingenuo bípedo senderista insistió en el error del “chu, chu…” empujado por la pereza de volver a los rigores del flujo lávico. El toro padre mugió cual poseso, pateó el suelo con sus cascos de las patas anteriores levantando una nube de polvo, bufó, babeó, orinó y defecó de pura ira. Tal vez lo que evitó que embista de una al impávido bípedo senderista es que no contaba con sus cuernos que habían sido cortados casi al ras de su enorme cabeza o mejor, que influyó en su ánimo las palabras sinceras y respetuosas que le dirigí: “ya, ya, cálmate… perdona el atrevimiento, me retiro vencido por la vagancia de no haber dado la vuelta a tiempo a la charca». No retrocedí ofendido, al contrario, agradezco la lección de dignidad recibida. Qué difícil es ser todopoderoso si eres carne y hueso temporal, adiós magnánimo toro padre. De regreso a la cocha tuve que hacer callado el trabajito que la ilusión del atajo me hizo creer que había salvado. El toro padre de sacrificio se habrá olvidado al rato del sujeto de la rama seca y el chu, chu… al que puso en retirada; a cambio, el bípedo senderista creó al ente mitológico, a saber, Minotauro del Remanso Escondido.