Estoy caminando en la línea rocosa, fábrica de dioramas remotos de la lagartija de lava de Isla San Cristóbal. Oh, soledades salvajes enriqueciendo el tiempo y espacio liliputiense de Microlophus bivittatus. Me encuentro de sopetón con la especie que anhelo capturar en imágenes perdurables, ora en distintos suelos y posaderos de orilla, ora en los especímenes que ubico a distancia merced a la vista entrenada para detectar reptiles en alerta retrepados en piedras vigías, y aquí es cuando imagino a los lagartos terribles del jurásico tomando baños de sol mientras sufren larga digestión. 

Con los sentidos, en modo dimensión lagarto, atravieso sendas playas de arena cremosa y calas de campos de molones grises amontonados como carbón abandonado por colosos antediluvianos. Avanzo en el contraste de las barreras azabaches con el oleaje recio o manso del océano ya azul, ya metálico, ya turquesa, ya terroso dependiendo de la luz y la profundidad del horizonte en el que navegan los bergantines de la poesía visual. La brisa melodiosa y tibia acaricia el cuerpo, el viento ululante despierta el alma; el flujo cadencioso de bajamar es la música ligera y relajante de Bach alternando con el bramido de pleamar que corresponde a las sinfonías estremecedoras de Beethoven.

Las lagartijas brotan de la memoria mágica, surgen de la travesía en palos de balsa que hace tres o cuatro millones de años cometieron desde la amazonia inundada. Ahora saltan del verdor de yerbas rastreras, son una extensión de los bejucos serpenteando entre rocas punzantes.