Cerro Crocker

 

Siguiendo cierta intuición mañanera validada después de horas como un logro en el tiempo del sujeto del descubrimiento galapagueño, me bajé del autobús en el kilómetro once de la autovía al Canal de Itabaca, entre Bellavista y Santa Rosa, como referencia visual hallé en el letrero apostado al otro lado de la carretera que estaba a la altura de Rancho Fortiz. Ya sé por mis píes que desde ese punto al caserío de Santa Rosa promedian tantos kilómetros y al pueblito de Bellavista otros tantos kilómetros. Estaba de regreso a Bellavista por la ciclovía de cara al este de la isla, para el recuerdo y foto del trayecto queda el avistamiento de una tortuga gigante juvenil que, en la entrada rustica que conducía a inconclusa construcción de una casa tomada por la maleza, se hallaba forrajeando indiferente al tráfico vehicular de la autovía que constituye una barrera a la libre circulación de los quelonios dividiendo en dos partes la isla (este y oeste). Aunque el peligro de muerte que conlleva cruzar el asfalto es un detente instintivo para los galápagos, de vez en cuando se dan atropellos que generan fuertes multas y restricciones al conductor que es identificado como infractor.             

La sorpresa en Bellavista vino con el suculento desayuno dominical: dos tazas de café de cosecha local, tostado y molido en las fincas de tierras altas de la isla; empanada de viento con queso; tortilla de huevos de gallinas camperas y guarnición de arroz macareño… Me decía he ahí la intuición que me hizo descender del autobús al humeante asfalto a la altura de Rancho Fortiz, dado que la fiesta gastronómica es una costumbre  dominguera en Bellavista. Pero, la cosa recién empezaba, la degustación de delicias locales fue abreboca de la mañana, lo que arribó sobre la marcha vino a ser el verdadero condumio del día, surgió  inesperado senderismo al cerro Crocker, ascendiendo a su cumbre (860 msnm), siendo la mayor elevación de isla Santa Cruz y por ende el balcón ideal para cubrir con la vista la isla.

Subí por la vía lastrada que atraviesa las fincas agrícolas pensando o mejor dicho engañando al cuerpo con la idea de que alguna camioneta podía surgir para el aventón, mientras ganaba terreno distraído con los nombres de las propiedades y sus portales entre cercos biológicos atenuando la fealdad de alambrados. La solitaria carretera rural trinaba junto a los jilgueros y se fundía con los aromas de flores y semillas al viento. Al final la trocha del Parque Nacional y el ingreso al bosque de Miconia donde anida el Petrel patapegada (Pterodroma phaeopygia), del cual no tuve visión alguna pero sí lo presentí a través del recuerdo de su indeleble alarido existencial, capturado bajo el titilar de cúmulos nítidos de estrellas contrastando con la oscuridad impenetrable de la montaña tropical, aconteció apenas caído el sol en la cima del cerro Allieri (isla Floreana) y fui solitario testigo del despertar del ave oceánica que encantó la noche. Entonces bandadas de aves noctámbulas brotaron de escondidos refugios a flor de tierra selvática, el lamento existencial fue creciendo haciendo añicos el silencio nocturno iniciando una suerte de ritual mágico ensordecedor antes de volar al piélago en pos de la pesca marina que sustente a su especie al borde de la extinción. 

No subieron carros para atender el posible aventón que disparó la escapada de Bellavista buscando los balcones propios de la isla, aprovechando la falta de lluvias en las montañas del lugar. Vino a ser un alivio que haya sido así, pues el acercamiento a la entrada autorizada del Parque Nacional resultó más fácil y corto de lo que había imaginado. Pensé que por ser domingo podía haber un flujo de visitantes a la zona del Puntudo y el Crocker, yo y mi sombra avanzábamos ligeros por el nutrido bosque de Miconia tapizando colinas rechonchas que guardan el sueño diurno de aves de costumbres pelágicas que en temporada de anidación y eclosión regresan a la montaña donde nacieron. Fascinante transición de los estratos medios a los estratos cimeros de la serranía isleña, incluyendo la bifurcación de senderos y la cuestión de rigor: ¿el Puntudo o el Crocker?; lanzamiento de moneda de por medio, creí haber escogido la ruta al Puntudo tomando a la derecha, malentendí el aviso en la Y frondosa, acabé embebido por los jardines liliputienses previos a la arista cumbrera del Crocker. Arribar al tope fue abundancia de brisa galapagueña y qué magníficos paisajes del lado sur, sureste y suroeste de la isla como isla Santa Fe, Puerto Ayora y Bahía Tortuga, y, al voltear la vista al lado norte, noreste y noroeste de la isla el panorama —aunque nebuloso por el calor del mediodía ecuatorial que despide el bosque seco de color pastel desembocando en el Océano Pacífico— vino majestuoso, destacando el Canal de Itabaca e isla Baltra con el reflejo del Aeropuerto Seymour; también asomó el desmochado cerro Mesa y el área de El Fatal, playa El Garrapatero, islotes Plaza, etcétera. De las otras islas pobladas que he pisado Isabela, Floreana y San Cristóbal no hubo visión de sus siluetas, y con ello me quedé sin hacerles reverencias al estilo de Lovochancho saludando a las montañas andinas de su círculo íntimo. 

 

Caída a Los Gemelos

Parado en la autovía rápida que va de Puerto Ayora al Canal de Itabaca, empezando la recta  más allá de la curva de la parroquia de Bellavista, aguardaba en ese estado de gracia que trae relajamiento antes de aplicar tensión interna y fuerza de movimiento cuando se ofrece algún taxi compartido o un autobús de línea a ayudar al sujeto del descubrimiento a que haga su mañana galapagueña. No era complicado pedir un aventón a Santa Rosa y de allí concretar en algo o mucho la idea de seguir la carretera secundaria que conduce a la comunidad Salasaca.  Apenas tardó minutos en resolverse la situación, un autobús lujoso abrió su acceso anterior y subí saludando en alta voz al conductor y por inercia a los demás pasajeros que eran contados por los dedos de una mano y, para no romper el encanto, pasando de preguntar a dónde se dirigía el transporte atípico puesto que no era público sino más bien de alguna empresa especializada en servicios turísticos. En modo descubrimiento se toma sin chistar lo que viene bien de improviso, de hecho fue agradable arrellanarse en el cómodo asiento de la primera fila desocupada junto a la puerta mientras en las filas de atrás alojaban a cuatro o cinco pasajeros dispersos, incluido el guía con la insignia del Parque Nacional Galápagos. Cuando el transporte llegó al acceso a Santa Rosa y continuó raudo por la autovía principal sin detenerse no hice nada para bajarme, si con antelación no actué tampoco lo iba a hacer al apuro, a destiempo. No cabía duda que el autobús iba rumbo al Canal de Itabaca y la oportunidad de cambiar el itinerario previsto para sudar la mañana fue bienvenida sobre la marcha.

Rodando por el tramo empinado para alcanzar el punto más alto de la vía en pleno bosque nublado, solicité al chofer que me bote en Los Gemelos (agujeros colapso apostados a un lado y el otro de la autovía), cosa que el señor conductor ejecutó de buen talante y descendí muy agradecido por el impensado aventón que me colocó kilómetros arriba de la propuesta inicial de andar y ver por la vía a la comunidad Salasaca, objetivo que se quedó sin sustento, pues, estaba listo para comenzar la segunda visita al recurso turístico que es parte del trío que de cajón venden a buen precio los taxistas de Puerto Ayora a familias o pequeños grupos de visitantes de la isla, a saber: tortugas gigantes en Rancho Primicias o Rancho Chato Dos, Los Gemelos y cerrando con playita El Garrapatero.  No me había propuesto volver a Los Gemelos por situarse a tiro del ruido del tráfico pesado de la única vía larga (41 kilómetros) que atraviesa Santa Cruz y conecta Puerto Ayora con el Aeropuerto Seymour ubicado en la contigua isla Baltra. No obstante, por la manera que se generó este viaje al bosque nublado donde descubrí el árbol patrimonial de Guayabillo, Psidium galpageium, regio espécimen endémico vegetal de ramaje artrítico y barbado, resultó una experiencia a tope anteponiéndose en el recuerdo a las impresiones de la primera vez cuando anduve el circuito Santa Rosa-Gemelos-Santa Rosa. A la diferencia que puso el escondido Guayabillo patrimonial, se unieron los cucuves y papamoscas que trinaron a la bienvenida y en el adiós.

Bajando a pie a Santa Rosa fue un alivio toparse con la ciclovía abandonando así el estrecho margen entre la cuneta y la raya amarilla de la ruta isleña, el espacio para el peatón se volvió ancho y seguro, hasta para detenerse e informar sin prisa al ciclista que subía que le faltaba poco para encontrarse con Los Gemelos. Entrando al parque silencioso y acogedor de Santa Rosa con la canícula del mediodía ecuatorial, recién pisaba el punto donde debía haber iniciado y concluido la caminata a la comunidad Salasaca. Mientras aguardaba el autobús de línea echado en una banca municipal sombreada supe que tenía la tarde entera para retornar a Puerto Ayora a almorzar y hacer la siesta donde Maytenus. Vendrán las horas posmeridiano para irse con la tarde a tomar la fresca en Punta Estrada, pero eso es otra hoja suelta que está refundida en la crujiente hojarasca del condumio del tiempo.


 

Salida triste de Floreana

Tras corto alojamiento de cinco días en isla Floreana el retorno a isla Santa Cruz fue triste, debido a que no quise admitir que el dolor del talón y pie derecho iba a peor en detrimento de futuros descubrimientos en lo salvaje asequible al caminante por libre que soy. Almorzando sabroso donde Oasis de la Baronesa, aprovechando que había un grupo de turistas del día o sea de aquellos que por añadir en sus bitácoras un recurso turístico de oportunidad cometen el error de ojear al apuro una isla encantada que no se da bien por horas. Groso modo, haciendo cuentas, cuatro horas se pasan en la lancha de ida y vuelta a Santa Cruz y cuatro horas “conociendo” Floreana, haciendo turismo sonámbulo, con el añadido que para las personas que se marean cursando el piélago galapagueño esto acaba en tormento memorable en vez de una aventura memorable.  Me colé en el establecimiento de comidas de doña Emperatriz porque la coyuntura fue favorable sobre la marcha, mis futuros compañeros de traslado interislas en lancha rápida estaban disponiéndose a almorzar ahí, dado que  si no hay un mínimo de clientes que han reservado con antelación el menú turístico acá cualquier restaurante no abre sus puertas al transeúnte, entendible porque no es negocio atender a una o dos personas que salten de la calle vacía. Y el guía bromista, entre chistoso y sarcástico embebido en lo suyo de ayer y mañana, desenvuelto en el oficio de soltar datos automáticamente, se batía con los turistas siendo su voz alta ineludible desde mi rincón estratégico —con vista a los viajeros desganados por el tardío desayuno que supongo ingirieron pasadas las diez horas, y mejor vista a los pinzones del pasamano esperando los granos de arroz que apenas sobran del epulón, y mejor vista aún al retiro propio a la calle principal por el cerco de gardenias de flor blanca evitando así pasar por la mesa grande del grupo—, y uno se entera de cosas interesantes que no sabía y otras que son insípidas e irrelevantes de tanto oírlas de cajón. El desembarco en Puerto Ayora habría sido feliz si no cargaba conmigo el dolor de pie, librarse del ruidoso y monótono viaje en lancha a través del océano profundo es una pequeña felicidad por sí misma para un lobo de páramo, esa sensación de re-incorporarse a la bipedalización es deliciosa…  Pero tal transición dichosa del mar a tierra firme no me esperaba porque eché por la borda la última oportunidad que tuve de ir al pequeño centro hospitalario que atendía sin apuros ni congestión de pacientes al frente de mi mesa en Oasis de la Baronesa , apenas tenía que cruzar la calle para que me inyecten antiinflamatorios tipo keterolaco que actúan cuando las pastillas de ibuprofeno ya no surten efecto desinflamatorio ni analgésico, este elemental movimiento habría desembocado en airoso arribo a Puerto Ayora, y con ello habría ganado el día que tomé en la menuda urbe para cuidar del caminador.

Con boleto de salida a las tres de la tarde en la lancha rápida Queen Astrid, decidí invertir la mañana radiante paseando aunque el sendero se convierta en algo tortuoso y camine afligido por la incapacidad de coger ritmo de senderista de bosque seco a bosque nublado tropical. Buscaba ir mucho más arriba de la colina Cerdita Comunista, apenas logré atisbar en la pendiente del conglomerado de rocas dentadas que llega al filo del agujero colapso escondido tras las estribaciones menores del cerro Pajas. No daba para más que efímero acercamiento. En pasada visita a Floreana realicé la travesía completa al revés, es decir de arriba hacia abajo, siguiendo la trocha de la manguera que desciende desde cerro Asilo de la Paz con un hilo de agua dulce para los aproximadamente 180 habitantes de Puerto Velasco Ibarra, precioso líquido de manantial brota de las entrañas de la montaña donde se encuentra actualmente el corral de pequeñas tortugas gigantes de laboratorio (5 a 7 años de edad) importadas de Puerto Ayora. El propósito del experimento que ha tomado más de dos décadas, es repoblar a largo plazo en isla Floreana a su extinta especie endémica, Chelonoidis nigra.  El agua dulce es melodía líquida cuando cae y continúa por las cajas de revisión descansando en la senda de tierra rojiza que concluye en las instalaciones de tratamiento y distribución con horarios a los reservorios de plástico de los consumidores finales del pueblito calmoso.  Al cabo de los días no queda resentimiento alguno por haber hecho una visita floja a isla Santa María, llegué sin un mínimo de preparación física previa en la altitud de valle interandino que habito sitiado por ingentes conglomerados humanos diseñados para excluir al peatón del goce de moverse al aire libre, uno está obligado a transitar entre el aire contaminado y la agresión acústica del parque automotriz, el olfato y la vista sufren la suciedad congénita de veredas estrechas e irregulares que repelen al ciudadano de a pie. Es de agradecer a las instantáneas que dicen que algo mismo recorrí en Floreana, y esclarecen los recuerdos. Había confiado y cargado demasiada expectativa en la memoria del cuerpo a cuenta de pretéritas travesías bajo el rigor extenuante del bosque seco y de la costa rocosa; si no tuviese detrás jornadas gloriosas en la cruda intemperie del tiempo mágico de Floreana, entonces habría regresado vacío a Puerto Ayora, no fue así porque vino a ser aclimatamiento en el dolor y la incertidumbre padecida por la inflamación del tobillo, y para cobrar con creces a la pronta recuperación, esto empezando con una nueva caminata a Laguna Verde en isla Santa Cruz. Andar alerta entre tortugas gigantes no genera rituales como los de la cotidianidad del sujeto de rendimiento citadino, florece el ser intempestivo, así a Laguna Verde la encontré en temporada veraniega y a falta de agua lluvia formando bancos de tierra arcillosa y charcos lodosos, en todo caso son playitas visitadas por familias de quelonios bañistas.


 

El Garrapatero

Ya estuve en la playita El Garrapatero en 2015, 4 de Junio; entonces fue el viaje programado para ver sí o sí flamencos en el último día de un mes de feliz alojamiento donde Maytenus, Puerto Ayora, Isla Santa Cruz. Empecé por Santa Cruz la primera estancia larga que me había prometido para familiarizarme con las cuatro islas que tienen infraestructura hostelera suficiente y acorde a la capacidad del bolsillo del caminante en pos de cosechar parajes e instantes encantados. (El Garrapatero, no tiene fortuna como nombre turístico, pues, es homónimo al que corresponde al pájaro gregario de mal agüero, Crotophaga ani, traído hace décadas por colonos desde el continente para que hagan la tarea que viene con su apelativo vulgar: engullir garrapatas y otros parásitos que atacan al ganado vacuno, aunque se ha demostrado que estos son omnívoros sin ninguna especialización en desparasitación externa de grandes mamíferos de pastoreo. Hoy es ave denostada, considerada especie invasiva que debe ser erradicada en lo posible de las islas, se la acusa de pirata y depredadora de nidos de especies endémicas más pequeñas y menos agresivas, por ejemplo, el gracioso Cucuve o el Papamoscas).  

Volví al Garrapatero en diciembre de 2019, sabiendo lo que podía encontrar en paisajes, pero también especulando con las sorpresas de la avifauna de orilla, en especial si hallaría a los flamencos en la charca salina posterior a la barrera de manglares, así fue la vez pasada que llegué aquí con la expectativa de fotografiar estas aves que no había contemplado antes en su hábitat.  Vería o no flamencos fue la incógnita mayor, más allá de que la suerte de encontrarlos sí o sí había cedido, pues, desde diciembre de 2015 los he avistado en distintos viajes y épocas en Isla Floreana e Isla Isabela, y con diferentes intensidades y emociones; no es lo mismo hallarlos en cautivante escenario recóndito, tras fuerte caminata por la soledad estremecedora y hechizante de la orilla rocosa de Floreana que en las aguas salinas a la mano de Puerto Villamil, donde es cosa de andar pocas cuadras y tener cotidianos encuentros cercanos con las trompetas coloradas.

En todo caso, quería volver al aroma del primer retrato que hice del espécimen de la charca salina del Garrapatero. Para este segundo viaje bajé del recinto montañoso El Cascajo con la intención de andar los 8 kilómetros que lo separan del Garrapatero, así iba a ser porque no hice mención de voltear a ver a las dos camionetas de alquiler con turistas que me rebasaron, hasta había concebido la idea dichosa de avistar uno o más individuos de Chelonoidis donfaustoi, esto porque observé restos secos de tortuga gigante en la carretera (por su dieta vegetal tienen la apariencia de pelotillas ovaladas de bagazo), pero a medio camino del objetivo de marras en una mañana parcialmente nublada y corriendo refrescante brisa, la moto de gentil guarda parques del PNG interrumpió mi descenso a pie por la vía motorizada  serpenteante abriéndose paso por el bosque seco caldeándose, este involuntario aventón hizo que entre con tiempo ganado, o mejor dicho quitado a la caminata fallida a la playita de arena fina bronceada naciendo de exuberantes mangles y acotada por negros campos rocosos de lava azabache perfilando la línea costanera. Apurado busqué la charca en pos de las erguidas figuras rosadas de los flamencos, lo hice más por constatar que no estaban ahí, lo presentí desde que tomando el estrecho sendero de adoquín atravesando tupido bosque de Manzanillo, no se escuchó el graznido característico de estas aves que ya me es familiar y que suena a trompeta larga, a cornetazo. La charca estaba lejana y asaz disminuida, con más bancos de arena arcillosa que líquido, aves vuelve piedras y teros reales conformaban un cuadro alegre a pesar del ausente flamenco de otrora, cual fue el único que pude retratar de los ocho alimentándose de algas y diminutos crustáceos que filtran del barro con sus picos especializados para medrar de las aguas salinas.             

Dejé libre de melancolía la vista de la charca en sequía y sin flamencos, así es lo de volver a escenarios mágicos, estos también se transforman y no se quedan anclados en el pasado, se mandan a mudar y promueven inesperados acontecimientos sobre la marcha. Entré de lleno a aspirar el aire marino sintiendo en los pies la fina arena cobriza, teniendo como fondo oceánico a la silueta de Isla Santa Fe. La mañana, de un día entresemana, trajo a contados turistas y se abría la opción paisajista de playa y de que algún espécimen de avifauna de orilla marina me sorprenda, aunque de entrada perdí la oportunidad de capturar imágenes de una pareja de garzas cenizas debido a que alzaron vuelo sin que me haya percatado de su presencia, apenas alcancé a lograr una instantánea de estas preciosas aves volando de espaldas. Días, semanas y meses han transcurrido para descubrir, en reorganización retrospectiva, que sí había cosechado el aroma del instante del Garrapatero. Gracias a natural instinto de distancia fui a por la caleta contigua a la playa en sí, llegando al límite del letrero que dice “no pasar” y, como ocurren los momentos regeneradores, de repente, se llenó el ambiente con la secuencia de una joven garza de lava (Butorides striata ssp. sundenvalli) pescando en la piscina de marea baja entre parcelas de arena, plataformas de roca volcánica y juveniles manglares de avanzada que son el detente ante la mar lamiendo la orilla con ganas de tragársela.


Avifauna en la vía Cascajo – Garrapatero

 

Iguana terrestre de Baltra

La foto retrato principal de este artículo proviene de la serie de instantáneas que logré de majestuosa iguana terrestre de la especie Conolophus subcristatus, posando en un campo de rocas volcánicas. La hallé pronto, recién comenzando la escapada de rigor que hice gracias al tiempo extra, de espera, antes de tomar el vuelo de regresó al continente. Bajo inclemente sol y la sequedad ambiental promedio de Baltra, me eché a andar rumbo con la media mañana cargando las dos ligeras mochilas que ayudan a viajar rápido y liviano prescindiendo de equipaje acompañada o de bodega. Caminaba con el sigilo y la atención sensorial propia a la búsqueda de iguanas y, podría decir que detrás de las aspas de los molinos de viento que provee de energía eólica a las instalaciones del aeropuerto, bajando unos cien metros con dirección a la carretera asfaltada que lleva al muelle de pasajeros de cruceros, encontré a un joven espécimen camuflado entre piedras y arbustos. El mismo que se mantuvo impasible hasta que di la vuelta de rigor pensando que iba a capturar fácil con el lente a otros ejemplares, así creía que acontecería pero no hallé más iguanas alrededor, y celebro a la fecha que fue así ya que hizo del instante un hallazgo perdurable.

La iguana terrestre de las Galápagos (Conolophus subcristatus), goza de buena salud en Isla Baltra, esto a pesar de habitar en un piso biológico que a la vista resalta por su candente paisaje inhospitalario que aloja mínima vegetación de arbustos leñosos y cactus, con decir que viene a ser fiesta de los sentidos el brote de yerbas y flores diminutas cuando llueve lo suficiente y uno tiene la suerte de ser partícipe de este acontecimiento fastuoso dentro de la fragilidad ecológica que es una constante en las Islas Encantadas. En un artículo pasado de esta página, titulado a secas Conolophus subcristatus, expuse lo grato que fue respirar la brisa perfumada que despide el florecimiento liliputiense de Baltra, no así en la mañana de las fotografías que muestro abajo del presente artículo, que es el panorama normal o corriente de la isla que en sí es un retrato de la supervivencia a tope, es el hábitat de los dragones terrestres que carecen de fuentes de agua dulce, que carecen de árboles de sombra a los cuales treparse y comer de su follaje. De hecho cualquier sombra es lujo negado al caminante, habría que reptar un tanto para meterse entre los cúmulos de rocas tostadas por el sol ecuatorial.

Acá se puede andar con facilidad sin hundirse en la tierra arcillosa y rojiza que da un ambiente marciano a la isla, valiéndose y beneficiándose de los anchos senderos de grava que son en la actualidad los grises remanentes de lo que fueron calles y vías asfaltadas de la desaparecida base militar aérea USA, que funcionó en los años cuarenta a propósito de la Segunda Guerra Mundial. También las iguanas se sirven como refugios de las ruinas de las instalaciones y calzadas que otrora coparon de voces humanas la pequeña isla. Entonces las iguanas dejaron de medrar del extremo minimalismo de Baltra, desaparecieron de la isla, aunque gracias a la intervención de un oficial estadounidense su extinción vino ser temporal, pues, un número indeterminado de iguanas fueron trasladadas a la isla contigua de Seymour Norte, donde sobrevivieron y crecieron como población, lo cierto es que a futuro se dieron las condiciones para que otros humanos las traigan para que repueblen su antiguo hogar natural. Aquí comparto el testimonio fotográfico de su retorno.

 

 


Chelonoidis Don Faustoi

Recién en 2015, se difunde el re-descubrimiento de la tortuga gigante del este de Isla Santa Cruz, bautizada por la ciencia Chelonoidis donfaustoi, allá en la zona de El Fatal (fatal para las tortugas que exterminó el Homo sapiens, al grado que décadas pasó a ser una especie extinta de galápago). No obstante sobrevivió, lo justo para meterse en el listado de especies en estado crítico; está siendo protegida en su hábitat montañoso y recuperada en el Centro de Crianza Fausto Llerena, de Puerto Ayora. Según el censo llevado a cabo entre octubre y noviembre de 2018, por personal calificado del Parque Nacional Galápagos y científicos de Galapagos Conservancy, la población actual en estado salvaje de Chelonoidis donfaustoi es de aproximadamente 500 especímenes en una superficie de 80 kilómetros cuadrados -incluidas fincas del sector-, se calcula que antaño esta especie llegó a más o menos 11.000 individuos. Chelonoidis donfaustoi, renació para constituirse en la segunda especie endémica de quelonios de Isla Santa Cruz, junto a la bien conocida Chelonoidis Porteri (Rothschild, 1903), la tortuga de El Chato y el noroeste de la isla que ha venido aumentando de forma sostenida su población aunque sigue en estado vulnerable.

Chelonoidis donfaustoi, es la denominación científica dada en honor a Don Fausto Llerena, histórico guardaparque que durante 40 años se dedicó a preservar a las tortugas galápagos, reconocido también porque fue el mejor amigo y cuidador de los años de cautiverio del legendario George, el último de la especie extinta de tortugas de Isla Pinta.

Había llovido, la naturaleza de Cerro Mesa ofrecía abundante comida vegetal a las tortugas de Don Fausto. La mañana fresca danzando en suculentos colores; el bosque montano barbado, tupido e impenetrable a un costado y del otro húmeda pradera verde meciéndose al son de tibio viento decembrino, pero la fiesta la ponía el silencio de los rumiantes quelonios. La celebración para el caminante fue andar entre especímenes de la tortuga gigante que descubría para sí, ya a los costados ya por el centro de solitario sendero carrozable herboso. Ejemplares adultos y juveniles de Chelonoidis donfaustoi brotaban saludables, majestuosos. Venían embutidos en caparazones lustrosos que en los sujetos grandes mostraban rayones inocuos, esto debido al cruce de alambrados entre fincas, en todo caso se movían de aquí para allá sin barreras dañinas o infranqueables.


Camino de tortugas gigantes

Camino de tortugas gigantes, no fue hecho para el tránsito libre de la especie insignia de las Islas Encantadas, y que le da nombre al archipiélago: Galápagos.  Cursando los años cuarenta del siglo pasado se abrió esta vía para llegar a la colina en cuya cima se instaló un radar de control aéreo por parte del ejército estadounidense, esto durante los acontecimientos bélicos de la Segunda Guerra Mundial. Terminada la Segunda Guerra Mundial, la carretera lastrada fue usada para trasladar a los presos de la colonia penal de Puerto Villamil, Isla Isabela, al punto de reunión donde se efectuaban los trabajos forzados al pie de Colina Radar. Los reos no hacían nada útil para sí mismos o en aras del bien social de los ralos colonos de la isla (tampoco llevaban a cabo tareas de protección ambiental o algo así, pues, la conservación del hoy tesoro del Archipiélago de Galápagos, su flora y fauna endémica, era aún una quimera), nada más se trataba de inferirles castigo inmisericorde: levantar tremendo  muro de piedras volcánicas en medio del bosque seco ardiendo bajo la canícula ecuatorial. El infierno terrenal que sufrieron aquellos presos –muchos de ellos políticos–, entre los años de 1945 a 1959, dejó latente huella de su tormento al punto que a la fecha es parte del catálogo turístico galapagueño, con una etiqueta ineludible: Muro de las Lágrimas.

Una vida de subsistencia ha sido y es lo corriente de las tortugas gigantes de las Islas Galápagos, y lo vienen haciendo en Isla Isabela que apenas tiene de setecientos a ochocientos mil años de edad geológica en la Tierra –una bebé planetaria–, esto merced a su capacidad de sobrevivir a meses de inanición forzada por las carencias que se dan acorde a las variables de los fenómenos climáticos. Esta resistencia innata, en siglos resientes, volvió al  galápago presa preferida y fácil de piratas y balleneros; y, al día de hoy, blanco de los traficantes de especies. Hace poco, en noviembre de 2018, fueron víctimas de un ataque que, aprovechando la codicia de ciertos burócratas del Parque Nacional Galápagos (PNG)  –estos pésimos ciudadanos tienen que ser señalados públicamente, en cuanto concluya la instrucción fiscal, como cómplices y encubridores de los mafiosos mayores, esto para no manchar el quehacer noble y plausible de la inmensa mayoría de funcionarios del PNG–, raptaron a 120 críos del mismísimo Centro de Conservación y Crianza de Puerto Villamil.  Juan Montalvo ya lo dijo hace más de un siglo en sus vigentes Capítulos: “[…] para la codicia nada es sagrado: si el ave Fénix cayera en sus manos, se la comiera o vendiera.”   

Partiendo del centro urbano de Puerto Villamil, se tiene a mano imperdible caminata de alrededor de 7Km (14Km ida y vuelta) hasta el Muro de Las Lágrimas y el mirador de Colina Radar. Siguiendo la orilla de Playa Grande o el camino a Poza de Las Diablas, se llega a la caseta de ingreso y control del PNG, de aquí en adelante se tiene un sendero ancho de graba ceniza que, dependiendo de la temporada de migración de las tortugas gigantes, ofrece más o menos avistamientos cercanos al espectador. He tenido la fortuna de trajinar por esta zona y toparme en distintas mañanas con individuos perteneciente a las dos especies gigantes que subsisten en estado salvaje al sur de Isla Isabela,

Me siento cómodo fungiendo de naturalista de andar y ver, heterodoxo, que es el sujeto del descubrimiento que viene cosechando el condumio del tiempo, allá en los sembrados de reincidentes caminatas. Visitando zonas prístinas o casi-prístinas (la basura artificial Homo sapiens se da modos para alcanzar los sitios recónditos del planeta), que aparentemente se repiten pero sobre la marcha muestran continuidad temporal, no se han estancado en el pasado y hacen el nuevo presente que se proyectará al futuro con imágenes capturadas por la mente, teniendo de muleta las instantáneas que cuelgo o no en el ciberespacio.  Así  no voy a meter en este artículo la secuencia fotográfica de aproximadamente veinte metros de la tortuga que en diagonal vino hacía mi, o mejor dicho se movió a lo que sospecho la atrajo hasta mis pies, la mochila negra que yacía en el suelo mientras el obturador de la cámara avisaba al ojo con su clic mecánico el instante que no pasa sino que se queda con uno porque no había cómo fotografiar el desencanto o falta de interés que mostró el quelonio cuando asimiló que detrás del morral estaba el individuo que no disparó su desvío de trayectoria de una banda a otra del sendero; esto a manera de conjetura, pues, no puedo asegurar que así fue para el espécimen en cuestión.

Cuelgo fotografías de machos alfas que montaron un escenario de comportamiento jerárquico tortuguil, que por primera vez presencié en modo salvaje. A la vera del camino se hallaba el espécimen alfa X, que asumí había estado pastando y abrevándose en los verdes humedales contiguos a la carretera gris, abriéndose paso a través de un atajo hecho a su medida entre la espesa vegetación leñosa y el bosque de ramaje artrítico de árboles de Manzanillo (conocido también como Árbol de la muerte, por sus frutos venenosos para el ser humano no así con las tortugas que engullen a placer los manzanillos caídos al suelo, quizá por eso viven 150 años). El alfa X, parecía estar reposando antes de tomar rumbo en la vía solitaria; de repente, del recodo surgió el soberbio espécimen alfa Y, venía a paso airoso por el flanco derecho, y fue cuando se materializó la posibilidad de un choque de magníficos ejemplares de galápagos del volcán Sierra Negra, pues, el alfa X, salió de su modorra e incorporándose se dirigió con garbo directamente al encuentro del otro. A destacar de la breve disputa, es que prácticamente la agresión física brilló por su ausencia, a diferencia de las batallas épicas de las iguanas marinas. Sí hubo miradas fieras con cabezas de anaconda estiradas al máximo en lo alto, sí hubo picos abiertos emitiendo guturales desafíos y cerrándose con estrépito. Al cabo, el derecho de vía, se resolvió con el alfa X cediendo en sus pretensiones de hacer a un lado al alfa Y, moviéndose al costado izquierdo se marchó con su fina estampa por el ancho camino que seguía despejado para él.

 


 

Conolophus subcristatus

Camino aspirando a todo pulmón el silencio galapagueño, voy liviano entre el paisaje de cúmulos de rocas bronceadas. Aunque me cubre la ropa de intrépido expedicionario siento que estoy tostándome en la canícula de tierra agrietada y rojiza de Isla Baltra. La mañana de cielo celeste y nubes plomizas en lontananza -por las montañas de Isla Santa Cruz- se llena de aromas y colores de tierra agradecida por el factor regenerador que es el agua lluvia que ha recibido en febrero. Acá se sobrevive y florece con lo mínimo, no existen fuentes de agua dulce surgiendo del suelo volcánico de perspectiva plana, no obstante los cactus brindan sus frutos espinados, espesos matorrales de vegetación leñosa ofrecen refugio a la fauna residente y asoman cráteres rectangulares como si se hubiese excavado para instalar albercas en medio de hologramas marcianos de espacios vacíos. ¡Alucinas tío, alucinas…!

Las calles rectas que otrora sirvieron para transitar por la base aérea USA de la Segunda Guerra Mundial, han sido tocadas por el pincel discreto de briznas de hierbas verdes festonadas con diminutas flores amarillas acariciadas por la brisa que viene del fondo azul y turquesa del piélago que rodea la isla. De repente, la iguana variopinta que combina mostazas y pardos en su piel escamosa, salta al vacío desde la sombra del cactus que la camuflaba, mis torpes pasos de bípedo implume dispararon su sano e inveterado instinto de ponerse a buen recaudo cuando percibe a un ente sospechoso, y sale en fuga del fresco escondite.

La mansedumbre de los reptiles endémicos de Galápagos permiten que el caminante vaya en modo contemplativo, junto a las mariposas revoloteando a su paso, de lo contrario no habría cómo entregarse a ensueño alguno con los ojos abiertos. Me provocó risa nerviosa imaginar que si no fuese así, que el lagarto se abalanzaba para inferirme ponzoñoso mordisco a la manera del dragón de Komodo, no se me hubiese ocurrido vagar por las vías donde anidan las iguanas a la intemperie y dejan huellas fáciles de detectar como es el bagazo en que se convierten sus deposiciones. Esta primera carrera puso en alerta los oídos además de la vista, el sonido de la fuga de otros individuos se repitió y los ojos ubicaban a la distancia a estas criaturas cruzando raudas y con el estrépito de sus garras todo-terreno la calle vegetal, perdiéndose luego dentro de pálido matorral no sin antes levantar polvo del suelo ladrillo.

Estaba listo para capturar instantáneas de distintos individuos de la especie que medra y anida en Isla Baltra, tras lustros de ausencia de la isla fue recuperado uno de los reptiles más vistosos y fascinantes de las Islas Encantadas, el Conolophus subcristatus, herbívoro que esparce semillas de su futura comida (principalmente del cactus) y a la vez mantiene espacios abiertos para que no prolifere la vegetación leñosa. Su innata capacidad para preservar los ecosistemas ha hecho que de Isla Seymour Norte, se exporte individuos a Isla Santiago donde se extinguió la especie debido a la depredación invasiva del cerdo feral, que ya fue erradicado del lugar.

 


 

Orilla rocosa de Floreana

Para adentrarse en la orilla rocosa de Isla Floreana, es de cajón estar previamente bien hidratado, y portar el suficiente líquido re-hidratante que debe administrarse acorde a la resistencia de nuestro organismo para enfrentar el clima seco tropical equinoccial isleño. Si se camina por la orilla rocosa es de rigor reservar como mínimo el 50% del liquido para el regreso, que es la señal inequívoca de que se ha alcanzado el punto máximo del trayecto de ida,  y jamás alejarse de la visibilidad del puerto, por lo demás una ración de frutos secos ayuda y la gorra tipo turbante es imprescindible ante los ralos escondites que se presentan para reposar a la sombra. La apariencias engañan bien por acá, a golpe de vista general únicamente prosperan el bosque seco de palo-santo y el cactus brotando de rocas color miel,  son ralas las manchas verdes de mangle y las hierbas rojizas tapando la arena gruesa, se turnan campos labrados de piedras multiformes con plataformas negras festonadas de musgos pardos y algas verdes o rojas. Mas, resulta un aperitivo suponer que no se ve nada y, sobre la marcha, encontrarse con fauna de orilla y marítima inofensiva que a uno lo petrificarían de espanto si se tratasen de bichos ponzoñosos. En lo último, me refiero a que si las bellas iguanas tricolores de Floreana fuesen venenosos monstruos de Gila, no habría este caminante prologándose a discreción en el tiempo de andar y ver, no habría el sujeto de la experiencia regalándose banquetes sensoriales arrullados por la brisa y el oleaje.

Isla Floreana o Santa María, con una superficie de 173 km² y alrededor de 180 habitantes,  es la menos poblada de las cuatro islas con asentamientos humanos del archipiélago de Galápagos. Se estima la población humana permanente del archipiélago en 34.000 galapagueños, los últimos censos han arrojado información esperanzadora de que gracias a las restricciones para residir en las Islas Encantadas, parece que se ha detenido su crecimiento demográfico. A los residentes en Galápagos se suma el cupo anual de visitantes que ronda o supera su máximo permitido de 200.000. Ya sea un crecimiento descontrolado de la población fija y/o de los visitantes ecuatorianos o extranjeros a las islas, vendría a ser un factor desequilibrante no compatible con  los esfuerzos nacionales e internacionales por conservar a este patrimonio natural planetario, siendo una de las maravillas de la creación planetaria aún no destruidas por la especie administradora del Antropoceno.

Isla Floreana, púber creación volcánica, surgió del piélago hace 4 o 5 millones, situada a 1000 kilómetros del continente suramericano, está entre las islas de mayor antigüedad del archipiélago, y viene envuelta en la fragilidad inherente a la joya biológica y geológica que es. Las hay que todavía no llegan a la pubescencia como la isla más grande de Galápagos, a Isla Isabela apenas le dan de 700.000 a 800.000 años de edad.  En todo caso, allende lo mucho que se hace dentro y fuera del Ecuador por mantener latente estos laboratorios de cómo se creó la vida terrestre del fuego de volcanes submarinos, las islas están rodeadas de peligros. La amenaza mayor la encarnó el arribo del Homo sapiens, muy reciente, hace menos de tres siglos, pues, por añadidura a su básico instinto de arrasar, trajo consigo otras plagas que empiezan con las hormigas rojas en el ámbito zoológico. Aunque la lucha contra las plagas como los chivos ha terminado con su eliminación en Floreana, no así con otras especies invasivas que pueden ser mascotas adorables, ejemplo, el Felis silvestris catus. Aunque se observe de repente a un gato en la intemperie prístina sus huellas son fácilmente identificables en los senderos naturales, no hay duda de la presencia de los descendientes de gatos domésticos transformados en fauna depredadora de alto riesgo para especies endémicas de reptiles y aves. El gato es causa principal del exterminio del Cucuve de Floreana, ave que por su ingenua curiosidad innata facilita la cacería del ágil felino. Al Cucuve de Floreana, se lo encuentra en el islote Champion contiguo a la isla mayor.

Si la claridad atmosférica lo permite desde la cima-caldera seseante del cerro Pajas (640 msnm), Floreana es una pintura impresionista panorámica y redonda al gran angular humano, abarcable con los matices que aportan los distintos pisos biológicos de su geografía de 173 km². La transparencia atmosférica es un fenómeno de ocasión ya que la zona alta goza de un clima fresco subtropical por las nubes dadoras de humedad que rodean las cumbres verdes del volcán que en sí constituye la isla entera. No es raro la invisibilidad de la isla tras una cortina de nubes, esta suerte de desaparición súbita hace que haga honor a la leyenda de las Islas Encantadas, que es el sobrenombre o etiqueta adquirida del archipiélago de Galápagos.  Es cosa de caminar ocho kilómetros para cubrir los diferentes hábitats de la isla, descendiendo desde el verdor de la base del cerro Asilo de la Paz, 450 msnm, que contiene el tesoro más preciado de los habitantes de la isla, la única fuente de agua dulce que brota de las entrañas de la montaña. Se pasea por la zona agrícola que con alrededor de 200 hectáreas cultivables materializa la esperanza de lograr una independencia alimentaria de la parroquia Santa María, la carretera pasa entre el cerro Pajas y el mirador del cerro Alieri (340 msnm) y luego baja atravesando el bosque seco hasta concluir en el pintoresco muelle de Puerto Velasco Ibarra.

La visión de las tortugas terrestres gigantes endémicas de Floreana (Chelonoidis nigra) está negada por el exterminio total que sufrió esta especie en la isla. Así lo confirma Doña Margret Wittmer, en su libro Floreana, lista de correos: una mujer Robinson en las Islas Galápagos (1960, Editorial Juventus, Madrid). Fue grato hallar este libro en la biblioteca pública de la Estación Charles Darwin, Puerto Ayora, es la única copia que he hojeado de la primera edición en tapa dura traducida del alemán al español.

A propósito de esta tortuga extinta, en junio de 2017, tuvimos la buena noticia del trabajo de laboratorio y de campo realizado para recuperar a la Chelonoidis nigra en Floreana. Esto tras una década de planificación y cooperación entre Universidad de Yale, Parque Nacional Galápagos y Estación Científica Charles Darwin, aprovechando el hallazgo de híbridos de la especie extinta en el volcán Wolf de Isla Isabela, que vinieron a ser descendientes de los individuos  traídos de Floreana y por razones desconocidas liberados en la mayor isla de Galápagos hace un siglo o más. De los híbridos de la tortuga endémica de Floreana se obtuvieron los huevos que eclosionaron a las 32 tortugas que con cinco años de edad fueron trasladadas del Centro de Reproducción y Crianza de Tortugas Gigantes Fausto Llerena (Puerto Ayora, Isla Santa Cruz), al corral acondicionado para el desarrollo ulterior de la especie en el cerro Asilo de la Paz. A la fecha, los críos de tortuga Chelonoidis nigra siguen bajo el buen cuidado de los funcionarios del Parque Nacional, atención que se refleja en el apetito y la actividad de los individuos, en sus caparazones relucientes. El fin de este loable proyecto es que las tortugas importadas  lleguen a su edad reproductiva -25 años- y  con ello se consumaría la repoblación de una especie que no se resignó a pertenecer a la larga lista de animales puros esfumados.

El real hecho de estar parado en cualesquier paraje de los distintos pisos biológicos de Floreana salvaje ya es un privilegio o mejor todavía es un encanto a develar. Vagar en lo ignoto es sembrar en un campo fértil para futura cosecha de asombros, lo demás son extensiones de una aventura mudable que a futuro nos visita con imágenes, aromas, sabores y texturas que han capturado el condumio del tiempo de Galápagos, que el rato menos pensado rescatan al citadino de la estridencia y furor ahumado de la civilización-purgatorio. Andando por los costados de Puerto Velasco Ibarra, se logran dos visiones diferentes del filo rocoso costanero: una experiencia  es caminar desde Playa Negra con dirección al suroeste hacia el sitio denominado La Botella y  otro cantar es hacerlo por el lado noroeste tomando el senderito que parte de la sede del Parque Nacional y que conduce a las caletas y charca de Pulpos. Cautiva lo a la mano (en este caso sería propio decir lo a los píes) de acceder a lo distinto de estas dos visiones caprichosas de orilla marina teniendo como campamento base de lujo al pueblito de Puerto Velasco Ibarra, donde no falta una muestra de la mayoría de las especies  nativas, migrantes y endémicas como las iguanas tricolor o si se tiene suerte ver a una pareja de pingüinos tropicales deslizándose cual torpedos submarinos.

Rumbo a la zona de La Botella y más allá aún, se atraviesan  jardines de mangle combinados con hierbas rojizas arribando a playitas y remansos de aguas turquesas encerrados en cúmulos de roca negra. Acá, la reunión de diez humanos parlantes se asemejaría a una multitud, pero dejando atrás las caletas de La Lobería no hay bañistas entregados al disfrute de deportes acuáticos. Se suceden paisajes milenarios de silencio de orilla marina esculpido en fuego volcánico, así tras un campo de rocas asoman mínimas ensenadas que guardan tortugas marinas de estación danzando en piscinas cristalinas con fondo de surcos de arena luminosa.  No hay expectativas por hallar cientos de reptiles tomando vitaminas solares en una plancha quemante o aves apiñadas en una roca sobresaliendo del agua como una botella de vino derramando espuma blanca, no hay esos regios encuadres para la foto masiva que haga las delicias del futuro espectador de instantáneas galapagueñas de orilla; aquí basta con los cuadros intempestivos de individuos endémicos, nativos o migrantes formando pequeñas sociedades interespecies o mimetizando su magnífica soledad con el paisaje en gran angular. Allí la playita de marea baja que camufla a su único habitante que resulta ser una tortuga verde de Galápagos en reposo; allá una escondida poza salina cercada por inusitado verdor pantanoso, y lo luminoso: dos flamencos y tres patillos tomando los organismos y microorganismos que produce el agua estancada. A falta de sombra y de vertientes de agua dulce; la frescura del omnipresente cerro Pajas con sus helechos y bosques de Scalesia affinis perlados por la humedad que despiden las nubes generalmente se queda arriba, no baja al secano, un chubasco en la zona árida es una bendición. Alejarse de la ligera brisa que corre por la línea costanera, así sean pocos metros,  internándose en el bosque seco dispara la sensación térmica del cuerpo, es como estar inmerso en un horno de vegetales mustios aferrados a rocas sueltas, al mediodía el golpe de calor es de justicia.

Por el lado de Playa de Pulpos, es una caminata corta y apacible pero no exenta de sorpresas paisajistas y zoológicas.  A simple vista el panorama de esta orilla noroeste luce más vacío que el lado rocoso del suroeste, factor que anima la diferencia, es patente el contraste por la falta de jardines de manglares asociados a vistosas hierbas rojas llegando a playitas de arena crema bañadas por remansos de agua azul salpicada de manchas turquesas. Playa de Pulpos, llamada así por los pulpos idos hace mucho, tiene sus encantos reservados para el caminante que se ayuda volviendo al sendero que está coronado por ensenadas de piedras, entonces sí hay suerte cuando se retorna a lo mismo para toparse con lo que ayer o anteayer era inexistente. No hay secreto en ello, vagar es darse a sí mismo tiempo y espacio, y en eso consiste ser pudiente en el tiempo-espacio del sujeto de la experiencia. Así en la estación de apareamiento de tortugas marinas verdes de Galápagos (Chelonia mydas), hoy se las ve fuera del agua descansando al abrigo de una cama de piedras, mañana no. Al tope de Playa de Pulpos, aguarda la pequeña Charca de Pulpos, donde es posible verla repleta de color y sonido con cuatro flamencos rosados y una garza morena medrando ahí. La parte media del sendero es fascinante, se avanza a través de campos rocosos que proyectan formas dignas de las pinturas del polaco Zdzislaw Beksinski.

 


 

NIKON D80- LENTE 18 – 135/ PRIMERA VISITA A ISLA FLOREANA ENTRE NOVIEMBRE Y DICIEMBRE DE 2015
 

Santa Rosa

Santa Rosa, pueblito pintoresco que respira tranquilidad y silencio de corrido. De hecho así luce comparado con las principales arterias viales  de Puerto Ayora, Guayaquil chiquito, que con alrededor de 15.000 habitantes es la urbe más grande y visitada de las cuatro islas del archipiélago que tienen asentamientos humanos.  La parroquia de Santa Rosa está ubicada en la zona agrícola de tierras altas de Santa Cruz, viene circundada por el Parque Nacional  Galápagos, que constituye en papel más del noventa por ciento del territorio de la isla de 986 km². Andar y ver por el camino  de campo que lleva a la reserva natural de tortugas gigantes El Chato, durante la temporada de pastoreo en tierras altas de los quelonios, es privilegio de mente y cuerpo. Anduve por ahí en diciembre del 2017, en dos días de garúa y sol  repartidos por el camino que atraviesa fincas repletas de alambrados y cercas que en su mayoría no detienen el flujo de las tortugas al momento de ingresar y abandonar los potreros. Estos magníficos reptiles vegetarianos  gustan de echarle pico a ciertas yerbas introducidas desde el continente, no le hacen fieros al cogollo de penco y sobre todo disfrutan de las golosinas que caen de árboles frutales introducidos como el guayabo.

En los charcos del camino se bañan los pinzones de Darwin, no faltan papamoscas endémicos de la isla que se encantan con su reflejo en el lente de la cámara, incorporándose con su gracia a la constante visión de tortugas de toda edad que van surgiendo ya sea pastando en los costados  o moviéndose en perspectiva.

Las tortugas gigantes Chelonoidis porteri , endémicas de isla Santa Cruz, tienen un caparazón en forma de domo y cuello corto.  Muchos individuos de esta especie hacen migraciones de ida y vuelta, suben desde la zona costanera seca hacia las tierras altas montañosas húmedas de la isla y viceversa bajan cuando es oportuno hacerlo, llegando a cubrir hasta diez kilómetros por vía. Esta migración milenaria viene marcada por la temporada de anidación tras la línea costanera y el tiempo de apareamiento y búsqueda de forraje que trae la estación de garúa en la zona alta. De la duración de la estación de garúa depende que por reflejo la zona baja seca se beneficie en mayor o menor medida del agua-lluvia, y la cosecha de forraje nuevo sea de provecho para los individuos que descendieron. No faltan años de sequía como el 2016, aunque pueden pasar más de seis meses sin comer ni beber, en estas circunstancias no es raro encontrar a quelonios devorando cogollo de guineo junto  al ganado.

Existen problemas para la migración ancestral de las tortugas gigantes galápagos como vías rápidas, cercas tupidas de las fincas y barreras de plantas introducidas, ejemplo, el pasto elefante y la prácticamente indestructible zarzamora. La vía rápida que cruza Santa Cruz desde el Canal de Itabaca a Puerto Ayora es una pared que corta en dos la isla para el tránsito libre de tortugas. Se dan esporádicos atropellamientos de individuos que no han hecho caso a su instinto de conservación, pereciendo en el intento de alcanzar la otra orilla del pavimento.

Uno no se acostumbra a las tortugas gigantes y ellas tampoco a uno, pues, son tímidas por naturaleza.  Si por descuido o debido a la estreches del sendero se entra en su círculo de seguridad, las tortugas emiten el reclamo existencial característico de la especie: un rugido gutural de reptil al par que se recogen en su caparazón de animales mansos que han sido llevados al borde de la extinción por el bípedo depredador. En la actualidad, a la vista se puede dar testimonio de la recuperación parcial de la población original de la especie; no obstante, su vulnerabilidad es latente.