por Juan Arias Bermeo | May 22, 2022 | Galápagos
Ser semejante al cangrejo cenobita,
visto y no visto en su morada mudable,
incorporado a la Tierra,
difuminado a la luz del sol,
demorarse en la orilla rocosa del pelícano café,
demorarse en la negritud lávica de lagartijas infatigables,
demorarse en la sombreada brisa del árbol de manzanillo,
demorarse en el cucuve escarbando la arena cremosa,
demorarse en el revoloteo del copetón,
demorarse en el trino del canario aureola.
“Continuemos la marcha, ¡por favor!, la belleza de Playa Brava y Playa Mansa los aguarda. Yo sí tengo tiempo, ustedes no porque deben cumplir el itinerario…”, dijo el guía con cierta sorna salida del subconsciente, concluyendo su charla explicativa de las bondades de los recursos turísticos de la isla y de lo que se debe hacer y de lo que está prohibido hacer. Traduje lo que capturaron mis oídos y entendí la diferenciación sobre la posesión del tiempo que pretendía hacer el guía frente a las personas desposeídas de un tiempo propio por hallarse sujetas a las disposiciones del paquete turístico que adquirieron, pero él también estaba sujeto a la rutina implacable de su chaucha. Asumí que el grupo después de Bahía Tortuga, tendría para sí otros recursos turísticos que incluir en la memoria móvil. Hice una huida feliz, justo antes de que reinicie hablada caminata el grupo puntero que, además de estar descansado había sido público, a conciencia o no, de la charla completa ya naturalista, ya anecdótica del guía, mientras que los caminantes retrasados pasaron de sufrirla a propósito o no.
He guardado lo que considero la esencia de lo que dijo el guía y, por añadidura, previo al rebasamiento total del grupo azas internado en el bosque seco primario, cursando la senda angosta de adoquín y muros bajos de piedras o lajas volcánicas pegadas con cemento, pillé un retazo de la historia conocida del israelita Guy. La comparé con los datos que he obtenido de la misma, y, en los hechos constatados de su muerte concuerdan, pero queda entera levantar la ficción del joven militar que sumaba 23 años, allá por 1991, cuando cometió la travesía desde la zona montañosa de la isla, en concreto descendiendo del bosque de scalesia de la reserva natural de tortugas gigantes, El Chato, a la orilla rocosa en las cercanías de Bahía Tortuga, donde después de seis meses de su desaparición fue ubicado el cadáver por tres pescadores que cobraron la recompensa por el hallazgo que pagó el padre de Guy.
Aún veo el letrero en pie en la zona limítrofe entre El Chato y las fincas agrícolas de Santa Rosa, que conmemora la travesía mortal del israelita, y me sumerjo en el silencio ancestral de bosque de Scalesia affinis y piscinas ocupadas por galápagos bañistas, e imagino que El viaje de Guy es el noveno sueño, después de El Pueblo de los Molinos de Agua, del largometraje Los Sueños, de Akira Kurosawa.
De hecho hago las caminatas auspiciadas por el tiempo abierto del mundo, siestas al aire libre incluidas, de reconocimiento de la isla. Y es inevitable retornar a Bahía Tortuga cuando se retorna a Santa Cruz, así me olvidé que hay que adelantarse al tiempo acotado de los grupos guiados de turistas, prestos a tomarse la angosta senda que atraviesa el bosque seco encantado, que lo es si se acepta la invitación al silencio y recogimiento de un templo natural para escuchar, a ritmo de galápago, sonidos melódicos de la Tierra y no el parloteo incesante de la humanidad. Ante la procesión ruidosa Homo sapiens, no queda más que acelerar y driblar obstáculos como alma en pena hasta volver a recobrar el silencio y aromas propios del sendero que desemboca en la magia de Playa Brava.
Es de provecho olvidarse que Playa Mansa conforme avanza la mañana constituye la meta de los más y así crearse la gana de volver a ella cuando es maná contemplativo, cuando se logra de ella intimidad. Venir holgado de tiempo permite que el iniciado entre en la isla salvaje e intemporal de iguanas playeras. Solo hay que volver más temprano y la senda boscosa se presentará apetitosa, suculenta, como un aperitivo antes del banquete eufónico de pinzones del bosque flamígero de cactus gigante y el lamento existencial de garzas noctívagas escondidas en la barrera de manglares que forman la laguna de Playa Mansa.
De repente, en el este de Playa Brava, es propicio saludar con el señor noruego que pasea su figura noble de caballero guardián de la bahía que conoce y habita décadas; sí, saludarse, poniendo la distancia de cálido silencio entre iniciados que no tienen nombre.
por Juan Arias Bermeo | Ene 20, 2021 | Galápagos
“Ahí están pastando los caballitos pintones, buena señal, las tortugas Chelonoidis donfaustoi no tardarán en materializarse”, dije para mi capote. En reorganización retrospectiva, me situaba en el escenario de la primera visita que hice a Cerro Mesa —entonces y como ahora y mañana— con la exclusiva fijación de conectar con la especie que, recién en diciembre de 2019, tomé conciencia que podía descubrirla por libre, tal como he venido haciendo con la tortuga Chelonoidis Porteri. La primera vez que subí caminando desde el caserío El Cascajo, en pos de congelar imágenes de la especie de quelonio recuperada, intuí que tras los caballos paciendo —dentro del perímetro de la hacienda y refugio de vida silvestre Cerro Mesa—, me toparía con la primera tortuga de Don Fausto; así fue y, por añadidura, se hallaba distraída alimentándose de flores violetas emergiendo de jardín paradisíaco.
Fue un hallazgo de anteayer, ayer y lo será mañana y pasado mañana, pues, no le quita encanto al instante con la tortuga Chelonoidis donfaustoi, el hecho de que la tortuga Chelonoidis porteri, esté más a golpe de ojo por ser la que cuenta con la mayor población endémica de la isla en su hábitat del oeste —no es raro observar individuos jóvenes moviéndose cerca de Puerto Ayora—, y son visibles sobre la marcha entre la reserva de tortugas gigantes El Chato y la zona agrícola de Santa Rosa. Bajando a Laguna Verde o subiendo de regreso a la villa de Santa Rosa, he observado a los Galápagos del Oeste devorando gardenias rojas, yerbas de flores peculiares, pencos, guayabas, y, en temporada de sequía, no hacen ascos al cogollo de guineo y clavan su pico a lo que asome de comer junto a las vacas de corral.
Individuos brotan solitarios a la mañana de bosque húmedo levantando vapor entre primigenios aromas picantes, dulces, de semillas y fanerógamas. Voy inmerso en el silencio y los verdores de camino de campo perlando, yuxtapuesto a árboles barbudos de Guayaba de Cerro Mesa y a cantarín pastizal al pie de colina Pikaia, meciéndose al son de tibio viento ecuatorial. La comida vegetal es abundante merced a las aguas decembrinas y, cada uno de los especímenes que a bien tienen mostrase, exhiben sus caparazones lustrosos y se dan a los ojos del transeúnte con poética morosidad, en sí vienen a ser una magnifica estampa de la pausada recuperación de la Tortuga del Este, que tuvo colgada muchos años la etiqueta de extinta. Se creía que la dispersa y mínima población, residiendo en la zona montañosa del este de la isla, era remanente de la Tortuga del Oeste, Chelonoidis porteri, así décadas pasó desapercibida la “nueva” especie, que en realidad no había desaparecido pero sí menguado hasta que surge airosa como especie re-descubierta, con nombre y apellido científicos, y, desde 2015, tenemos a la Chelonoidis donfaustoi.
Cede la garúa lo justo para que la ropa y sandalias de secado rápido que visto y calzo se beneficien sobre la marcha de la coyuntura de avaro sol avivando los colores del paisaje montañés. Al otro lado de la alambrada refulgen los verdes del pastizal y los frutos de naranjos silvestres trepando colina Pikaia; es el instante del cuadro prístino de cobriza piscina que acoge a la pareja de tortugas gigantes, ahí retozan dándose baños de agua lluvia y batiendo barro de tierra arcillosa. Hubo que cruzar el lindero alambrado para retratar al espécimen que estirando su cuello al máximo digo que dijo: “Bueno… bueno, haz el clic y luego te puedes retirar tan callado como llegaste”.
El graznido de decenas de patillos de Galápagos llena la pinturita de cocha festonada con lechuguines y algas pardas, acá se reúnen festivos en temporada de apareamiento. Fue un aperitivo alado para el encuentro de la Pampa del galápago durmiente, el que duerme beatífico en los aromas de guayabo en flor, el no se estremece con sueños de perro guardián de parcelas humanas, sino que anima sueños en inconmensurable territorio de su magia ancestral: danza en el fondo verde del Agujero Colapso de Cerro Mesa.
De repente, me hallo atravesando alterno y camuflado atajo apartándose del circuito de tres kilómetros que da la vuelta completa a Cerro Mesa. Sigo el atajito en la vegetación que borró la huella humana, aunque no el alambrado que al costado intermitentemente dejaba al descubierto cuernos y morros de ganado vacuno devorando invasivo pasto elefante. No fue vano perderse en él, descubrí su tesoro. Vi la forma posterior del quelonio gigante que copaba el paso, parecía estar en reposo o tal vez haciendo un alto comestible rumbo a la Pampa del galápago durmiente, donde acabó desembocando el túnel de guayabos barbudos. Si continuaba caminando y rebasaba rozando el voluminoso caparazón del galápago, sin respetar la debida distancia de seguridad, solo hubiese conseguido que esconda su cabeza y largo cuello retráctil de reptil, y emitiendo el rugido gutural de fastidio y alerta característico de la especie. Evité arruinar el contacto visual internándome en la selvita, a la derecha, para ganar unos metros y retomar la senda por delante del individuo. Qué fina estampa obsequió el atajo cuando estaba por creer que venía vacío de quelonios; qué visión frontal entera y sobre todo la mirada de sorpresa del espécimen alfa, cómo no decir que dijo: “Me pillaste, no te sentí llegar, vaya… vaya con el bípedo implume, ¿de dónde demonios saliste?”.
Mojarse al regreso de la visita al hábitat de las Tortugas Gigantes del Este, allá en los microclimas de montaña de Isla Santa Cruz, no fue triste ni una historia que sea digna de entrar en los anales del sujeto de la experiencia vapuleado por los elementos climáticos de la intemperie. Sí me he calado hasta los huesos en lo altos y gélidos Andes del Ecuador, y, ese recuerdo del frío de superpáramo para arriba, es el que ipsofacto hace efecto relajante cuando uno es presa de tibios aguaceros tropicales. Más bien la lluvia fue la pincelada que se añadió a la acuarela de tortugas gigantes en la niebla. Gané dos mañanas haciendo naturalismo de cuerpo y alma, en hacer cosecha existencial, en hacer deporte filosófico. No fue sacrificado descender, sorteando o pisando charquitos, al manso y moderadamente feliz caserío El Cascajo. Bajé a tiempo por la franja marrón rojiza que es la carretera lastrada cruzando las fincas, sabiendo que vendrá el colectivo parroquial casi vacío y con mucha suerte corriendo a todo trapo el repertorio del malo del Bronx. Sí, lo más probable es que no suceda así y que venga el gusto ajeno o bulla ajena a los oídos, el estoico sabrá capear la imposición de la “música” de moda, moverá la aguja del dial y sintonizará en la mente con los aullidos guturales, guitarras, bajos, baterías, violines, cuernos y demás componentes de ritmos metaleros aristocráticos, endiablados, de Noruega. De hecho, venga lo que viniere en modo contaminación acústica de carretera de segundo orden o vía principal, arribar a Puerto Ayora es haber viajado en el tiempo y el espacio, tan cerca y tan lejos de las tortugas en la niebla; cerca porque media dieciséis kilómetros de su lugar, lejos porque es un mundo de silencio tortuguil aparte. Unos cuantos pasos en el malecón de la pequeña urbe, harán efecto en la ropa de secado rápido y listo, calentito en la media tarde rumbo a la tardecita con la mochila del caminante más liviana portando el contacto cercano con las tortugas Chelonoidis donfaustoi.
por Juan Arias Bermeo | Jun 26, 2020 | Galápagos
Hospedarse en Puerto Ayora es pretexto para hacer sendas caminatas a Bahía Tortuga, aprovechando la mañana temprana. Si uno cae a Playa Brava con marea baja, luce majestuosa; su anchura la hace más grande y gana en extensión visual de cabo a rabo entre las prominentes plataformas grises rocosas que son sus límites naturales. Otra cantar es la menuda Playa Mansa, remanso escondido tras la arremetida oceánica contra la orilla azabache de lava petrificada alternando con joviales barreras de mangle. Playa Mansa, en apogeo de bajamar se muestra cual charca salina inapetente, acotada por nervudos manglares clavando sus raíces aéreas en el fango y cúmulos de piedra volcánica que cuando sube la marea forman trampolines a la piscina con aires de concha acústica, pues, cincuenta personas reunidas ahí podrían provocar ruido espantable. Cuando acá llegan turistas novatos y se topan con la cara indeseable de Playa Mansa, no salen de su asombro por no encontrarse con el paisaje acuático paradisíaco que sus mentes copiaron de imágenes colgadas en el ciberespacio… ¿usted sabe dónde está Playa Mansa? Sí, vuelva acá cuando suba la marea y verá lo que quiere ver.
Las iguanas marinas playeras se hacen notar sobre la marcha ya reunidas en cremoso lecho de arena fina cálida y abundante; si es temporada de anidación se las presiente vigilantes a las madres iguanas, patrullando cerca de los agujeros que han excavado y tapado en la arena gruesa tras el bosque de opuntias gigantes (cactus endémico de Galápagos), apartándose de los senderos turísticos. En época de apareamiento vienen agrupadas en campos rocosos de orilla matizados con verdes de mangles de avanzada aferrándose al suelo gris pétreo para detener la ambición del mar de tragarse su hábitat. Iguanas dirigiéndose airosas a surcar las olas en pos de las algas que medran en las corrientes templadas y que proveen la dieta submarina que nutre y que después de ingerirlas suscitan largas horas de baños de sol para subir la temperatura interior y una vez regulada digerir a tope los nutrientes que hacen que luzcan espléndidas, allá estirándose cual bañistas de largo aliento tostando sus pieles en la canícula ecuatorial. Los dragones marinos de las galápagos sufren temporadas de hambruna en masa y hasta son víctimas de muerte por inanición, esto último cuando el fenómeno de la corriente cálida del Niño se prolonga en demasía y se torna criminal, al entibiarse las aguas submarinas desaparece el sustento biológico de las iguanas y no hay vegetal terrestre que reemplace a las algas propias de su dieta.
Para la ocasión en Bahía Tortuga, además de avifauna de orilla en la playa ancha y océano azul de brisa electrizante, se sumó la silueta de Floreana a la distancia, a sesenta y pico de kilómetros de mis ojos encandilados por el hechizo de la isla camuflada, al asecho, entre el cielo y el mar; no tener un cuadro nítido de la isla, la hacía más llamativa aún. Sí tuve clara visión de la cordillera de isla Santa Cruz: el recién ascendido cerro Crocker y el esquivo cerro Puntudo posaban despejados como buenos vecinos compartiendo la misma línea montañosa. Apenas arribé a Playa Brava dejando atrás el sendero de adoquín que atraviesa el bosque seco, y me capturó la silueta de isla Floreana flotando en el piélago, yacía cuan larga y abarcable es su cara norte desde Punta Cormorant, pasando por el Mirador de la Baronesa y Bahía Post Office… y las figuras de los cerros Pajas, Allieri y Asilo de la Paz desfilando por la mente. Las reverencias y saludos a la isla encantada que guarda misterios sin resolver surgieron espontáneos, contemplarla en silencio y soledad radical fue un goce completo. ¿Quién presta alguna atención a brumosa silueta isleña cuando acude a solazarse en las exquisiteces de Bahía Tortuga? A la persona que le es indiferente por desconocido el mundo que bulle tras un perfil isleño difuso en lontananza, no ve nada más que una sombra sin tiempo y espacio para la creación de sensaciones y recuerdos, una forma o dibujo vago que se desvanece sin emociones ni sensaciones de por medio conforme avanza la mañana de playa rumbo a la canícula tropical. Y hubiese sido pasto de olvido para el único espécimen que con veneración la escrutaba en el horizonte si en su memoria hubiese reinado la última visita a Floreana, cuando disminuido en sus ambiciones de realizar memorables jornadas de descubrimiento a cuenta del talón inflamado, se resignó a hacer triste regreso a Puerto Ayora, pero esa corta estadía en apariencia inconclusa e irresoluta al cabo devino en combustible para detonar la certeza de haber realizado a tiempo senderismo propio en parajes prístinos de la isla, lo que ha venido y venga después es aventura extra y no desventura. Cada vez que tenga la oportunidad de enfocar a discreción andando a nivel del mar o raudamente retrepado en un asiento de autobús, o si la coyuntura da para mirarla desde una avioneta haciendo la ruta San Cristóbal – Isabela o viceversa, bajo distintos grados de visibilidad y profundidad atmosférica, se resolverá la cosa teniendo relámpagos de aproximación a lo ajeno íntimo de Floreana Salvaje.
por Juan Arias Bermeo | Jun 8, 2020 | Galápagos
Siguiendo cierta intuición mañanera validada después de horas como un logro en el tiempo del sujeto del descubrimiento galapagueño, me bajé del autobús en el kilómetro once de la autovía al Canal de Itabaca, entre Bellavista y Santa Rosa, como referencia visual hallé en el letrero apostado al otro lado de la carretera que estaba a la altura de Rancho Fortiz. Ya sé por mis píes que desde ese punto al caserío de Santa Rosa promedian tantos kilómetros y al pueblito de Bellavista otros tantos kilómetros. Estaba de regreso a Bellavista por la ciclovía de cara al este de la isla, para el recuerdo y foto del trayecto queda el avistamiento de una tortuga gigante juvenil que, en la entrada rustica que conducía a inconclusa construcción de una casa tomada por la maleza, se hallaba forrajeando indiferente al tráfico vehicular de la autovía que constituye una barrera a la libre circulación de los quelonios dividiendo en dos partes la isla (este y oeste). Aunque el peligro de muerte que conlleva cruzar el asfalto es un detente instintivo para los galápagos, de vez en cuando se dan atropellos que generan fuertes multas y restricciones al conductor que es identificado como infractor.
La sorpresa en Bellavista vino con el suculento desayuno dominical: dos tazas de café de cosecha local, tostado y molido en las fincas de tierras altas de la isla; empanada de viento con queso; tortilla de huevos de gallinas camperas y guarnición de arroz macareño… Me decía he ahí la intuición que me hizo descender del autobús al humeante asfalto a la altura de Rancho Fortiz, dado que la fiesta gastronómica es una costumbre dominguera en Bellavista. Pero, la cosa recién empezaba, la degustación de delicias locales fue abreboca de la mañana, lo que arribó sobre la marcha vino a ser el verdadero condumio del día, surgió inesperado senderismo al cerro Crocker, ascendiendo a su cumbre (860 msnm), siendo la mayor elevación de isla Santa Cruz y por ende el balcón ideal para cubrir con la vista la isla.
Subí por la vía lastrada que atraviesa las fincas agrícolas pensando o mejor dicho engañando al cuerpo con la idea de que alguna camioneta podía surgir para el aventón, mientras ganaba terreno distraído con los nombres de las propiedades y sus portales entre cercos biológicos atenuando la fealdad de alambrados. La solitaria carretera rural trinaba junto a los jilgueros y se fundía con los aromas de flores y semillas al viento. Al final la trocha del Parque Nacional y el ingreso al bosque de Miconia donde anida el Petrel patapegada (Pterodroma phaeopygia), del cual no tuve visión alguna pero sí lo presentí a través del recuerdo de su indeleble alarido existencial, capturado bajo el titilar de cúmulos nítidos de estrellas contrastando con la oscuridad impenetrable de la montaña tropical, aconteció apenas caído el sol en la cima del cerro Allieri (isla Floreana) y fui solitario testigo del despertar del ave oceánica que encantó la noche. Entonces bandadas de aves noctámbulas brotaron de escondidos refugios a flor de tierra selvática, el lamento existencial fue creciendo haciendo añicos el silencio nocturno iniciando una suerte de ritual mágico ensordecedor antes de volar al piélago en pos de la pesca marina que sustente a su especie al borde de la extinción.
No subieron carros para atender el posible aventón que disparó la escapada de Bellavista buscando los balcones propios de la isla, aprovechando la falta de lluvias en las montañas del lugar. Vino a ser un alivio que haya sido así, pues el acercamiento a la entrada autorizada del Parque Nacional resultó más fácil y corto de lo que había imaginado. Pensé que por ser domingo podía haber un flujo de visitantes a la zona del Puntudo y el Crocker, yo y mi sombra avanzábamos ligeros por el nutrido bosque de Miconia tapizando colinas rechonchas que guardan el sueño diurno de aves de costumbres pelágicas que en temporada de anidación y eclosión regresan a la montaña donde nacieron. Fascinante transición de los estratos medios a los estratos cimeros de la serranía isleña, incluyendo la bifurcación de senderos y la cuestión de rigor: ¿el Puntudo o el Crocker?; lanzamiento de moneda de por medio, creí haber escogido la ruta al Puntudo tomando a la derecha, malentendí el aviso en la Y frondosa, acabé embebido por los jardines liliputienses previos a la arista cumbrera del Crocker. Arribar al tope fue abundancia de brisa galapagueña y qué magníficos paisajes del lado sur, sureste y suroeste de la isla como isla Santa Fe, Puerto Ayora y Bahía Tortuga, y, al voltear la vista al lado norte, noreste y noroeste de la isla el panorama —aunque nebuloso por el calor del mediodía ecuatorial que despide el bosque seco de color pastel desembocando en el Océano Pacífico— vino majestuoso, destacando el Canal de Itabaca e isla Baltra con el reflejo del Aeropuerto Seymour; también asomó el desmochado cerro Mesa y el área de El Fatal, playa El Garrapatero, islotes Plaza, etcétera. De las otras islas pobladas que he pisado Isabela, Floreana y San Cristóbal no hubo visión de sus siluetas, y con ello me quedé sin hacerles reverencias al estilo de Lovochancho saludando a las montañas andinas de su círculo íntimo.
por Juan Arias Bermeo | May 13, 2020 | Galápagos
Tras corto alojamiento de cinco días en isla Floreana el retorno a isla Santa Cruz fue triste, debido a que no quise admitir que el dolor del talón y pie derecho iba a peor en detrimento de futuros descubrimientos en lo salvaje asequible al caminante por libre que soy. Almorzando sabroso donde Oasis de la Baronesa, aprovechando que había un grupo de turistas del día o sea de aquellos que por añadir en sus bitácoras un recurso turístico de oportunidad cometen el error de ojear al apuro una isla encantada que no se da bien por horas. Groso modo, haciendo cuentas, cuatro horas se pasan en la lancha de ida y vuelta a Santa Cruz y cuatro horas “conociendo” Floreana, haciendo turismo sonámbulo, con el añadido que para las personas que se marean cursando el piélago galapagueño esto acaba en tormento memorable en vez de una aventura memorable. Me colé en el establecimiento de comidas de doña Emperatriz porque la coyuntura fue favorable sobre la marcha, mis futuros compañeros de traslado interislas en lancha rápida estaban disponiéndose a almorzar ahí, dado que si no hay un mínimo de clientes que han reservado con antelación el menú turístico acá cualquier restaurante no abre sus puertas al transeúnte, entendible porque no es negocio atender a una o dos personas que salten de la calle vacía. Y el guía bromista, entre chistoso y sarcástico embebido en lo suyo de ayer y mañana, desenvuelto en el oficio de soltar datos automáticamente, se batía con los turistas siendo su voz alta ineludible desde mi rincón estratégico —con vista a los viajeros desganados por el tardío desayuno que supongo ingirieron pasadas las diez horas, y mejor vista a los pinzones del pasamano esperando los granos de arroz que apenas sobran del epulón, y mejor vista aún al retiro propio a la calle principal por el cerco de gardenias de flor blanca evitando así pasar por la mesa grande del grupo—, y uno se entera de cosas interesantes que no sabía y otras que son insípidas e irrelevantes de tanto oírlas de cajón. El desembarco en Puerto Ayora habría sido feliz si no cargaba conmigo el dolor de pie, librarse del ruidoso y monótono viaje en lancha a través del océano profundo es una pequeña felicidad por sí misma para un lobo de páramo, esa sensación de re-incorporarse a la bipedalización es deliciosa… Pero tal transición dichosa del mar a tierra firme no me esperaba porque eché por la borda la última oportunidad que tuve de ir al pequeño centro hospitalario que atendía sin apuros ni congestión de pacientes al frente de mi mesa en Oasis de la Baronesa , apenas tenía que cruzar la calle para que me inyecten antiinflamatorios tipo keterolaco que actúan cuando las pastillas de ibuprofeno ya no surten efecto desinflamatorio ni analgésico, este elemental movimiento habría desembocado en airoso arribo a Puerto Ayora, y con ello habría ganado el día que tomé en la menuda urbe para cuidar del caminador.
Con boleto de salida a las tres de la tarde en la lancha rápida Queen Astrid, decidí invertir la mañana radiante paseando aunque el sendero se convierta en algo tortuoso y camine afligido por la incapacidad de coger ritmo de senderista de bosque seco a bosque nublado tropical. Buscaba ir mucho más arriba de la colina Cerdita Comunista, apenas logré atisbar en la pendiente del conglomerado de rocas dentadas que llega al filo del agujero colapso escondido tras las estribaciones menores del cerro Pajas. No daba para más que efímero acercamiento. En pasada visita a Floreana realicé la travesía completa al revés, es decir de arriba hacia abajo, siguiendo la trocha de la manguera que desciende desde cerro Asilo de la Paz con un hilo de agua dulce para los aproximadamente 180 habitantes de Puerto Velasco Ibarra, precioso líquido de manantial brota de las entrañas de la montaña donde se encuentra actualmente el corral de pequeñas tortugas gigantes de laboratorio (5 a 7 años de edad) importadas de Puerto Ayora. El propósito del experimento que ha tomado más de dos décadas, es repoblar a largo plazo en isla Floreana a su extinta especie endémica, Chelonoidis nigra. El agua dulce es melodía líquida cuando cae y continúa por las cajas de revisión descansando en la senda de tierra rojiza que concluye en las instalaciones de tratamiento y distribución con horarios a los reservorios de plástico de los consumidores finales del pueblito calmoso. Al cabo de los días no queda resentimiento alguno por haber hecho una visita floja a isla Santa María, llegué sin un mínimo de preparación física previa en la altitud de valle interandino que habito sitiado por ingentes conglomerados humanos diseñados para excluir al peatón del goce de moverse al aire libre, uno está obligado a transitar entre el aire contaminado y la agresión acústica del parque automotriz, el olfato y la vista sufren la suciedad congénita de veredas estrechas e irregulares que repelen al ciudadano de a pie. Es de agradecer a las instantáneas que dicen que algo mismo recorrí en Floreana, y esclarecen los recuerdos. Había confiado y cargado demasiada expectativa en la memoria del cuerpo a cuenta de pretéritas travesías bajo el rigor extenuante del bosque seco y de la costa rocosa; si no tuviese detrás jornadas gloriosas en la cruda intemperie del tiempo mágico de Floreana, entonces habría regresado vacío a Puerto Ayora, no fue así porque vino a ser aclimatamiento en el dolor y la incertidumbre padecida por la inflamación del tobillo, y para cobrar con creces a la pronta recuperación, esto empezando con una nueva caminata a Laguna Verde en isla Santa Cruz. Andar alerta entre tortugas gigantes no genera rituales como los de la cotidianidad del sujeto de rendimiento citadino, florece el ser intempestivo, así a Laguna Verde la encontré en temporada veraniega y a falta de agua lluvia formando bancos de tierra arcillosa y charcos lodosos, en todo caso son playitas visitadas por familias de quelonios bañistas.
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