Billar a las nueve y media

El doctor Robert Fähmel, dice de sí que es un arquitecto que no ha construido ni su casa, a cambio llegó al grado de capitán como especialista en voladuras, fue dinamitero eminente y condecorado oficial del ejército alemán, en la Segunda Conflagración Mundial. En las postrimerías del conflicto, el capitán Fähmel, fue asistente principal del general desquiciado que se ganó a pulso el apodo de Campo de tiro libre -esto porque en lo único que ocupaba su tiempo y espacio era en echar por tierra todo lo que se interponía al objetivo a derrumbar ya retirándose-. Robert Fähmel, azuzó la fijación que tenía su jefe. Se aprovechaba de la coyuntura para hacer el real trabajo de demolición que en sí, el experto en estática, era el ejecutor con precisión matemática. Tan solo a tres días antes de concluir la guerra, convenció al general Campo de tiro libre, para echar abajo desde los cimientos la Abadía de Sankt Anton, obra arquitectónica monumental y majestuosa, tal vez la más reconocida entre los edificios que diseñó y construyó el afamado arquitecto Heinrich Fähmel, su apreciado y respetado padre.  

Con antelación a Billar a las nueve y media, ya me había beneficiado leyendo sendas  historias cortas de Heinrich Böll, de esos sabrosos entrantes literarios me precio de haber retenido en la memoria mágica a dos sátiras de fuste, que me visitan sin previo aviso. El primer cuento, Los silencios del doctor Murke,  es la historia del joven doctor Murke que, haciendo honor a su profesión de loquero de postguerra, se cura en salud contra los entes morbosos que pululan donde trabaja, es editor de la sección de arte y cultura de una radio pujante. Antes de ingresar a su oficina, toma el ascensor que le provee la dosis mañanera de intensos segundos de angustia para capear la jornada plagada de palabras que retumban por doquier, ejemplo, “arte” o “ser supremo”. Editar las cintas magnetofónicas de los oradores  a sueldo de la cultura inyectada a fuerza de tirabuzón, desquiciaría al joven doctor si no fuese porque es un recolector de silencios; valiosos instantes de absoluto silencio del prójimo ajeno a él, le brindan paz y sosiego cuando los escucha en su hogar.  El segundo cuento, Algo va a pasar (una historia de intensa acción), y no se equivoca el certero subtítulo en paréntesis; sucede que por la fábrica de jabones donde, el espacio-tiempo de los trabajadores de la A hasta la Z, transcurre a todo pulmón entre el “tiene que pasar algo” y en consecuencia la respuesta correspondiente  de “algo va a pasar”, al cabo sucede algo tan conmovedor como irremediable: muere de súbito ataque masivo al corazón el director y propietario de la empresa, apenas recibió su postrero “algo va a pasar”. Y aquí es cuando el protagonista de la historia encuentra su innata profesión de silencioso doliente acompañante de cortejos fúnebres, por fin le pagan bien por meditar y es mandatorio el reposo. (more…)

El hombre que ríe

De repente entré al Hombre que ríe, como si nada y solo a ver qué pasa en las primeras páginas… y me quedé prendado de los dos capítulos del arranque del Libro Primero, exponiendo la vida errante y semisalvaje de Ursus, filósofo y Homo, el lobo. Entre ellos dos se había instalado una comunicación y amistad interespecies de fábula, que hacía que mutuamente se ayuden a capear la cruda y dura existencia de los nómadas del Reino Unido, cursando ya la década de 1690. El lobo mítico tenía una fuerza de tiro impensada, era capaz de halar el carromato hogar, de aldea en aldea, para vender las pócimas del doctor yerbatero Ursus que aconsejaba a Homo: “Sobre todo, no degeneres en hombre”.

Después vino la memorable noche de frío y tormenta polar del 29 de enero de 1690, que azotó al niño Guynplaine que fue abandonado por los comprachicos para que muera en la estepa que antecede a la rocosa y accidentada costa inglesa de Portland, no permitiéndole embarcar en la Matutina, urca de Vizcaya, del golfo de Pasajes. La Matunina, naufragó en el Canal de la Mancha, los comprachicos perecen ahogados en alta mar. La travesía del niño de diez años descalzo, y cubierto hasta las rodillas por un chaquetón marinero de cuero, buscando un refugio que lo libre del sueño blanco, de la hipotermia en la nieve, es digna de un relato de supervivencia épica, en especial para los que habitamos en la primavera-otoño que año corrido beneficia a los valles interandinos. Un calor metafísico impidió que sufra congelaciones que acaban en gangrena y miembros amputados, y no únicamente se salvó él sino que despojándose del chaquetón envolvió  a la criatura de pecho que encontró en los brazos de una joven mendiga que expiró en la tormenta de nieve (“dichosa ella, muerta”, diría más tarde el filósofo Ursus cuando la buscó y encontró valiéndose del olfato de Homo). El niño, Guynplaine, a punto de desfallecer entró a la desolada aldea que tenía en un rincón parqueado al carromato de Ursus, salvador de los dos sobrevivientes que crío y protegió en adelante, y que protagonizaron platónicas nupcias desde que compartieron el lecho infantil de la noche gélida que dio paso a su renacimiento, -Dea, ciega; él, desfigurado-, hasta el prematuro deceso que ambos enfrentaron sin que sucumba su espíritu ante la materia volátil de la envoltura de carbono humana.

 

Los entes de ficción se prolongan más allá de sus creadores. 

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Sueños y discursos

Sueños y discursos de verdades descubridoras de abusos, vicios y engaños en todos los oficios y estados del mundo

Francisco de Quevedo

El sueño del juicio final, El alguacil endemoniado, El sueño del infierno, El mundo por dentro, El sueño de la muerte, sumaron después de algunos años de haber sido publicados el postrero Infierno emendado o Discurso de todos los diablos, que cierra la saga infernal quevediana con humor arcoíris, sátira potente y refinada, prosa candente e indeleble. Cada sueño tiene un prólogo que es dirigido al lector como arte y parte de la sátira de marras, verbigracia: “Al ilustre y deseoso lector”; “Al pío lector”; “Al endemoniado e infernal lector”; “Al lector, como Dios me lo depare, cándido o purpúreo, pío o cruel, benigno o sin sarna”;  “A quien leyere”; “Delantal del libro, y sea prólogo o proemio quien quisiere”. 

El visitante onírico del infierno, que es el mismísimo D. Francisco de Quevedo –lo imagino calzando y vistiendo de caballero de Santiago–, es impelido a escuchar a los demonios con atención a su paso por las distintas zahúrdas plagadas de condenados y, al cabo, encuentra discreción y sabiduría en las razones que dan sobre los alojados y los castigos que les infligen acorde a sus distintas categorías. ¡Vaya lidia!, la de los diablos custodios de las masas incesantes que arriban hasta volando a los hacinados corrales del averno; las multitudes vienen por la avenida ancha, rectilínea, sin obstáculos y bien provista de placeres mundanos que conduce al portal paradójicamente estrecho y de una vía no retornable que –a mi manera de leer– tiene dos letreros, el primero dice: “Estimado gobernante, político, cortesano, juez, boticario, doctor o linda ponzoña graduada, mercader, alquimista, astrólogo, sastre, librero, y etcétera de oficios incluidos, y que los siglos venideros te etiquetarán con diverso nombre… estás donde en vida pediste ávidamente estar”; el segundo dice con letras grandotas: “Abstenerse de bajar los espantosos sujetos que traen la consigna de ganarse el favor de Lucifer, esto con el ánimo descarado de expulsar a los sufridos y auténticos Diablos. Ejemplo, los malos alguaciles que no son víctimas de los diablos sino que nos encierran a nosotros en ellos”.  Esto último porque montón de allegados al infierno en vida habían sido más endemoniados que los propios diablos valiéndose de oficios, profesiones y/o cargos políticos que a la fecha persisten en nuevas formas y colores generadas por entes para la esclavitud mental y física de masas como la corpocracia, bancocracia, despotismo burocrático. (more…)

Camino de tortugas gigantes

Camino de tortugas gigantes, no fue hecho para el tránsito libre de la especie insignia de las Islas Encantadas, y que le da nombre al archipiélago: Galápagos.  Cursando los años cuarenta del siglo pasado se abrió esta vía para llegar a la colina en cuya cima se instaló un radar de control aéreo por parte del ejército estadounidense, esto durante los acontecimientos bélicos de la Segunda Guerra Mundial. Terminada la Segunda Guerra Mundial, la carretera lastrada fue usada para trasladar a los presos de la colonia penal de Puerto Villamil, Isla Isabela, al punto de reunión donde se efectuaban los trabajos forzados al pie de Colina Radar. Los reos no hacían nada útil para sí mismos o en aras del bien social de los ralos colonos de la isla (tampoco llevaban a cabo tareas de protección ambiental o algo así, pues, la conservación del hoy tesoro del Archipiélago de Galápagos, su flora y fauna endémica, era aún una quimera), nada más se trataba de inferirles castigo inmisericorde: levantar tremendo  muro de piedras volcánicas en medio del bosque seco ardiendo bajo la canícula ecuatorial. El infierno terrenal que sufrieron aquellos presos –muchos de ellos políticos–, entre los años de 1945 a 1959, dejó latente huella de su tormento al punto que a la fecha es parte del catálogo turístico galapagueño, con una etiqueta ineludible: Muro de las Lágrimas. (more…)

La casi aventura de D. Quijote

“Un árbol que ha recibido lentamente la virtud misteriosa de los siglos, junto con la recóndita substancia de la tierra, es objeto que infunde respeto y amor casi religioso. Hay quienes destruyen en un instante la obra de doscientos años por aprovecharse de la mezquina circunferencia que un árbol inutiliza con su sombra: para la codicia nada es sagrado: si el ave Fénix cayera en sus manos, se la comiera o vendiera. Cosa que no produzca, no quiere el especulador: para el alma ruin, la belleza es una quimera”.

Juan Montalvo, autor de Capítulos que se le olvidaron a Cervantes – Ensayo de imitación de una obra inimitable, nos lega en el capítulo XVI pequeña joya escondida de la literatura universal, que vino a ser la casi aventura de D. Quijote. Montalvo, con su única y póstuma novela, no pretendió rivalizar ni competir con el Quijote cervantino –jamás habrá otro como él-, dejando en claro desde el subtitulo el respeto y reverencia que profesaba  al irrepetible caballero manchego. El afán de sus letras es rendir sentido homenaje al buque insignia de la lengua española, a la par que aprovechó para que D. Quijote no sea vencido por ningún bachiller prosaico y, por inercia, se negó a que haga testamento con cordura inapetente, se negó a que muera sobrio como una tumba. Montalvo lo quiso haciendo su cuarta e interminable salida por los magníficos paisajes del Ecuador. Acá, lo tenemos a D. Quijote cabalgando al infinito, y más allá aún, menos andariego que reflexivo, irascible cual dinamita, incansable emitiendo los dicterios que encantaron a don Miguel de Unamuno. (more…)

Literatura infantil para pensarla

Hay libros con un barniz infantil que son para bucear en ellos bastante después de haber superado la niñez, como El Principito, de Antoine de Saint Exupery. El autor del Principito, desde la dedicatoria, deja en claro que el libro va dedicado al niño que aún reside en el corazón del adulto de cualquier edad, o sea, va dirigido al joven de por vida, el que no ha perdido su capacidad de asombro, de admirar y alimentarse de lo sencillo que es en sí lo complejo. El Principito, en su asteroide B 612, amaba a la flor vanidosa que cuidaba junto a una oveja y a tres diminutos volcanes, dos en actividad y uno apagado al que también deshollinaba, por si acaso despierte de repente y no lo vaya a sorprender con una erupción plínica.

El Principito abandonó temporalmente a sus compañeros planetarios por el prurito de observar qué había fuera, tal vez lo suyo era caduco y no valía la pena tanta devoción por los ralos habitantes del asteroide B 612. Así viajó en el espacio visitando otras esferas donde la gente se hallaba desquiciada por sus afanes acumulativos de materia y poder. Sus aventuras no fueron a saco roto, moverse hacia otros mundos fue aleccionador, estar lejos de su hábitat lo hizo verse a fondo a sí mismo, y entender que sus rituales en casa constituían su verdadero tesoro. (more…)

Conolophus subcristatus

Camino aspirando a todo pulmón el silencio galapagueño, voy liviano entre el paisaje de cúmulos de rocas bronceadas. Aunque me cubre la ropa de intrépido expedicionario siento que estoy tostándome en la canícula de tierra agrietada y rojiza de Isla Baltra. La mañana de cielo celeste y nubes plomizas en lontananza -por las montañas de Isla Santa Cruz- se llena de aromas y colores de tierra agradecida por el factor regenerador que es el agua lluvia que ha recibido en febrero. Acá se sobrevive y florece con lo mínimo, no existen fuentes de agua dulce surgiendo del suelo volcánico de perspectiva plana, no obstante los cactus brindan sus frutos espinados, espesos matorrales de vegetación leñosa ofrecen refugio a la fauna residente y asoman cráteres rectangulares como si se hubiese excavado para instalar albercas en medio de hologramas marcianos de espacios vacíos. ¡Alucinas tío, alucinas…!

Las calles rectas que otrora sirvieron para transitar por la base aérea USA de la Segunda Guerra Mundial, han sido tocadas por el pincel discreto de briznas de hierbas verdes festonadas con diminutas flores amarillas acariciadas por la brisa que viene del fondo azul y turquesa del piélago que rodea la isla. De repente, la iguana variopinta que combina mostazas y pardos en su piel escamosa, salta al vacío desde la sombra del cactus que la camuflaba, mis torpes pasos de bípedo implume dispararon su sano e inveterado instinto de ponerse a buen recaudo cuando percibe a un ente sospechoso, y sale en fuga del fresco escondite. (more…)

Homo aerius

He leído a gusto está novela, y fascinado por su contenido dentro de la lectura lenta y del subgénero literario que me apetece echarle el diente. Es tema de mi predilección eso que el pensador residente de lujo en la tropical isla Puná, Venancio Bote Arauz, ha denominado “Ciencia Ficción Filosófica”. No me quepa duda de que siendo lector de autores de talla galáctica como S. Lem, he afrontado las verdades recónditas de mi propia existencia, embarcándome en odiseas a través de la mente. En el ensayo de Venancio Bote Arauz,  A qué llamo Ciencia Ficción Filosófica, he encontrado manifestaciones peculiares como la siguiente: “Paso de la bazofia futurista o ciencia ficción prosaica plagada de seres extrasolares que proyectan antropocentrismo hasta la médula, resulta que los alienígenas son tan decadentes como el Homo sapiens actual, y, por añadidura, muchos de ellos son diseñados a imagen y semejanza de los tantos insectos diminutos terrenales, que sirven al celuloide para crear monstruitos a granel, en aras del entretenimiento de masas enajenadas, de individuos que han perdido la capacidad de imaginar por sí mismos, esclavos posmodernos que progresan en la matriz de procread y multiplicaos en la estupidez artificial”.

El Homo aerius se ha radicado en las alturas alucinantes de torres animalistas, allá en Valle del Silencio, que es a la postre la única megalópolis homeostática de su civilización en el planeta Tierra, donde la ausencia del Homo sapiens ya es eónica. Aquí, al pie del extinto volcán Ilaló -que apenas alcanza los 3200 msnm, pero su regordeta mole geológica divide campurosos valles andinos y por sus costados vuelan aeronaves para aterrizar o alejarse del aeropuerto internacional de Tababela-, imagino la colosal talla de las torres de Valle del Silencio, pues, parten de una meseta o base montañosa a 3200 msnm, elevándose 2000 metros sobre la plataforma, sobrepasando así los cinco mil metros de altitud. La megalópolis del Homo aerius, conforma una suerte de murallas kilométricas que comparativamente hablando estarían por encima del Macizo del Pichincha, formando un rectángulo animalista alucinante, encerrando a los mil doscientos kilómetros cuadrados de prístinos ecosistemas de Valle del Silencio, que vendría a tener una similar extensión a la del cantón Zapotillo -fronterizo con el Perú- de la sureña provincia de Loja. Esta megalópolis lo es por sus formas colosales más no por la cantidad de sus residentes, cuenta con quinientos mil habitantes y, cada Homo aerius, vive en radical soledad ocupando una planta de dos hectáreas en su torre animalista que, en el caso de Palamedes, se denomina Cachalote.

Palamedes, habita el ático del Cachalote, ocupando las dos hectáreas de su planta elíptica vacía de objetos permanentes, circundada por altos ventanales que están a 5200 de altura. “Vaya minimalismo extremo, un paraíso de la soledad y silencio urbanícola… Me hubiese encantado que Palamedes me invoque a mí como lo hizo con el doctor Pacchi”, me dijo Venancio Bote Arauz, con verídica gana de que su espíritu sea convocado a la altura abismal del ático del Cachalote. Me río porque Venancio no conoce lo que es la vista desde la cima de una montaña, ni siquiera se ha subido por sus pies a una loma respetable cualesquiera, eso sí al residir en una isla tropical, donde se forja la cotidianidad del sujeto de la experiencia, no tiene ojos, ni olfato ni oídos al devenir del común citadino, y tan cerca de la pujante ciudad porteña de Guayaquil.

[Olegario Castro] 
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Tiempo recobrado (poemas)

GRASIENTO BLOOM

Saltas a la luz con el nombre que te dio tu jornada vigente,
desayunando vísceras arrancas el jueves del solitario andante.
Alivias el vientre imaginando fabricar un cuento de concurso;
usas el papel que brinda la obrita ganadora,
suspiras por los renglones de fama que te daría tu genio.

Monólogo incesante es el hombre que pasea su atareado cerebro;
activando la palabra interior, que alimenta los sentidos en alerta,
supera la intrascendencia del vendedor de anuncios comerciales.
Navegando en los ríos de la percepción vas anotando todo,
desde la poesía del capitán, en reorganización retrospectiva,
a la inteligibilidad del constante cálculo en la faena callejera.

No elucubra para el periódico ni las muchedumbres,
los otros ambulan ajenos a su veloz entendimiento;
conecta directamente con las islas que receptan su mensaje,
señal abierta que ancla en diferentes puertos del universo;
consciente de cada segundo respira su don precioso:
la posteridad que le asegura su apuesta nemotécnica.

Hay que flotar erótico en la bañera pública,
y perfumarse para asistir a un entierro de largo aliento,
a una boda vegetal, a la visión de un almuerzo troglodita,
al tentempié con tostadas de queso gorgonzola y vino,
y volver a deglutir la mantecosa exquisitez de las tripas.

La tarde surca en el océano sensual de Molly Bloom.
Fuegos del estertor estival incendian la playa,
el nómada desflora a la sombra púber de una doncella.
Portando una patata, el amuleto contra el hambre,
se adentra en el laberinto bohemio de Afrodita popular.

Cuando retorna al hogar ya es un flamante mañana,
atraca en el insomnio galopante de la carnalidad.
Su odisea de horas se hicieron siglos en las páginas
del Ulises moderno que por fin desembarcó en Itaca;
duerme en las prominentes caderas del olvido:
capturó la partitura que se recreará todos los días. (more…)

Ecos del murciélago

¡Modernización de la naturaleza!,
eres la plaga del antropoceno,
eres la madre de la resignación…
 
Oh, desarrollador a ultranza,
todo en ti es monetizar,
¡padre del futuro hambriento!
 
No riges en la inmensidad de este contemplador,
no eres el ojo de agua que encierra y cría a la trucha arco-iris,
no eres el trueque para comer y beber de la vecindad campesina,
no eres el mediodía de mis perros guardianes,
no eres la música de hamaca del amanecer,
no eres la ardiente deidad de la montaña.

El Quilindaña

El Quilindaña, pico de 4919 msnm., situado en el Nudo de Tiopullo, viene rodeado de extensos pajonales de alta meseta andina y jardines de superpáramo, suele estar escondido entre nubes tras el volcán Cotopaxi  y su apéndice el cerro Morurco. Cuando se destapa la cara norte del Ogro, la poesía visual brota de su oscura pirámide de roca vertical levantándose sobre ancho zócalo de conglomerado volcánico.

Aquí dos párrafos tomados de la novela episódica De montañas, hombres y canes, correspondientes al capítulo La voluptuosidad del Ogro, inspirado por los viajes y campamentos del sujeto de la experiencia en el Quilindaña.

Lester González, se adentró en las particularidades herbosas que hacen el entorno del lago oblongo al pie de la cara norte del Quilindaña; viene atrapado entre las antiguas morrenas que bajan formando flancos, teniendo como tope la pirámide meridional que lo resguarda del aire inflamado de oriente, haciendo que se pare junto a la fuente a despojarse del exceso de ropa de abrigo que trajo para no dejarse sorprender del frío o la lluvia helada que podría caerle cualquier rato. Llegó acá prevenido sobre este animal andino y sus imprevistos cambios de humor, lo estudió en el ciberespacio antes del encuentro. Para evitar la insolación, se quedó con el fino pasamontañas de lana de vicuña cubriendo su cabeza y enmascarando parte de su rostro; aunque antes de subirse a Rocinante se embadurnó de protector dérmico, está tomando las precauciones de rigor ante el implacable sol de altitud. “¡Aquí me quedo!”, aulló tan pronto se le llenaron los ojos con la masa de agua dulce meciéndose entre las paredes del pajonal ora amarillento, ora verdín. Cual ensueño, se vio enfundado en el traje interior rojo que hace poco adquirió con la garantía del vendedor de que el viento no le calaría los huesos. Le divierte su quijotesca estampa, la proyecta en el espejo de agua, está como si calzara paños menores de una época caballeresca, apenas levantado en el regazo de Yurac Cocha, a más de cuatro mil metros de altitud sobre el nivel del mar. La brisa no lo entumece habiendo dejado de andar, es una caricia lacustre, y, Nefertiti, convertida en ninfa acuática, flota cara al sol, muy cerca de él.

Lovochancho, más arriba, en Verde Cocha, se cree privilegiado por los favores del Ogro, que ha soltado a sus náyades en vez de enviarle a las tempestades que de corrido echa sobre los que osan traspasar su círculo de seguridad.  Diferentes viajeros de talla, románticos e ilustres geólogos, como H. Meyer, apenas pudieron contemplar de cerca el cuadro entero del Quilindaña porque es un alfa-andino-dominante, no aguanta que se lo queden mirando, hacerlo es retarlo a batirse, y de ahí su fama de energúmeno. En la pasada visita que hizo al Quilindaña, fue arreado a la cumbre, pues, no lo habría pisado sin las seguridades que le brindó Kantoborgy. Esto cuando ambos eran ciudadanos pata-al-suelo y un Rocinante todoterreno lujo inaccesible a su economía, lo que hacía de la aproximación a una montaña el pretexto para una excursión de días, como en los tiempos del caballero Whymper. ¡Oh, jornadas de andar potente, alivianados de plata, pero pudientes bajo la carga de los campamentos 1, 2, 3…! Días de devorar la exquisitez que sus escuálidos bolsillos les permitía, verbigracia: chaulafán andino, platillo único que Adelaida Matute no aceptaría “ni estando perdidamente enamorada de ti”.  Aquella ocasión tuvo ciertas horas para retratar al Ogro; no obstante, la mayor parte del tiempo, él se acogió al silencio envuelto en niebla y fue renuente a mostrar su desnudez de cuerpo entero. Pero tampoco lo castigó con su común intemperancia, se puede decir que fue tolerante con la presencia humana; aunque sin intimar como lo hace ahora, paradójicamente, cuando vino de visita ida por vuelta. Hasta aquí dobló el lomo manteniendo el ritmo que enalteció al caminante, ahora levita entre los elementos de la montaña cristalina: agua, pajonal, neviza, roca parda y gris, firmamento azul estriado. Atrás se estacionó el asco de ascender cediendo al paso moderado convencional que manda al olvido los instantes duros del montañismo, y todo es un presente prometedor. ¡Cuánto ha avanzado en su percepción sobre los cuatro mil quinientos metros de altitud! Cómo se regocija de este silencio lacustre, envuelto en la melodía de las ninfas que le abrieron el sendero a su recogimiento. Libre del ruido de engranajes artificiales, a puesto suficiente distancia con esos bólidos que le resultan aquí una fantasía, con ello la suerte de esta mañana se decantó.


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El Caballero de Santos Lugares

Sabato, anarquista existencialista, anarquista cristiano (otra variante de la versátil modalidad del anarquismo), resistió a la aplanadora del nihilismo consumista, no fue buzo del  desperdicio a granel que en vez de ser sucedáneo del paraíso es la paila donde la acumulación genera mendicidad. Ha manifestado que lo razonable sería existir dos mil años para saciarse de salud y cantarle a la Parca más alto que en Utopía. Tenemos a lo mucho cien años para acogernos al fin voluntariamente, o sea sin resquemor a eso que denominamos “muerte” y que en realidad viene a ser la comprobación, el sello irrefutable, de haber sido humanos. Don Ernesto fue un vividor reivindicando el término como lo que es en su primera acepción y no en el  sentido prosaico que se le da a tan encomiable palabra. En Utopía, el ciudadano que había malvivido y fallecía entre alaridos de angustia por dejar este mundo más miserable que nunca, era objeto de compasión y sollozos por parte de sus familiares y conocidos, pero a los vividores se los despedía con suma alegría, entre cantos y loas.

Soy sabatiano desde que despegué con la potente trilogía novelística de don Ernesto, el caballero de Santos Lugares quien, habiendo sido eminente físico, doctor en matemáticas puras, temprano renunció a los laureles del desastre racionalista tecnolátrico que en sí constituye el positivismo irracional, no se resignó a ser engranaje de la maquinaria destructora del Antropoceno. (more…)

Cinco escritores de “A Fondo”

Si hubiese tenido que conocer a genios de la ficción literaria como Onetti y Rulfo, motivado por una entrevista radial o televisiva, probablemente no habría entrado en sus obras. La gana de verlos actuar ante Joaquín Soler, me vino mucho después de haberlos leído a cabalidad en lo que me ha sido dado de ellos por los dioses de la creación, y cursando ya la segunda década de este siglo, aprovechando que dichas joyas históricas pueden ser visionadas en la pantalla de mi esclavo de silicio. El blanco y negro de A fondo, con esa inolvidable música instrumental de introducción, brinda un escenario idóneo por su higiénica austeridad, teniendo la impresión de que se ha suscitado una reunión de dos amigos para conversar y filosofar en la cabaña minimalista de Henry David Thoreau. La cálida sencillez de la instalación de A fondo concuerda con la personalidad de sus invitados, ahí hay dos sillas, una para el entrevistado y otra para Joaquín, una mesa lateral para contener la obra impresa del autor y copas con agua o whisky; paredes vacías e imaginaria ventana, de persianas cerradas, al bosque de Walden. Al otro lado estoy ocupando la tercera silla, la del espectador. Nada más, todo lo demás viene de esos raros y entrañables escritores que apenas se expresan de viva voz, acostumbrados a la riqueza de sus monólogos. Soler intuye cómo tratar con semejantes personajes ensimismados, no se entrega a la pantomima propia del periodista tipo impertinente, sino que su tino es fruto del seguimiento que hizo de la psicobiología de éstos a través de la lectura de sus obras. En todo caso, no hay entrevista que sea comparable a la creación del escritor, solo lo conoces a fondo zambulléndose en la verdad de sus mentiras; ahí reside la integridad de Rulfo y Onetti.

El formidable escritor uruguayo que estaba muy lejos de ser un orador, no escondía su fobia a los preguntadores de oficio, que no lo era Joaquín por ello aceptó la invitación y, siendo ambos vecinos de Madrid, la noche anterior se habían citado en un foro citadino para tratar sobre la entrevista en A fondo. Imagino a Soler ofreciendo todas las garantías para que Onetti se sienta lo menos oprimido en un espacio medido por el tiempo de la normalidad calculadora que está muy distante del tiempo reflexivo onettiano, ese que discurre pausadamente tal como en el denso mundo de sus ficciones. Onetti no durmió bien pensando en lo de mañana, pero ya metido en el escenario bonachón de Soler se sintió relativamente cómodo con alguien que lo conocía por las lecturas que tenía de su obra, alguien que podía responder por él en caso de un ataque de ataxia o cosa parecida, y se lanzó a la entrevista marcando el ritmo onettiano, estirando y ralentizando el tiempo a su antojo. Hubo un momento que se le inquirió sobre el génesis de la imaginaria Santa María -la urbe ribereña onettiana- y, Onetti, que se volvió para echar mano a un vaso largo portando el líquido que refrescaba la sequedad bucal del fumador empedernido que intermitentemente giraba a sus costados a vaciar la ceniza, clavándole sus ojos de demonio al bueno de Joaquín, le dijo que no hay respuesta para esas cosas. Soler sonriente replicó, “algo podría decirme de aquello, maestro…”. Entre calada y calada, un resignado Onetti, especuló que Santa María podría ser un híbrido entre Montevideo y Buenos Aires. Cuenta Onetti que había estado dictando conferencias en una universidad estadounidense, donde pudo observar la radical oposición de faulknerianos y hemingueyanos, con bandos tan enfrentados como los hinchas de béisbol de los Demonios, de Illinois, y los hinchas de los Lagartos, de Misisipi, esto equiparando el campo de las pasiones beisboleras con la arena de las pasiones literarias, qué sé yo… A la verdad, son dos escritores de profundidades distintas, me atrevo a decir que leyendo a Faulkner no se me cierran las puertas de Hemingway; mas, si solo me acostumbraba a leer a Hemingway, me sería muy difícil ingresar conscientemente al universo de Faulkner. Es una tarea leer a Faulkner, muy jodida si uno no paladea, no huele, no escucha, no ve, la terrible y a la vez deliciosa decadencia de una familia sureña de cierta estirpe como en El sonido y la furia (The sound and the fury), novela escrita bajo la influencia de Joyce. El mundo onettiano es de ese calibre, es denso y devastador, ahí no hay lugar para la lectura veloz, tienes que estar al acecho y aguardar el momento en que estás maduro para explorar en él. ¿Quiénes están dispuestos a esperar el tiempo de sufrir sin amortiguadores la embestida de la lectura lenta? Los pocos que tras salir de los Centros de Alienación Superior, empiezan a ser lo que al fin pueden ser por sí mismos después de haber sobrevivido a lo que hicieron de ellos su familia, la sociedad y la patria (parafraseando a Sartre). Me he quedado con la imagen -parte invento mío- de un Onetti por instantes eufórico participando a Soler que a veces lee algún párrafo al azar de una novela suya y aúlla “eres lo máximo, Onetti”, pero apenas decirlo estampa con furia el libro contra el piso. Señores, si lo quieren encontrar a Onetti hay que meterse de cabeza en lo que les toque, con el favor de los astros, de su obra. Nada hubiese sacado hablando con él en su piso madrileño una o tres horas -Joaquín lo hizo cuarenta y dos minutos por mí en el saludable escenario de A fondo-. Me habría encantado tocar la puerta de sus últimos años de encierro voluntario para que me pase por debajo esta nota de su puño y letra: “Onetti no está”. Onetti sí está en los diálogos a fondo, y por años, que hemos sostenido en las dos novelas y una noveleta que leí y releí: El AstilleroJuntacadáveresLos adioses. (more…)

Papelitos

Nos olvidamos de que nunca está nadie más activo que cuando no hace nada, nunca está menos solo que cuando está consigo mismo”.  (Catón)

La mente no prescribe ante el tiempo y tiene como compañero de viaje, en este punto del planeta azul -licuándose-, al cuerpo que le tocó despertar para que se entregue a la rutina de ejercicios y abluciones que hacen renegar a mi trasunto, el jovial Chancholovo, cual amaneció con el síndrome de apóstata que ha puesto el olfato en el manjar consagrado de Semana Santa, y sugirió ir a por un baño de pueblo en la Plaza de la Independencia y de paso saborear la Fanesca Vegetal que la hizo famosa el Café Madrilón. “Rica suerte la suya, no tiene otro horario y calendario que el suyo”, me dijo Genaro Bustamante apenas lo puse al tanto de mi intempestiva visita a la plaza donde atiende consulta con voz de tenor. Ahí estaba con el loquero musical, en el centro de Plaza de la Independencia, al pie del héroe epónimo que cohabita con las cuatro grandes joyas arquitectónicas de la patria que persisten a la fecha, que interactúan entre sí con sincronización siglo XXI, a saber: Manicomio Estatal, Manicomio Metropolitano, Manicomio Eclesiástico, Manicomio Positivista Irracional (el más monumental y abarrotado de los cuatro).

Amanecí rumiando la cita de Catón que encontré ayer inspirando el ensayo filosófico La sociedad del cansancio, del pensador coreano Byung-Chul Han, que escribe al amparo de la lengua de Nietzsche y Heidegger. Hice lo de todos los amaneceres, reanimarme. Reanimado el cuerpo la mente lo integró a la pinturita del florido arrayán que a su rededor ha salpicado farolillos amarillos perlados por el rocío matinal. Todavía puedo renacer tras delicioso preámbulo entre cantores alados que atenúan el espasmo de la materia calentita en su cueva, donde los huesos amanecen dudando si están vivos o muertos. Vine al día de máximo ayuno de esta Semana Santa, ayuno taxativamente simbólico. Los feligreses evitan fagocitar carne de mataderos de animales terrestres, yo muy campante la evito a diario y sin sufrir recaídas, y eso cuando aún tuve a mano los últimos  jamones serranos de casa Chancholovo -que fueron permutados por vegetales-, dado su gran valor en mercado saque ventaja del trueque. Ahora menos todavía me tienta atragantarme con un filete sanguinolento en los templos del carnívoro, nada que ver con la dolorosa abstinencia del alcohólico o drogadicto anónimo. En mí no hubo ni hay fuerza de voluntad para huir de lo que fuera mi adicción a devorar tres veces por semana el lomo de falda apenas cocido a la plancha, y al menos una vez al mes el solomillo de res crudo, servido al modo tártaro. Sin contar con la degustación del exquisito jamón serrano del séptimo día con Adelaida. No hubo transición para esta metamorfosis radical, de la noche a la mañana me volví rumiante total (yo que usaba el término rumiante para burlarme de los vegetarianos, y lo de rumiante total para hacer mofa de los veganos), y, de repente, fue como si no hubiese sido otra cosa que rumiante total.

A la fecha proclamo a mucha honra mi condición de vegano, ya ha pasado el tiempo suficiente para mostrar sin ambages lo que soy en el ámbito gastronómico. Por añadidura, el veganismo, ha venido a ser una suerte de homologación con el rumiar innato de mi alma raskolnikoviana-kafkiana-sabatiana.

Para racionalizar mi súbita transformación de casi carnívoro total a rumiante total, tengo una explicación que no escatimo a nadie que pregunta por la razón de mi extremismo gastronómico. Sufrí una premonición con imágenes nítidas e indelebles de mí mismo, sucedió en instantes de vigilia clarividente, poco antes de ser presa de las profundidades oníricas. Si tuviese que ponerle título a esa escena en una ficción, relato o novela, sería El amanecer del antropófago aristócrata. Era yo con mis modales epicúreos desayunando radiante, disfrutaba a rabiar del solomillo al tártaro fruto de anónimo Homo sapiens. Desde entonces tengo la certeza de que la próxima vez que coma carne cruda será de la proveniente de los tantos mataderos humanos que existen en el planeta Tierra, así dejaría de ser inconsciente o pasivo antropófago para pasar a ser activo o concreto antropófago. (more…)

Illiniza y Tioniza

El macizo de Los Illinizas lo conforman dos montañas consortes, en lengua aborigen Illiniza significa “cerro varón” y Tioniza “cerro hembra”. Estas reliquias estratovolcánicas surgen tras el colapso de la caldera de un único volcán que luego de su proceso eruptivo se apagó hace milenios. Se sitúan en la cordillera occidental, al final del Nudo de Tiopullo, frente al volcán Cotopaxi, y por su valía ecológica se han constituido en una reserva natural junto con el parque nacional homónimo.  El  Illiniza Sur (5.248 msnm)  es el más alto y complicado de escalar, su cumbre fue hollada por vez primera  en mayo de 1980, de ello se encargaron los dos guías alpinos que trajo el expedicionario E. Whymper, los primos Carrel, entonces sus glaciales parecían eternos, hoy prácticamente se han derretido como un granizado expuesto al sol, siguiendo la suerte ineluctable de todos los nevados ecuatoriales alrededor del orbe. La Tioniza, el Illiniza Norte (5.126 msnm), tiene una cumbre más accesible de hollar, debido a su posición geográfica ha sido expuesta a una mayor erosión que su consorte andino.

Ambos picos se presentan magníficos cuando amanecen pintados por nieve volandera, y se dejan ver en todo su esplendor. En esos días de suerte, ha sido un banquete de sensaciones, un  placer de mente-cuerpo merodear en sus pajonales, breñas floridas, arenales y aristas de rocas  volcánicas  oscuras con declives de vértigo. E. Whymper se quejó que nunca pudo admirar completo el cuadro de Los Illinizas, a pesar de estar 78 días en sus vecindades.

Aún cuando se esté en medio de tempestuosas nubes y meteorología invernal garantizada para el mediodía, hay tiempo para buscar El Refugio y tomar ahí café caliente del termo acompañado de rosquillas, o algo así, de ello quedan imágenes para una futura poesía como la cuelgo aquí sacándola del archivo de la contemplación del montañero. (more…)

Andrei Tarkovsky

Nostalghia (película)

“1 + 1 = 1”, reza en uno de los cuadros cinematográficos húmedos que brotan de la nostalgia de Tarkovsky. Las paredes rústicas y las ventanas silvestres le sirven para mostrarnos una obra de arte maestra, acabada. Son las pinturas elegidas para el orden de su universo una vez que superó el caos de la gran explosión creativa. Las imágenes ruedan ralentizadas ante los ojos del iniciado, es como si estuviera presenciado una exposición pictórica del genio que ha capturado el mito y la magia, que tiene abiertas las puertas de la percepción de corrido, no como una graciosa inspiración callejera sino como un despertar místico inherente a su conciencia de vividor.

“Los sentimientos no hablados son inolvidables”, Tarkovsky

 

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El Corazón

Montaña andina de 4788 msnm, ubicada en la Cordillera Occidental, en la hoya de Machachi. Su cara oriental a la distancia asoma como un pico lanceolado o esbozando la figura del corazón humano, de ahí su nombre en español. Se le atribuye otra bonita denominación aborigen Panzaleo, Guallancatzo (camisa de dormir). Cuando se trata de una elevación andina que fue incluida en las crónicas de uno de los más grandes viajeros del siglo XIX, es menester recurrir a las observaciones y pensamientos que el haber ascendido por su vertiente oriental suscitaron en el aventurero, alpinista, pensador y artista que fue Edward Whymper. No era riguroso geólogo tipo  Hans Meyer o científico a la manera de Humboldt; en todo caso, más allá de los datos y conclusiones que  aportó a la ciencia y conocimiento volcánico con sus trabajos de campo, es loable tener la narración de lo mínimo para imaginar cómo fueron los  contornos del Corazón, la fauna y flora de una época perdida en la que lo prístino predominaba en los valles interandinos y  no se diga por las estribaciones medias y superiores de los altos picos del Ecuador.  No exageraba el caballero inglés al decir que estaba alojado en un “paraíso zoológico”, sus aposentos en Machachi se habían convertido en museo de insectos y reptiles, y daba razón de la existencia de saludable población de ciervos y con ello de su depredador natural habitando las cuevas de los riscos, el puma. Hoy día, si hay suerte, se verán huellas de conejos o el planear de algún cóndor sobreviviente de los cazadores furtivos.

Whymper  permaneció en el valle de Machachi entre enero y febrero de 1880, huésped del pueblito homónimo de entonces, a cuenta del obligatorio descanso del menor de los primos alpinistas Carrel, por sufrir principios de congelación en sus píes después de la legendaria primera ascensión a la cumbre del volcán Chimborazo. Su larga estancia en Machachi se dio en tiempos que era raro ver turistas y menos todavía avezados alpinistas con pretensiones de hollar las cumbres más altas de los Andes del Ecuador. El caballero andante inglés escalo once cumbres ecuatorianas, siendo ocho primeras ascensiones.  Dos veces estuvo en el ápice del volcán Chimborazo, que él consideraba el techo del mundo. Tan convencido estaba de haber escalado la montaña más alta de la Tierra que, al final de sus días, recibió decepcionado la noticia de la altitud superior de los picos del Himalaya. Ahora sabemos (considerando distintos factores de medición científica) que sí estuvo en lo correcto, escaló la cima más alta del mundo, pues, el Chimborazo, asentado en el ombligo de Gaia, es la cumbre prominente del planeta. (more…)

Caminando con H. D. Thoreau

“¡Y habláis del cielo, vosotros que deshonráis la tierra!”

H.D.T

Walden, llama la soberbia laguna septentrional de Concord, Massachusetts, que propició el amanecer de Henry David Thoreau. Walden, en estos días de oscurantismo tecnolátrico (de medioevo digno de la ciencia ficción lemniana, donde el progreso del antropófago consiste en rendir pleitesía a sus cadenas), aún se presenta encantadora. Su ecosistema lacustre y entorno boscoso, ha resistido a la época del ser humano caído en la cosificación de su alma, luce tan fresca y dominante como el legado filosófico del yanqui anarquista, el padre de la Desobediencia civil (Gandhi la exportó al mundo un siglo después). Thoreau, se negó a pagar impuestos para la injusta guerra de su país contra México, y, sobre todo, desobedeció la orden mundial de plegar a la esclavitud positivista, afirmándose con su propia experiencia de vida proclamó que el mejor gobierno es el que no se lo siente. Lo paradojal de esta bifurcación de senderos entre la sociedad que escogió orar dentro de las catedrales del consumismo y el hombre que siguió la estrella de su emancipación, es que esa misma sociedad del desarrollo para la entropía supo conservar intacto el santuario natural, sin amortiguadores, del vividor.

El testimonio de Thoreau habitando la cabaña con vista a las profundidad policromática de árboles centenarios, y a la cambiante luz que emerge de los estremecimientos de la laguna transitando por las cuatro estaciones, viene con el título: Walden; o, La vida en los bosques. Este libro fue escrito por Thoreau gracias a la presión y urgencia de sus amigos  y, al cabo del tiempo, somos los beneficiados de que nos llegue su formidable pensamiento y pragmatismo. Walden, es canto épico a la naturaleza indomable, es un poema de los sentidos alertas y la contemplación innata. Thoreau, mimetizándose con la vida en los bosques, llega a ser el explorador de las altitudes del instante, sufre  las crudas transformaciones de la intemperie, es parte del gélido letargo blanco del invierno, es la renovación que trae la primavera con el despertar de los ruiseñores y el creciente movimiento vivace de las entrañas de la Tierra. (more…)

Otros incendios de Villeneuve

Incendios, así se denomina la película que me introdujo en el mundo cinematográfico de Denis Villeneuve, una obra devastadora sobre la alienación del fanatismo religioso y de la política sectaria, generadores de máquinas biológicas diseñadas para la entropía máxima, productores de engendros vacíos de contenido auténtico para la vida. Este no-vivir viene emparentado con la obsesión del sujeto del desarrollismo por estar inmerso en informaciones útiles, cautivo de los datos que aportan a su estado de hombre bólido, quien huye de lo bello elemental para volcarse en el precipicio del nihilismo tecnolátrico.

Visionando al Homo sapiens de Blade Runner 2049, visionamos también al sujeto del desarrollismo de estos días entregado al sueño de perfección de las máquinas y al no-dolor del universo virtual. Sueño que al genio creador de androides lo lleva a ir en pos del parto natural de sus amazonas tipo Y, y que de ahí surjan los ejércitos de “ángeles endemoniados” que tomen por  asalto el Edén y que él, Luzbel, sea el Dios Todopoderoso del Universo. Este Luzbel ciego pero que lee a profundidad la psiquis del otro sea humano o androide, tiene más y mejor vista que cualquier mortal soltando a sus sensores de ciencia ficción filosófica. Él habita en un mundo de suaves entonaciones crepusculares, en interiores esterilizados por una profilaxis extrema que contrasta con su alma fracturada; medra entre la cárcel concreta de su unidad de carbono aunque prolongándose como materia a través de la cibernética y la sed de ser Dios eternizándose en el Edén con su ejército de ultra-hombres vencedores del caducado Homo sapiens. Mientras la amazona tipo Y no dé el salto cuántico para procrear con el todoterreno tipo K, los ejércitos de ángeles de Luzbel seguirán siendo un sueño, pues, no le ha sido dado obtenerlos por el método a goteo de su fábrica de androides.

Los corredores marmóreos se proyectan en incendios acuáticos, el crepúsculo de los dioses copa la estética que trae al mundo a un “ángel” adulto que, a imagen del hombre, desde que nace es lo suficientemente viejo para morir, y teme por sí mismo apenas caído de la funda de plasma que lo contenía, se ha quitado del estado ideal en nuestro universo: no haber nacido. Un prototipo de amazona yace a los pies de su creador y, a pesar del  indescriptible dolor de nacer, del temor consciente a la vida, se aferra a ella con desesperación. Luzbel, puñal en mano, la mata por no portar consigo el salto cuántico de ser un vientre de ángeles.

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Sueñan los androides con ovejas eléctricas

 

¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, es el título interrogativo de la novela de P. K. Dick que inspiró la película dirigida por R. Scott, Blade Runner (traduzcamos su significado como algo parecido a esto: matador de androides subversivos). Primero había visionado el rodaje que es un gigantesco engranaje de humanos y material fantástico, para conseguir una de las ralas producciones señeras del cine de ciencia ficción. Esto me motivó tiempo después a leer el libro que inspiró tan memorable película, y que tiene un título ajeno al rodaje puesto que si bien allí se visionan androides no aparece ninguna oveja eléctrica. ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, es obra de un solo creador (escritor), a diferencia del producto de un equipo bajo la batuta de un director que carga con la fama de haber realizado Blade Runner. No así, el libro de Dick, que está entre el montón de obras de ciencia ficción que dejó su alucinada prodigalidad, basta decir que en su diario inédito acumuló más de un millón de palabras. ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, en sí es una interrogación existencial, y que a la sazón carece de sintonía con el título de la cinta Blade Runner, y es debido a que la película toma un rumbo diferente del que tiene la obra psicodélica de Dick.

Blade Runner, en su ámbito celuloide, está en la cima de la pirámide; ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, es una novela que seduce leerla gracias a la película, y no es emblemática como lo es La naranja mecánica, de A. Burgess, libro que procreó a la película homónima. Burgess, catalogó a La naranja mecánica como su “media novela”, en comparación a las otras novelas de su autoría que consideraba de más condumio, pero ésta tuvo la suerte de que el irlandés Kubrick la escoja, y use su mismo título, para su laureado largometraje, que es paralela a la novela sacando un provecho extraordinario de ella aunque sin tomar en cuenta el capítulo final, de lo que Burguess se quejó amargamente puesto que allí los extremos de la ultraviolencia frente a la paz borreguil, se amalgaman para abrir un camino intermedio de armonía sin renunciar a las sinfonías de Beethoven. No se puede homologar una película con una novela así nomás, el cine imagina por uno dando su versión de las ficciones literarias con un máximo de cuadros y un mínimo de palabras.

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