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La edad del lobo fino

Aquí va una recopilación de la poesía libre que ha suscitado el sujeto de la contemplación: sea el viajero recobrando instantes de los árboles que desaparecieron de la ventana de su morada; sea el viajero recobrando el aroma del tiempo del bosque de frailejones gigantes; sea el viajero recobrando la edad del lobo estepario en los pajonales de la altitud andina; sea el viajero que acabó aterrizando en la edad del lobo fino de orilla rocosa mar adentro. Más allá del furor de la estridencia y la polución que oxida al ciudadano en su frágil cotidianidad, todavía persiste la experiencia de andar y ver en las montañas de los Altos Andes del Ecuador y en parajes de privilegio de las Islas Encantadas. El fuego creador de picos solitarios como el Chimborazo y del archipiélago volcánico de Galápagos, es el mismo: una muestra de la vigencia transformadora del laboratorio biológico de los parques y jardines de Gaia.

El hombre sin espejos

Aquí fluye una recopilación de ficciones que se inspiran  en la vida activa, que en sí constituye el estado contemplativo del ser mudable. «Mudarse es aventura», decía Don Quijote, y es a lo que aspiran los personajes protagonistas de las diecinueve historias cortas que presenta este libro (incluidos tres seres de la mitología volcánica de los Altos Andes del Ecuador: Cotopaxi, Chimborazo y Lovochancho). El título El hombre sin espejos, viene con el antecedente suscitador de la narración A orillas del Machángara, que trae consigo a la caminante cósmica Tichya, quien participa en varios acontecimientos literarios de la obra  de marras, siendo el personaje evolucionado de los relatos galapagueños de Tilda. 

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Eco de una feria inolvidable

De repente, donde se hallaba apostado el pequeño local de la ansiosa editorial de la que era su dueño, representante y único escritor, en la feria Revienta Ecuador Lector, cayeron los políticos locales dando lustre tragicómico a la masiva inauguración bailable con el combo Abre Luna & Señor Presidente. Alcalde, siga nomás… ¿le gusta leer? ¡Cómo no, y mucho! Todos los títulos que están expuestos aquí son un trabajo integral de autor-editor; esta novela, “La soledad del murciélago”, cierra un ciclo novelístico complejo… ¿se atreve a leerla?… ¡Cómo no, y mucho!

El paseante adorador de la técnica de probabilidades matemáticas aplicadas a hacer dinerillo ganando contratos en las empresas estatales conocidas por el mote de “bodeguitas del medio”, no se anda por las ramas y advierte que no lee nada fuera de su profesión de recolector de dólares provenientes del erario público; no obstante, manifiesta que igual se une a la queja por la falta de afición, en nuestra patria multidiversa, a la lectura que suscita pensamientos venerables. ¿Qué técnica usa usted para atrapar a los asistentes de la feria? La de la araña saltarina, estos libros pican al curioso que se acerca a este rincón brujo, pero abrumadora mayoría es inmune a la sed de leerse a sí misma a través de ficciones que invitan a la vida activa, hablo de ingentes masas de no-lectores. Ya regreso para seguir conversando, en todo caso, le deseo que tenga éxito en su lucha contracorriente, seguro que de esto usted no ha de comer. Se fue murmurando el sujeto del rendimiento que desconoce el significado que los pensadores y filósofos de la Antigüedad socrática y presocrática le daban a la palabra “éxito”, convertida en palabra insulsa y corriente de la modernidad pujante. Éxito es tener consciencia de contemplar y cuando de la angustia (o de estar en la nada) se construye un mundo autosuficiente, es vivir. 

La joven ciudadana pregunta después de olfatear con fruición el libro abierto por la mitad que tiene entre manos, ¿de qué se trata su obra? En la tapa posterior tiene una reseña. Pero es que estando aquí el autor me gustaría que él mismo me cuente su novela. Este libro abarca diversas aristas y senderos mimetizados con la montaña, la selva, el bosque seco… los jardines de Gea. En un pico gélido de alta montaña, ejemplo el Sincholagua, la cima es una ilusión, una aguja de roca y hielo expuesta a los elementos, todo lo demás hace la cumbre: subir del llano y bajar al llano.  Decirle de qué trata una obra de arte en tres minutos es como si yo le pidiera que me cuente su existencia en tres minutos. ¡Oh, guau!  

El cineasta del último rincón del mundo leyendo la reseña del libro que le trajo involuntario recuerdo. Conque “el Saqueador Morris” encontró en solitario el tesoro de Quinara. Sí, y las partes que forman el todo son las ficciones del libro que ojea. Sabe que estuve a punto de levantar una película mitad ficción y mitad documental sobre el mentado bandolero Naún Briones, y el que iba a hacer de éste era Antonio Banderas, pero me fallaron, me fallaron los malditos gestores culturales. 

El comandante con un grupo de cadetes de la Academia Militar Equinoccio. Díganos, señor, qué significa, mejor dicho, a quienes se refiere, esto que veo aquí colgado por doquier con negrillas: Bípedos Depredadores. Me suena sospechoso, ¿a ustedes jóvenes también?… Somos nosotros, la especie humana es el bípedo depredador por antonomasia. Eso mismo, acerté. Ya escucharon, soldados, nos matamos entre nosotros y acabamos con las demás especies

Un señor mostrando prisa, de la mano del niño que observa ensimismado la cabeza cornuda de la iguana marina galapagueña, Amblyrhynchus cristatus venustissimus, que posa en la portada de Ser mudable, novela de ciencia ficción filosófica publicada bajo el sello editorial que me cobija, interroga: ¿Venden aquí historias de dinosaurios para niños?

La tía cazando un libro bélico de fuste. Por favor, me podría facilitar una novela de “Helena de Troya”. No, soy el autor de estos libros que tiene usted a la vista, pruebe a ver si le gusta alguno, son para reinventar e imaginar. Me encantaría, pero busco uno de guerras porque es para mi sobrino que se incorpora de oficial de policía.  

El genealogista alucinado. Por los clavos de Cristo, créame… me he quedado pasmado con el señor que tiene en la portada de su libro, es como verlo a mi tío que falleció años ha.  Le aseguro que es el tío de mi abuelo materno, es la única foto de él que encontré en el álbum familiar de principios del siglo pasado, nadie cercano supo dar razones de su vida-muerte en este retazo de planeta, y como quería la imagen de una persona de talante aristocrático para el personaje de Salvador Pineda Pinzano (marqués de Olivares y Yaguarzongo), que mejor que un antepasado. Ahora entiendo amigo mío, ¡somos parientes por la rama Olivares! 

La sufrida joven que no se engancha con lo que lee a ritmo de feria de libros, Revienta Ecuador Lector. No me engancho, no me engancho… lo siento, pero no me engancho. No tiene porqué engancharse de una con este tipo de novela versátil que encierra narrativa, ensayo filosófico, prosa poética, ciencia ficción, suspenso, terror cósmico… Apenas la apuró cinco minutos, a lo mejor necesita años, o décadas de ejercicio lector, para entrar en ella espontáneamente. Ser un lector exigente toma la vida entera, y no es cuestión de engullir libros para desecharlos, sino de practicar el arte de rumiar contenido añejado en el paladar cósmico que es la antítesis de la lectura dinámica. André Gide, leyó algo que no le agradó de las primeras páginas de “Por el camino de Swann” (tomo primero de los siete que componen “En  busca del tiempo perdido”, novela monumental -de aproximadamente 3.500 páginas- que Proust concluyó poco antes de fenecer), supongo que concluyó que él no iba seguir pasando tiempo en una obra snob-diletante-burguesa que gasta mucho papel para describir las vueltas que da un niño en la cama sin poder conciliar el sueño porque su madre no acude a darle el beso de las buenas noches. Gide rechazó empezar a publicar, en la revista NFR, la obra señera de Proust. Sin embargo, el Premio Nobel de Literatura 1947, en carta a Proust de enero 1914, tuvo el detalle de aclarar que se había equivocado de cabo a rabo con su precipitada decisión editorial.

El jovial guardián de la exposición. Por fin regresó, hace más de una hora que lo andan buscando para entregarle no sé qué cosa. Sucede que recién llego con retraso a abrir y mover la tienda librera. ¡En serio!… ¿En serio?, pero si yo saludé con usted temprano, mano y palabra, apenas la feria empezó a funcionar. Habrá sido un encuentro con el colega que me sustituyó, una suerte de bípedo implume de piel pegada a los huesos, y que por defecto es seguidor de Houdini en lo de esfumarse. Insisto que lo vi a usted, por eso le dije a la persona que lo ha venido a buscar dos veces que se debió haber ido a tomar un refrigerio… Aquí pasan cosas raras, de noche hay entes que corren y tumban libros, a ningún compañero le agrada la guardia nocturna. Debe de ser que la energía de tanta gente que transitó nerviosa por aquí, cuando era aeropuerto, todavía subsiste. De acuerdo, jefecito, parecido a lo que decía Einstein: la energía se convierte en masa y la masa en energía.    

“Revienta Ecuador Lector”, fue la frase más repetida en el perifoneo de la feria. La sufrí sin amortiguadores, como una escalada libre de ferretería y en solitario al cerro Chiriculapo. Decenas de transeúntes se hicieron presentes en el rincón brujo de la editorial ansiosa, los que hubiesen hecho las delicias del mismísimo Carl Jung, si hubiese observado invisible en los tipos psicológicos que se destaparon al momento de inferirles ficciones en calidad de posibles lectores. Al final se vació la tienda. No faltaron las personas que adquirieron más de una obra, como la pareja que se paró a hojear detenidamente, con asombro.  Estos preciosos libros de colección no se encuentran en librerías… ¡nos llevamos los ocho títulos!      

Abril en Tortuga Bahía

Ser semejante al cangrejo cenobita,
visto y no visto en su morada mudable,
incorporado a la Tierra,
difuminado a la luz del sol,
demorarse en la orilla rocosa del pelícano café,
demorarse en la negritud lávica de lagartijas infatigables,
demorarse en la sombreada brisa del árbol de manzanillo,
demorarse en el cucuve escarbando la arena cremosa,
demorarse en el revoloteo del copetón,
demorarse en el trino del canario aureola.

 

“Continuemos la marcha, ¡por favor!, la belleza de Playa Brava y Playa Mansa los aguarda. Yo sí tengo tiempo, ustedes no porque deben cumplir el itinerario…”, dijo el guía con cierta sorna salida del subconsciente, concluyendo su charla explicativa de las bondades de los recursos turísticos de la isla y de lo que se debe hacer y de lo que está prohibido hacer. Traduje lo que capturaron mis oídos y entendí la diferenciación sobre la posesión del tiempo que pretendía hacer el guía frente a las personas desposeídas de un tiempo propio por hallarse sujetas a las disposiciones del paquete turístico que adquirieron, pero él también estaba sujeto a la rutina implacable de su chaucha. Asumí que el grupo después de Bahía Tortuga, tendría para sí otros recursos turísticos que incluir en la memoria móvil. Hice una huida feliz, justo antes de que reinicie hablada caminata el grupo puntero que, además de estar descansado había sido público, a conciencia o no, de la charla completa ya naturalista, ya anecdótica del guía, mientras que los caminantes retrasados pasaron de sufrirla a propósito o no.

He guardado  lo que considero la esencia de lo que dijo el guía y, por añadidura, previo al rebasamiento total del grupo azas internado en el bosque seco primario, cursando la senda angosta de adoquín y muros bajos de piedras o lajas volcánicas pegadas con cemento, pillé un retazo de la historia conocida del israelita Guy. La comparé con los datos que he obtenido de la misma, y, en los hechos constatados de su muerte concuerdan, pero queda entera levantar la ficción del joven militar que sumaba 23 años, allá por 1991, cuando cometió la travesía desde la zona montañosa de la isla, en concreto descendiendo del bosque de scalesia de la reserva natural de tortugas gigantes, El Chato, a la orilla rocosa en las cercanías de Bahía Tortuga, donde después de seis meses de su desaparición fue ubicado el cadáver por tres pescadores que cobraron la recompensa por el hallazgo que pagó el padre de Guy.

Aún veo el letrero en pie en la zona limítrofe entre El Chato y las fincas agrícolas de Santa Rosa, que conmemora la travesía mortal del israelita, y me sumerjo en el silencio ancestral de bosque de Scalesia affinis y piscinas ocupadas por galápagos bañistas, e imagino que El viaje de Guy es el noveno sueño, después de El Pueblo de los Molinos de Agua, del largometraje Los Sueños, de Akira Kurosawa.           

De hecho hago las caminatas auspiciadas por el tiempo abierto del mundo, siestas al aire libre incluidas, de reconocimiento de la isla. Y es inevitable retornar a Bahía Tortuga cuando se retorna a Santa Cruz, así me olvidé que hay que adelantarse al tiempo acotado de los grupos guiados de turistas, prestos a tomarse la angosta senda que atraviesa el bosque seco encantado, que lo es si se acepta la invitación al silencio y recogimiento de un templo natural para escuchar, a ritmo de galápago, sonidos melódicos de la Tierra y no el parloteo incesante de la humanidad. Ante la procesión ruidosa Homo sapiens, no queda más que acelerar y driblar obstáculos como alma en pena hasta volver a recobrar el silencio y aromas propios del sendero que desemboca en la magia de Playa Brava.

Es de provecho olvidarse que Playa Mansa conforme avanza la mañana constituye la meta de los más y así crearse la gana de volver a ella cuando es maná contemplativo, cuando se logra de ella intimidad. Venir holgado de tiempo permite que el iniciado entre en la isla salvaje e intemporal de iguanas playeras. Solo hay que volver más temprano y la senda boscosa se presentará apetitosa, suculenta, como un aperitivo antes del banquete eufónico de pinzones del bosque flamígero de cactus gigante y el lamento existencial de garzas noctívagas escondidas en la barrera de manglares que forman la laguna de Playa Mansa.

De repente, en el este de Playa Brava, es propicio saludar con el señor noruego que pasea su figura noble de caballero guardián de la bahía que conoce y habita décadas; sí, saludarse, poniendo la distancia de cálido silencio entre iniciados que no tienen nombre.


 

Cumbre del destino de Reinhold Messner

Nanga Parbat, Montaña desnuda, llamada también Diamir, Rey de las montañas, fue de hecho la cumbre del destino de Reinhold Messner antes que la Montaña del Destino Alemán, como al expedicionario Karl Maria Herrligkoffer le gustaba denominarla para ensalzar el deber que él tenía de hollar su ápice por la ruta más difícil, aunque sea de manera subliminal, a través del trabajo de escaladores con convicciones nacionales y fe en las cuerdas fijas que aseguran kilómetros de un desnivel de vértigo.

Karl Maria invitó a los hermanos Reinhold y Gunther Messner a unirse al ideal de vencer a la tenebrosa vertiente Rupal, superando los más de cuatro mil metros de pared vertical que separaba el vacío de la vulgaridad terrena con la inconmensurable altitud alumbrada por Odín. Tener una imagen del tamaño monstruoso de la vía por la vertiente Rupal, que en su mayor parte la abrieron los hermanos Messner camino a la cima del Nanga, sería como colocar cuatro veces, una sobre otra, la cara norte del Obispo ecuatoriano (la cima más expuesta y exigente de los picos que conforman el circo volcánico del Altar) que tiene alrededor de mil metros de caída perpendicular.

Los jóvenes Reinhold y Gunther –de 25 y 23 años, respectivamente–, en el verano de 1970, arribaron del Tirol del Sur para incorporarse a la expedición de Herrligkoffer, venían con la etiqueta de superdotados para la escalada libre. Ellos encarnaban el símbolo de la autosuficiencia de “la bestia rubia” en los Alpes, aún no se habían contaminado con las ascensiones piramidales clásicas, las que proponían el ritual de plantar la bandera patria en la cima como máximo objetivo, donde no contaba el liderazgo individual sino únicamente los logros del conjunto, siendo la base del éxito de estas empresas monumentales la tracción animal de porteadores que trepan el circo humano a la altitud.

Reinhold gustaba apostar con los muchachos de su pueblo natal a que iba a subir tal cumbre, por cierta vía, en tantas horas, sin drogas vigorizantes ni dejar huella de pitones en la pared, ultraligero y apenas alimentándose durante el reto ascensionista. Imaginaba el pico de turno y luego pronosticaba el resultado, a semejanza de su ídolo Mohamed Ali, quien decía “en el quinto asalto lo voy a tumbar a Mike”; asimismo, Reinhold, sentenciaba: en diez horas hago la cara norte del Ogro.

Los hermanos Messner, a su corta edad, habían llenado una hoja de vida “hacia arriba” envidiable, eran ya veteranos de los Alpes que los capacitaba para soñar con los montes ochomil del Himalaya, siendo que a fuerza de buscar la conquista de lo inútil les llegó el reto más grande del himalayismo de entonces, hacer la inexpugnable vertiente Rupal del Nanga Parbat. De entrada sólo Reinhold fue invitado a participar en la expedición, pero más adelante un escalador canceló su participación en la misma y, ante el pedido de Herrligkoffer de que se le recomiende otro alpinista que sustituya al saliente, Reinhold le propuso incluir a Gunther. Ambos hermanos, tragándose el discurso del deber nacionalista de Herrligkoffer, a sabiendas de que éste no comulgaba con la espontaneidad del individuo para lograr sus propias metas fuera del objetivo colectivo, tuvieron que contemporizar con el “jefe”, no existía otra forma de ascender por lo más escarpado de la cara sur del Nanga Parbat, en un tiempo donde no se daban auspicios corporativos a una aventura personal por los Himalayas. La juvenil ambición de enfrentarse a la vertiente Rupal, la pared del miedo y la locura por antonomasia, hizo que se dieran al experimento de grupo, haciendo a un lado su verdadera vocación: escalar por sí y para sí en su montaña mágica.

Reinhold, graduado de Arquitecto, aunque todavía ganándose las habichuelas como profesor de matemáticas, cumplía con lo mínimo que le exigía la apariencia de estar uncido a la normalidad imperante. Sin embargo, ya había decidido que iba a dedicar el resto sus días a la exploración de lo ignoto dentro de sí y afuera en el mundo salvaje, liberándose de las ataduras que le impedían tomar posesión de su destino. No temer a la libertad individual de consciencia fue una fijación temprana en la voluntad de vivir de Reinhold, mientras que Gunther aún parecía conformarse a su futuro de empleado bancario. En esa proyección existencial diferente los encontró a los Messner el viaje al Rey de las montañas, donde el hermano mayor portó la voz cantante de los dos y tuvo acceso a discutir con el maduro líder de la expedición el rumbo de la ascensión al Nanga Parbat, ejerciendo suficiente influencia en las decisiones que tomaba éste. El “jefe”, a pesar que le irritaba mucho la tendencia de los Messner a hacer lo suyo, se dejó asesorar por Reinhold. No obstante guardó instintiva desconfianza hacia ellos dos, suponía bien que en los campamentos de altura corría el riesgo de que no se acaten sus planes por impracticables, y con ello convertirse en burla de los escaladores ya ajenos al deber de equipo que, allá abajo, en la calidez y abundancia del campo base montado a 3.600 msnm, la encarnaba el “jefe” (ya le sucedió antes con el desobediente Herman Bull, quien asaltó la cumbre del Nanga en solitario, vía el Collado y la Meseta de Plata, contraviniendo su orden de retirada de la montaña). La fobia que tenía el doctor Herrligkoffer a que los Messner tomen decisiones propias donde le estaba negado controlarlos, lo llevó a que al final los separe en sus funciones ascensionistas, haciendo lo posible para que al menos Gunther no haga la cima.

Cuando cundió el desaliento luego del primer intento de atacar la cumbre y se acababa el tiempo para ello, puesto que había que hacerlo antes de la temporada de los monzones, y todo indicaba que la retirada era la única opción en adelante, Reinhold convenció al “jefe” para que le dé un postrero chance a la ambición de completar la vertiente Rupal. De esto surgieron las decisiones que marcaron la suerte que corrieron los hermanos en la Montaña de la locura —como sacada del horror lovecraftiano— , todo lo que acaeció por encima del incomunicado campamento V (ubicado en una repisa sobre los 7000 msnm), fue una travesía en la zona de las parcas, y hollar el ápice fue una forma de estulticia. El error no enmendado de las bengalas, que protagonizó Karl Maria, dejaba en libertad al mayor de los Messner para intentar un ascenso a la cumbre en solitario. Kilómetros más abajo, desde el campo base de la expedición, se lanzó la señal roja que implicaba mal tiempo, habiendo lo contrario, o sea un ambiente meteorológico favorable a la ascensión de equipo. Así se desencadenó lo que Reinhold no esperaba de su hermano menor, que éste se rebele a su deber de equipar con cuerdas fijas el corredor de hielo para asegurarle el retorno por la misma ruta del ascenso. Gunther se negó a hacer ese trabajo extenuante, tal gasto inhumano de energía lo dejaba inhabilitado para cualquier intento de coronar el Nanga Parbat.

Reinhold partió rumbo a la cima a las dos de la mañana. Gunther abandonó la labor de cuerdas antes del alba, siguió la huella de su hermano realizando un esfuerzo supremo, cubriendo en cuatro horas seiscientos metros verticales le dio alcance a éste a pesar que le llevaba una ventaja muy difícil de igualar. La campana de la autodeterminación sonó para el joven resignado a su empleo en una casa bancaria y, revelándose contra la ecuanimidad que mostraba al lado del genio indomable de Reinhold, se fue él también a por la cumbre.

A las cinco de la tarde ambos posaron sus pies en la cumbre. ¿Alegría consciente?, ninguna. ¿Cómo se puede disfrutar de un sitio donde el mundo es un desierto empinado, un congelador convexo, y morir es la euforia de no sentir dolor ni apego a la existencia? Apenas había que sentarse y dejar que el dulce sueño blanco los acoja. La vida le es indiferente a un cuerpo anestesiado que ha empezado a morir. Y no puede ser de otra manera, estaban a más de ochomil metros de altitud ahogándose por la falta de oxígeno, portando un botellín de agua, media libra de cacahuates, una colcha térmica para enfrentar los cuarenta grados bajo cero de la noche. Fácil de imaginar para los guerreros del hielo polacos a la zaga del rinoceronte psicológico, Jurek Kukuczka, pero inimaginable para el urbanícola que reside en la constante primavera de los valles interandinos.

El anhelo de eternidad que reventó en Gunther, esas cuatro horas de ascenso forzado sobre una altitud demoniaca, lo incapacitaron para intentar un descenso por la misma ruta de ascenso que los hermanos abrieron para que la posteridad la llame vía Messner. Gunther acusa el tremendo esfuerzo que realizó al no resignarse a ser la sombra que Karl Maria quiso que fuese en “su expedición” al Nanga Parbat, de esto que le propone a Reinhold hacer la única salida lógica que les quedaba, es decir, bajar por la vertiente Diamir, siendo que su parte posterior, la Cuenca Bazin, se presentaba como un paseo de hadas en comparación al infernal declive de la vía Messner (no había otra alternativa de descenso, tal como lo corroboró en 2005 el escalador estadounidense Steve House, quien al estilo alpino, ¡en cinco días!, coronó el Nanga por otra variante de la vertiente Rupal).

Reinhold aún abrigaba esperanzas de que el espíritu de equipo de la expedición se hiciera presente, confiaba en que la cordada que subiría al día siguiente siguiendo sus huellas les proporcionaría ayuda, al menos una cuerda para descender rapelando por un paso extremo y dar con el corredor de hielo Merckl. Vivaquearon en la brecha al pie de la cima, mejor dicho se sentaron a alucinar dentro de los cuarenta grados bajo cero que trajo la noche interminable, sólo existiendo para mover sus manos y pies, evitando congelarse y dormir a la vez, perder del todo la conciencia era entregarse al abrazo de la muerte dulce. A la mañana siguiente, Reinhold, avistó al dúo que ascendía por la ruta que ellos les marcaron e intentó comunicarse con Félix Kuen, que se hallaba ochenta metros más abajo del paso impracticable donde él se encontraba solicitándole la cuerda que facilitaría el descenso de Gunther. El viento, la distancia entre ellos –insalvable a esas alturas– y, sobre todo, la imposibilidad de entenderse con otro cuando el cuerpo ha empezado a morir de agotamiento y por falta de oxígeno, hizo que dialogar con Kuen sea una pesadilla inolvidable. El dúo se fue tras la cumbre, y, Reinhold, aullando como un poseso, por fin se dio cuenta que nunca llegaría la ayuda de equipo. Habían desperdiciado un tiempo irrecuperable en bajar por donde ya Gunther lo señaló hace tantas horas.

El descenso fue liderado por Reinhold, abrir ruta hacia abajo era lo único que podía hacer para ayudarse a sí mismo y a su hermano. Lo hacía invocando el espíritu de pioneros como Mummery, desaparecido en la inmensidad de la Montaña desnuda. La fascinación por el montañismo de renuncia, hizo que antes de embarcarse a la expedición de Karl Maria, estudie a fondo la trayectoria de Mummery en la vertiente Diamir, y esto lo llevó a intuir la salida del laberinto. Lo de aquel hombre fue definitorio porque, allá en 1895, ascendió por vez primera la vertiente Diamir a dúo con el gurja, Ragobir, llegando a las puertas de la Cuenca Bazin, y lo consiguieron apenas calzando botas claveteadas, sin portar pitones para asegurar las cuerdas en la escalada o descender rapelando, llegando tan alto que hasta habrían vislumbrado el último tramo a la cumbre. Merced a la memoria que hizo de lo hecho por el desaparecido alpinista inglés, 105 años después, descendió por la ruta que éste abrió, hallando el paso entre la parte superior del espolón Mummery y la Cuenca Bazin, el que se podía superar sin el apoyo de cuerdas y más tecnología moderna de escalar.

Durante ciertos tramos de la travesía por el descomunal jeroglífico del Diamir, Reinhold, percibía que ya había hecho antes ese descenso kilométrico, y así se lo comunicaba a Gunther, quien fue adquiriendo confianza mental y arrestos físicos conforme la posibilidad de resolver el enigma de roca y hielo se imponía. Apenas contaron con una breve parada a medianoche en la parte superior del espolón Mummery, y el precario vivaque se suspendió con la luna alumbrando la oscuridad a la que ya estaban acostumbrados. En todo caso, apareció la certidumbre del tercer escalador que descendía a la par que Reinhold. ¿Quién era ese tercer escalador que bajaba a su costado en la claridad sublunar? Lo acolitaba el observador de sí mismo, su yo escindido se veía desde afuera y viceversa, dándose mutuamente ánimo. Con el advenimiento del nuevo día, la conciencia de apurar el paso para no ser víctimas de las avalanchas que provoca la solana, y ya encontrándose sobre un terreno fácil de cubrirlo, hizo que Reinhold cada vez se alejara más de su hermano, sin darse cuenta de lo rápido que podía ser ante la lentitud que acusaba el otro. Fuera del entresijo de las torres de hielo pendiendo sobre su exhausta humanidad, emergiendo triunfal de los mayores peligros del descenso, al pie de la pared ya podía escuchar la música del agua donada por los glaciares deshelándose, mientras el cálido ambiente mañanero se henchía con el perfume de los valles floridos que presentía en lontananza. Por fin se detuvo a esperar al rezagado y a procurar calmar la sed abrazadora de su cuerpo, junto al manantial, adormilado, escuchaba los pasos de Gunther aproximándose a él, la voz de éste llamándole le indicaba su cercanía. Pasó el tiempo corriendo entre las aguas turquesas, y de repente le sobrevino la certeza de que Gunther no iba a llegar al lugar, premonición que al cabo se cumplió.

Reinhold buscó alrededor de dos días al pie de la vertiente Diamir, sólo había hallado la huella fresca de un alud por donde podría haber pasado Gunther, su corazón se negaba a creer lo que su mente le mostraba: el cuerpo inerte de su hermano yacía sepultado bajo toneladas de hielo. Lo demás fue el trabajo del instinto de conservación, su carne moribunda echó mano a esa dosis extra de poder que es propia del genoma Messner. Reinhold se arrastró hasta el pequeño valle donde fue encontrado por los pastores con los que inició el largo y penoso traslado de su funda biodegradable al hospital de Innsbruck, siendo que su alma se quedó con el Rey de las montañas, rastreando al amigo, hermano y dúo de la cordada irrepetible. ¿Dónde dejaste a Gunther?, fue el reclamo que le hizo la sociedad personificada en la autoridad paterna.

Treinta y cinco años después (la montaña que se llevó varios dedos de los pies del superdotado escalador por libre para que se dedique al aburridor pero comercial y harto bien remunerado propósito de ser la súper-estrella que hizo por primera vez la cumbre de los catorce ocho-miles, sin oxigeno artificial), la montaña a la que Reinhold regresaba en una suerte de peregrinación, a conversar con el espíritu de Gunther, finalmente le entregó la prueba física de que nunca abandonó al hermano menor a su cuidado. Esto último a cuenta del retiro de los glaciares de la vertiente Diamir y en general de las estribaciones menores del Nanga Parbat, desliéndose por el recalentamiento global.

Tortugas Gigantes del Este

 

“Ahí están pastando los caballitos pintones, buena señal, las tortugas Chelonoidis donfaustoi no tardarán en materializarse”, dije para mi capote. En reorganización retrospectiva, me situaba en el escenario de la primera visita que hice a Cerro Mesa —entonces y como ahora y mañana— con la exclusiva fijación de conectar con la especie que, recién en diciembre de 2019, tomé conciencia que podía descubrirla por libre, tal como he venido haciendo con la tortuga Chelonoidis Porteri.  La primera vez que subí caminando desde el caserío El Cascajo, en pos de congelar imágenes de la especie de quelonio recuperada, intuí que tras los caballos paciendo —dentro del perímetro de la hacienda y refugio de vida silvestre Cerro Mesa—, me toparía con la primera tortuga de Don Fausto; así fue y, por añadidura, se hallaba distraída alimentándose de flores violetas emergiendo de jardín paradisíaco.

Fue un hallazgo de anteayer, ayer y lo será mañana y pasado mañana, pues, no le quita encanto al instante con la tortuga Chelonoidis donfaustoi, el hecho de que la tortuga Chelonoidis porteri, esté más a golpe de ojo por ser la que cuenta con la mayor población endémica de la isla en su hábitat del oeste —no es raro observar individuos  jóvenes moviéndose cerca de Puerto Ayora—, y son visibles sobre la marcha entre la reserva de tortugas gigantes El Chato y la zona agrícola de Santa Rosa. Bajando a Laguna Verde o subiendo de regreso a la villa de Santa Rosa, he observado a los Galápagos del Oeste devorando gardenias rojas, yerbas de flores peculiares, pencos, guayabas, y, en temporada de sequía, no hacen ascos al cogollo de guineo y clavan su pico a lo que asome de comer junto a las vacas de corral. 

Individuos brotan solitarios a la mañana de bosque húmedo levantando vapor entre primigenios aromas picantes, dulces, de semillas y fanerógamas. Voy inmerso en el silencio y los verdores de camino de campo perlando, yuxtapuesto a árboles barbudos de Guayaba de Cerro Mesa y a cantarín pastizal al pie de colina Pikaia, meciéndose al son de tibio viento ecuatorial. La comida vegetal es abundante merced a las aguas decembrinas y, cada uno de los especímenes que a bien tienen mostrase, exhiben sus caparazones lustrosos y se dan a los ojos del transeúnte con poética morosidad, en sí vienen a ser una magnifica estampa de la pausada recuperación de la Tortuga del Este, que tuvo colgada muchos años la etiqueta de extinta. Se creía que la dispersa y mínima población, residiendo en la zona montañosa del este de la isla, era remanente de la Tortuga del Oeste, Chelonoidis porteri, así décadas pasó desapercibida la “nueva” especie, que en realidad no había desaparecido pero sí menguado hasta que surge airosa  como especie re-descubierta, con nombre y apellido científicos, y, desde 2015, tenemos a la Chelonoidis donfaustoi.

Cede la garúa lo justo para que la ropa y sandalias de secado rápido que visto y calzo se beneficien sobre la marcha de la coyuntura de avaro sol avivando los colores del paisaje montañés. Al otro lado de la alambrada refulgen los verdes del pastizal y los frutos de naranjos silvestres trepando colina Pikaia; es el instante del cuadro prístino de cobriza piscina que acoge a la pareja de tortugas gigantes, ahí retozan dándose baños de agua lluvia y batiendo barro de tierra arcillosa. Hubo que cruzar el lindero alambrado para retratar al espécimen que estirando su cuello al máximo digo que dijo: “Bueno… bueno, haz el clic y luego te puedes retirar tan callado como llegaste”.

El graznido de decenas de patillos de Galápagos llena la pinturita de cocha festonada con lechuguines y algas pardas, acá se reúnen festivos en temporada de apareamiento. Fue un aperitivo alado para el encuentro de la Pampa del galápago durmiente, el que duerme beatífico en los aromas de guayabo en flor, el no se estremece con sueños de perro guardián de parcelas humanas, sino que anima sueños en inconmensurable territorio de su magia ancestral: danza en el fondo verde del Agujero Colapso de Cerro Mesa.

De repente, me hallo atravesando alterno y camuflado atajo apartándose del circuito de tres kilómetros que da la vuelta completa a Cerro Mesa. Sigo el atajito en la vegetación que borró la huella humana, aunque no el  alambrado que al costado intermitentemente dejaba al descubierto cuernos y morros de ganado vacuno devorando invasivo pasto elefante. No fue vano perderse en él, descubrí  su tesoro. Vi la forma posterior del quelonio gigante que copaba el paso, parecía estar en reposo o tal vez haciendo un alto comestible rumbo a la Pampa del galápago durmiente, donde acabó desembocando el túnel de guayabos barbudos. Si continuaba caminando y rebasaba rozando el voluminoso caparazón del galápago, sin respetar la debida distancia de seguridad, solo hubiese conseguido que  esconda su cabeza y largo cuello retráctil de reptil, y emitiendo el rugido gutural de fastidio y alerta característico de la especie. Evité arruinar el contacto visual internándome en la selvita, a la derecha, para ganar unos metros y retomar la senda por delante del individuo. Qué fina estampa obsequió el atajo cuando estaba por creer que venía vacío de quelonios; qué visión frontal entera y sobre todo la mirada de sorpresa del espécimen alfa, cómo no decir que dijo: “Me pillaste, no te sentí llegar, vaya… vaya con el bípedo implume, ¿de dónde demonios saliste?”.

Mojarse al regreso de la visita al hábitat de las Tortugas Gigantes del Este, allá en los microclimas de montaña de Isla Santa Cruz, no fue triste ni una historia que sea digna de entrar en los anales del sujeto de la experiencia vapuleado por los elementos climáticos de la intemperie. Sí me he calado hasta los huesos en lo altos y gélidos Andes del Ecuador, y, ese recuerdo del frío de superpáramo para arriba, es el que ipsofacto hace efecto relajante  cuando uno es presa de tibios aguaceros tropicales. Más bien la lluvia fue la pincelada que se añadió a la acuarela de tortugas gigantes en la niebla. Gané dos mañanas haciendo naturalismo de cuerpo y alma, en hacer cosecha existencial, en hacer deporte filosófico. No fue sacrificado descender, sorteando o pisando charquitos, al manso y moderadamente feliz caserío El Cascajo. Bajé a tiempo por la franja marrón rojiza que es la carretera lastrada cruzando las fincas, sabiendo que vendrá el colectivo parroquial casi vacío y con mucha suerte corriendo a todo trapo el repertorio del malo del Bronx. Sí, lo más probable es que no suceda así y que venga el gusto ajeno o bulla ajena a los oídos, el estoico sabrá capear la imposición de la “música” de moda, moverá la aguja del dial y sintonizará en la mente con los aullidos guturales, guitarras, bajos, baterías, violines, cuernos  y demás componentes de ritmos metaleros aristocráticos, endiablados, de Noruega. De hecho, venga lo que viniere en modo contaminación acústica de carretera de segundo orden o vía principal, arribar a Puerto Ayora es haber viajado en el tiempo y el espacio, tan cerca y tan lejos de las tortugas en la niebla; cerca porque media dieciséis kilómetros de su lugar, lejos porque es un mundo de silencio tortuguil aparte. Unos cuantos pasos en el malecón de la pequeña urbe, harán efecto en la ropa de secado rápido y listo, calentito en la media tarde rumbo a la tardecita con la mochila del caminante más liviana portando el contacto cercano con las tortugas Chelonoidis donfaustoi.

 


 

Drácula

He cruzado océanos de tiempo para encontrarte

Bram Stoker, escritor irlandés, autor de Drácula —obra maestra del terror romántico, y gótico, a la que Oscar Wilde calificó como la mejor novela de habla inglesa del siglo XIX—, murió sifilítico a principios del siglo XX en un miserable cubil Londinense. Acorde con el testimonio que dejó la viuda de Bram, tumbado en su lecho de muerte, señalaba insistente a una esquina bajo la penumbra del cuarto de alquiler, musitando con fervor, “¡vampiro… vampiro!”.

Es inquietante imaginar que la figura del mentado conde Drácula estuvo en la cámara mortuoria de su creador, así sea producto del delirio estertoroso de Bram. Fascino con la escena del Rey Vampiro presente en el lecho de muerte de Bram, iluminando de alegría el rostro del moribundo y trayéndole paz en medio de la miseria.

No vengo a despedirme de ti, ¡oh Bram!, esto no es un adiós sino un hasta pronto porque tú a través de mí serás indeleble maestro de la creación artística. Tu obra señera no sucumbirá ante el tiempo astronómico, no será cautiva de tus contemporáneos que sí serán barridos de la faz del mundo por el olvido; he ahí tu condición de clásico, pasar de largo por la intrascendente actualidad. Tú y yo viajando en la memoria mágica del Homo sapiens adolescente. Allá, en nuestra errante galaxia, ajenos a la tierra de sujetos podridos por la madurez zombi, nos preservaremos de los intentos chapuceros, cándidos, de emular a tu criatura, no habrá otro romántico Nosferatu como el conde Drácula.

Generaciones de lectores crecieron y aún medran a la sombra del conde Drácula, de B. Stoker, allende la imagen de asesino en serie que le infirió la industria cinematográfica con sus irrelevantes dráculas —salvo tres honrosas excepciones artísticas que son fieles al legado del irlandés: Nosferatu (1922), de Murnau; Nosferatu, Vampiro de la Noche (1979), de Herzog; Drácula, de Bram Stoker (1992), de Coppola—. Tanta bazofia subdrácula se ha producido que el propósito parece haber sido apocar al auténtico aristócrata que resplandece incólume tras el Paso del Borgo, sin embargo no ha sido esa la meta sino el hacer dinerillo con el entretenimiento vulgar que reivindica la masa zombi. La majestad del Rey Vampiro no ha sufrido ápice por los rodajes que han alcanzado la excelencia en la técnica para exacerbar lo sangriento mórbido, ofreciendo retahíla de descuartizadores y pica-cuerpos infatigables, máquinas de torturar y con licencia ilimitada para poner quietos del pánico a sus avezados seguidores, los que anhelan sufrir miedo percibiendo mejor la sangre que brota generosa de los cadáveres de película, aquellos que desean de una vez se invente la sala de cine que proporcione los olores putrefactos del tormento de la carne ajena, para de esto aullar con respeto: ¡Qué real que fue eso… qué real! El ser humano siglo XXI disfruta del zombi cinematográfico cual alter ego de su propia realidad cotidiana, la de ser zombi disfrazado con la normalidad del esclavo moderno: insaciable zombi consumista-desarrollista.

La gula de mis congéneres por comprar carnicerías en los rectángulos de la alienación, tiene la gracia de despertarme el apetito por lo original vampírico, y, en consecuencia, buscamos con ganas el rencuentro, sobre el lugar mismo donde trabamos amistad con el portentoso conde. ¿Cuántos lustros sin visitar el ayer espantoso edificio colgante —de paredes a pique precipitándose en Arges, el Río de la Princesa—, hoy la sagrada morada del Nosferatu inimitable? Qué importancia tiene aquello si entretanto uno ha sabido desarrollarse para comprender mejor el arte de vivir, y entender que Drácula está más allá del bien y del mal, como todo ácrata enamorado de las posibilidades lejanas que juntas forman lo imposible inmediato. Sentir un profundo asco y temor por el conde Drácula era tarea del lector novato, el apreciarlo como a un amigo del alma es un hecho del vividor que vino después.

Volvimos a viajar al reino perdido del Rey Vampiro con la misma tensión adolescente, para que desde el inicio se note la diferencia de la lectura que hizo el imberbe aprendiz con la lectura del barbado vividor. Mantenerse adolescente es tener lubricada la vocación por aprehender, y esta vez hicimos la travesía ya en calidad de huésped de la regia hospitalidad del conde que es amo anfitrión y servidor a la vez, quien nos abrió su portal recitando: Eres bienvenido a entrar por tu voluntad a mi morada, ven en paz a disfrutar de ella dejando tus preocupaciones afuera, y dispuesto a darnos algo digno de tu ser... El retorno a la novela de Bram tuvo la ventaja de hacerlo como si fuese el coautor de la misma puesto que, una vez que el irlandés la escribió y la donó al mundo, ésta dejó de ser toda suya para que sus lectores pasen a reinventarla a su albedrío.

Las novedades que se hallan en la agreste Transilvania, después de larga ausencia, son magníficas. Ya no era el paisaje indómito que circunda a la morada del conde un abreboca para el terror del muchacho citadino que apareció por primera ocasión allí; tampoco la suerte vertical de las paredes del castillo nos dio náusea, ni venía a ser una cárcel inexpugnable montada sobre el filo de lo teratológico. Encontramos aire renovado de montaña, y la noche nos invitaba a vivaquear bajo el titilar de astros refulgiendo sobre el dosel de un bosque templado proyectándose inconmensurable al amparo de creciente luna, todo ello matizado con el canto alegre de lobos rodeando a la hermosura de las hijas de la oscuridad. El trueno de los rápidos que nos ahuyentaba cual rugido lúgubre, devino en melodía de agua dulce corriente que arrulla. Las imágenes siniestras que aupaba la naturaleza virgen de los Cárpatos, se transformaron en oleos de ecosistemas primordiales para admirarlos a placer desde el balcón del anfitrión, siendo en sí mismo una maravilla arquitectónica asimilada a la abrupta cordillera. ¿Cómo no embriagarse con la soberbia vista de esa construcción aérea, a pique, que viene a ser una prolongación del peñón de granito que la sustenta? Tal grado de exposición lo tentaría aun al mago del alpinismo, Reinhold Messner, haber si arriesga una escalada por libre desde la base del cañón que aloja río fogoso de aguas turquesas producto del deshielo de los glaciares de las cumbres. Lo que sí querría por firme Reinhold, es que la instalación de Drácula, y el alucinante escenario que lo circunda, fuesen suyos para instalar ahí la sede principal de los museos de montaña que levantó en Tirol del Sur.

MEMORIA

El conde no ha salido de su hogar algunos siglos, desde que dejó de hacerles la guerra santa a los turcos para ser vampiro aristócrata beneficiándose del ocio salvaje, allá en el entorno paradisíaco del Castillo de Bran. Recidivante pena de amor lo ancló al tiempo-espacio de la mágica Transilvania. De repente, se le presenta la oportunidad de experimentar la modernidad en el Londres del siglo XIX, donde reside la sin par belleza de Mina, quien reencarna a su pasado amor posible pero ésta no tiene memoria de aquello por lo que se constituye en una pieza clave para la cacería y destrucción del “monstruo”, encabezada por el doctor Van Helsing.

Drácula, se llena de goce espiritual merced a su imprescriptible amor. Ha bebido de la sangre moderna de su reina ancestral, se vio forzado a cruzar océanos de tiempo hasta encontrarla transmutada en Mina Murray.  Ella, sin memoria de su pasado aristocrático, ha cometido vil traición al ponerse de lado de la jauría humana que lo acorraló sin remedio en el viejo Londres. Drácula cortó con la uña del índice, cual bisturí, en su pecho para que Mina succione la sangre milenaria que la devolverá a la singular belleza de los viñedos, bosques y jardines del Castillo de Bran.

La implacable persecución del “monstruo” que bajo el sol pierde su poder nocturnal convirtiéndose en común ciudadano, hace que éste vaya perdiendo a sus féretros rellenos de tierra bendita por los pontífices de la fe cristiana, tierra que durante centurias ha preservado por ser el único lecho al que puede acudir para reposar imperturbable. El médico holandés, Van Helsing, devino en experto exterminador de vampiros deduciendo que una sobredosis de santidad sobre la tierra sagrada le haría perder su valor para el imprescindible sueño del vampiro, de ello que una hostia bendita dentro de cada cofre fue suficiente para echar a perder su paz diurna. Drácula, apenas logró conservar una de las tantas cajas que trajo consigo desde Transilvania por lo que se ve obligado a emprender heroica retirada al Castillo de Bran. Ante la desigual batalla que venía librando con Van Helsing y su tropa de valientes, no tenía más opción que la de huir, pues el experimento de Londres se convirtió en una lucha de un solo caballero feudal contra la mismísima organización del mundo positivista.

Escapó de Londres en estampía, con lo puesto y cargando el sarcófago remanente sobre los hombros, rumbó a los Cárpatos vía marítima surcando las aguas del océano Atlántico, luego todo el mar Mediterráneo y, tras cruzar el estrecho del Bósforo, seguir por el mar Negro. El barco de la huida del conde se abría paso como alma que empuja el demonio, siendo que el dueño y capitán del mismo –políglota a la hora de maldecir y proferir, de proa a popa, dicterios en diferentes idiomas-, ante el insistente reclamo de la tripulación para que eche al agua el siniestro ataúd que los atemorizaba y al cual imputaban los extraños sucesos que acaecían durante la travesía, se excusaba diciendo que él no era nadie para contradecir los designios del señor Diablo. Lo cierto es que la nave, durante los días y noches que cumplió su cometido de trasladar al decrépito cliente que la alquiló, de corrido estuvo invisible para otras embarcaciones, iba envuelta en una nube plomiza y próxima a la tempestad, como volando sin tropiezo sobre las aguas, subida en aires traídos del averno que no cejaron de animarla hacia delante.

Todo el poder de Drácula resultó impotente para enfrentarse a la tenacidad del doctor Van Helsing, quien, anticipándose al arribo de éste al Paso del Borgo, incursionó con la salida del sol en la torre donde reposaban las compañeras del conde. Una vez dentro del dormitorio de las vampiresas —tres beldades de la noche— procedió a eliminarlas con el ritual de rigor: estaca bendita partiendo el corazón, posterior degollamiento y embutir de ajos sus fauces. Y es aquí donde sufre el exterminador para realizar su cometido, duda ante la belleza terrible de las vampiresas; se enamoró de la principal de ellas, una rubia que lo embelesó con su potente feminidad primordial. Sueña, no sé sabe qué tiempo, con la dama de hipnóticos ojos de azul eléctrico; sueña con el peligro de quedarse ahí petrificado hasta que caigan las sombras, y una vez que despierte la agradecida vampiresa se dejaría amar por ella a morir. ¡Qué desperdicio!, habrá rumiado el implacable Van Helsing mientras, con lágrimas brotando a raudales de los ojos, daba fin a su abominable trabajo.

Drácula, segundos antes que la oscuridad le devuelva sus poderes sublunares, fue ajusticiado al pie del Castillo de Bran. Y, cual D. Quijote vencido retornando a su lugar, empezó la cabalgata de vencedor por la posteridad, a través de los lectores que contemplan en la novela de Bram Stoker. En la infelicidad metafísica reside el romanticismo del vampiro adolescente, el que nunca se cansa de conocer porque jamás madura para ser una fruta podrida, el que es amando a la naturaleza silvestre tanto como a la feminidad que esta encierra en su forma de Mina Murray.

Floreana a la distancia

Hospedarse en Puerto Ayora es pretexto para hacer sendas caminatas a Bahía Tortuga, aprovechando la mañana temprana. Si uno cae a Playa Brava con marea baja, luce majestuosa; su anchura la hace más grande y gana en extensión visual de cabo a rabo entre las prominentes plataformas grises rocosas que son sus límites naturales. Otra cantar es la menuda Playa Mansa, remanso escondido tras la arremetida oceánica contra la orilla azabache de lava petrificada alternando con joviales barreras de mangle. Playa Mansa, en  apogeo de bajamar se muestra cual charca salina inapetente, acotada por nervudos manglares clavando sus raíces aéreas en el fango y cúmulos de piedra volcánica que cuando sube la marea forman trampolines a la piscina con aires de concha acústica, pues, cincuenta personas reunidas ahí podrían provocar ruido espantable. Cuando acá llegan turistas novatos y se topan con la cara indeseable de Playa Mansa, no salen de su asombro por no encontrarse con el paisaje acuático paradisíaco que sus mentes copiaron de imágenes colgadas en el ciberespacio… ¿usted sabe dónde está Playa Mansa? Sí, vuelva acá cuando suba la marea y verá lo que quiere ver. 

Las iguanas marinas playeras se hacen notar sobre la marcha ya reunidas en cremoso lecho de arena fina cálida y abundante; si es temporada de anidación se las presiente vigilantes a las madres iguanas, patrullando cerca de los agujeros que han excavado y tapado en la arena gruesa tras el bosque de opuntias gigantes (cactus endémico de Galápagos), apartándose de los senderos turísticos. En época de apareamiento vienen agrupadas en campos rocosos de orilla matizados con verdes de mangles de avanzada aferrándose al suelo gris pétreo para detener la ambición del mar de tragarse su hábitat. Iguanas dirigiéndose airosas a surcar las olas en pos de las algas que medran en las corrientes templadas y que proveen la dieta submarina que nutre y que después de ingerirlas suscitan largas horas de baños de sol para subir la temperatura interior y una vez regulada digerir a tope los nutrientes que hacen que luzcan espléndidas, allá estirándose cual bañistas de largo aliento tostando sus pieles en la canícula ecuatorial. Los dragones marinos de las galápagos sufren temporadas de hambruna en masa y hasta son víctimas de muerte por inanición, esto último cuando el fenómeno de la corriente cálida del Niño se prolonga en demasía y se torna criminal, al entibiarse las aguas submarinas desaparece el sustento biológico de las iguanas y no hay vegetal terrestre que reemplace a las algas propias de su dieta.

 

Para la ocasión en Bahía Tortuga, además de avifauna de orilla en la playa ancha y océano azul de brisa  electrizante, se sumó la silueta de Floreana a la distancia, a sesenta y pico de kilómetros de mis ojos encandilados por el hechizo de la isla camuflada, al asecho, entre el cielo y el mar; no tener un cuadro nítido de la isla, la hacía más llamativa aún. Sí tuve clara visión de la cordillera de isla Santa Cruz: el recién ascendido cerro Crocker y el esquivo cerro Puntudo posaban despejados como buenos vecinos compartiendo la misma línea montañosa.  Apenas arribé a Playa Brava dejando atrás el sendero de adoquín que atraviesa el bosque seco, y me capturó la silueta de isla Floreana flotando en el piélago, yacía cuan larga y abarcable es su cara norte desde Punta Cormorant, pasando por el Mirador de la Baronesa y Bahía Post Office… y las figuras de los cerros Pajas, Allieri y Asilo de la Paz desfilando por la mente. Las reverencias y saludos a la isla encantada que guarda misterios sin resolver surgieron espontáneos, contemplarla en silencio y soledad radical fue un goce completo. ¿Quién presta alguna atención a brumosa silueta isleña cuando acude a solazarse en las exquisiteces de Bahía Tortuga? A la persona que le es indiferente por desconocido el mundo que bulle tras un perfil isleño difuso en lontananza, no ve nada más que una sombra sin tiempo y espacio para la creación de sensaciones y recuerdos, una forma o dibujo vago que se desvanece sin emociones ni sensaciones de por medio conforme avanza la mañana de playa rumbo a la canícula tropical. Y hubiese sido pasto de olvido para el único espécimen que con veneración la escrutaba en el horizonte si en su memoria hubiese reinado la última visita a Floreana, cuando disminuido en sus ambiciones de realizar memorables jornadas de descubrimiento a cuenta del talón inflamado, se resignó a hacer triste regreso a Puerto Ayora, pero esa corta estadía en apariencia inconclusa e irresoluta al cabo devino en combustible para detonar la certeza de haber realizado a tiempo senderismo propio en parajes prístinos de la isla, lo que ha venido y venga después es aventura extra y no desventura. Cada vez que tenga la oportunidad de enfocar a discreción andando a nivel del mar o raudamente retrepado en un asiento de autobús, o si la coyuntura da para mirarla desde una avioneta haciendo la ruta San Cristóbal – Isabela o viceversa, bajo distintos grados de visibilidad y profundidad atmosférica, se resolverá la cosa teniendo relámpagos de aproximación a lo ajeno íntimo de Floreana Salvaje.

Cerro Crocker

 

Siguiendo cierta intuición mañanera validada después de horas como un logro en el tiempo del sujeto del descubrimiento galapagueño, me bajé del autobús en el kilómetro once de la autovía al Canal de Itabaca, entre Bellavista y Santa Rosa, como referencia visual hallé en el letrero apostado al otro lado de la carretera que estaba a la altura de Rancho Fortiz. Ya sé por mis píes que desde ese punto al caserío de Santa Rosa promedian tantos kilómetros y al pueblito de Bellavista otros tantos kilómetros. Estaba de regreso a Bellavista por la ciclovía de cara al este de la isla, para el recuerdo y foto del trayecto queda el avistamiento de una tortuga gigante juvenil que, en la entrada rustica que conducía a inconclusa construcción de una casa tomada por la maleza, se hallaba forrajeando indiferente al tráfico vehicular de la autovía que constituye una barrera a la libre circulación de los quelonios dividiendo en dos partes la isla (este y oeste). Aunque el peligro de muerte que conlleva cruzar el asfalto es un detente instintivo para los galápagos, de vez en cuando se dan atropellos que generan fuertes multas y restricciones al conductor que es identificado como infractor.             

La sorpresa en Bellavista vino con el suculento desayuno dominical: dos tazas de café de cosecha local, tostado y molido en las fincas de tierras altas de la isla; empanada de viento con queso; tortilla de huevos de gallinas camperas y guarnición de arroz macareño… Me decía he ahí la intuición que me hizo descender del autobús al humeante asfalto a la altura de Rancho Fortiz, dado que la fiesta gastronómica es una costumbre  dominguera en Bellavista. Pero, la cosa recién empezaba, la degustación de delicias locales fue abreboca de la mañana, lo que arribó sobre la marcha vino a ser el verdadero condumio del día, surgió  inesperado senderismo al cerro Crocker, ascendiendo a su cumbre (860 msnm), siendo la mayor elevación de isla Santa Cruz y por ende el balcón ideal para cubrir con la vista la isla.

Subí por la vía lastrada que atraviesa las fincas agrícolas pensando o mejor dicho engañando al cuerpo con la idea de que alguna camioneta podía surgir para el aventón, mientras ganaba terreno distraído con los nombres de las propiedades y sus portales entre cercos biológicos atenuando la fealdad de alambrados. La solitaria carretera rural trinaba junto a los jilgueros y se fundía con los aromas de flores y semillas al viento. Al final la trocha del Parque Nacional y el ingreso al bosque de Miconia donde anida el Petrel patapegada (Pterodroma phaeopygia), del cual no tuve visión alguna pero sí lo presentí a través del recuerdo de su indeleble alarido existencial, capturado bajo el titilar de cúmulos nítidos de estrellas contrastando con la oscuridad impenetrable de la montaña tropical, aconteció apenas caído el sol en la cima del cerro Allieri (isla Floreana) y fui solitario testigo del despertar del ave oceánica que encantó la noche. Entonces bandadas de aves noctámbulas brotaron de escondidos refugios a flor de tierra selvática, el lamento existencial fue creciendo haciendo añicos el silencio nocturno iniciando una suerte de ritual mágico ensordecedor antes de volar al piélago en pos de la pesca marina que sustente a su especie al borde de la extinción. 

No subieron carros para atender el posible aventón que disparó la escapada de Bellavista buscando los balcones propios de la isla, aprovechando la falta de lluvias en las montañas del lugar. Vino a ser un alivio que haya sido así, pues el acercamiento a la entrada autorizada del Parque Nacional resultó más fácil y corto de lo que había imaginado. Pensé que por ser domingo podía haber un flujo de visitantes a la zona del Puntudo y el Crocker, yo y mi sombra avanzábamos ligeros por el nutrido bosque de Miconia tapizando colinas rechonchas que guardan el sueño diurno de aves de costumbres pelágicas que en temporada de anidación y eclosión regresan a la montaña donde nacieron. Fascinante transición de los estratos medios a los estratos cimeros de la serranía isleña, incluyendo la bifurcación de senderos y la cuestión de rigor: ¿el Puntudo o el Crocker?; lanzamiento de moneda de por medio, creí haber escogido la ruta al Puntudo tomando a la derecha, malentendí el aviso en la Y frondosa, acabé embebido por los jardines liliputienses previos a la arista cumbrera del Crocker. Arribar al tope fue abundancia de brisa galapagueña y qué magníficos paisajes del lado sur, sureste y suroeste de la isla como isla Santa Fe, Puerto Ayora y Bahía Tortuga, y, al voltear la vista al lado norte, noreste y noroeste de la isla el panorama —aunque nebuloso por el calor del mediodía ecuatorial que despide el bosque seco de color pastel desembocando en el Océano Pacífico— vino majestuoso, destacando el Canal de Itabaca e isla Baltra con el reflejo del Aeropuerto Seymour; también asomó el desmochado cerro Mesa y el área de El Fatal, playa El Garrapatero, islotes Plaza, etcétera. De las otras islas pobladas que he pisado Isabela, Floreana y San Cristóbal no hubo visión de sus siluetas, y con ello me quedé sin hacerles reverencias al estilo de Lovochancho saludando a las montañas andinas de su círculo íntimo. 

 

Salida triste de Floreana

Tras corto alojamiento de cinco días en isla Floreana el retorno a isla Santa Cruz fue triste, debido a que no quise admitir que el dolor del talón y pie derecho iba a peor en detrimento de futuros descubrimientos en lo salvaje asequible al caminante por libre que soy. Almorzando sabroso donde Oasis de la Baronesa, aprovechando que había un grupo de turistas del día o sea de aquellos que por añadir en sus bitácoras un recurso turístico de oportunidad cometen el error de ojear al apuro una isla encantada que no se da bien por horas. Groso modo, haciendo cuentas, cuatro horas se pasan en la lancha de ida y vuelta a Santa Cruz y cuatro horas “conociendo” Floreana, haciendo turismo sonámbulo, con el añadido que para las personas que se marean cursando el piélago galapagueño esto acaba en tormento memorable en vez de una aventura memorable.  Me colé en el establecimiento de comidas de doña Emperatriz porque la coyuntura fue favorable sobre la marcha, mis futuros compañeros de traslado interislas en lancha rápida estaban disponiéndose a almorzar ahí, dado que  si no hay un mínimo de clientes que han reservado con antelación el menú turístico acá cualquier restaurante no abre sus puertas al transeúnte, entendible porque no es negocio atender a una o dos personas que salten de la calle vacía. Y el guía bromista, entre chistoso y sarcástico embebido en lo suyo de ayer y mañana, desenvuelto en el oficio de soltar datos automáticamente, se batía con los turistas siendo su voz alta ineludible desde mi rincón estratégico —con vista a los viajeros desganados por el tardío desayuno que supongo ingirieron pasadas las diez horas, y mejor vista a los pinzones del pasamano esperando los granos de arroz que apenas sobran del epulón, y mejor vista aún al retiro propio a la calle principal por el cerco de gardenias de flor blanca evitando así pasar por la mesa grande del grupo—, y uno se entera de cosas interesantes que no sabía y otras que son insípidas e irrelevantes de tanto oírlas de cajón. El desembarco en Puerto Ayora habría sido feliz si no cargaba conmigo el dolor de pie, librarse del ruidoso y monótono viaje en lancha a través del océano profundo es una pequeña felicidad por sí misma para un lobo de páramo, esa sensación de re-incorporarse a la bipedalización es deliciosa…  Pero tal transición dichosa del mar a tierra firme no me esperaba porque eché por la borda la última oportunidad que tuve de ir al pequeño centro hospitalario que atendía sin apuros ni congestión de pacientes al frente de mi mesa en Oasis de la Baronesa , apenas tenía que cruzar la calle para que me inyecten antiinflamatorios tipo keterolaco que actúan cuando las pastillas de ibuprofeno ya no surten efecto desinflamatorio ni analgésico, este elemental movimiento habría desembocado en airoso arribo a Puerto Ayora, y con ello habría ganado el día que tomé en la menuda urbe para cuidar del caminador.

Con boleto de salida a las tres de la tarde en la lancha rápida Queen Astrid, decidí invertir la mañana radiante paseando aunque el sendero se convierta en algo tortuoso y camine afligido por la incapacidad de coger ritmo de senderista de bosque seco a bosque nublado tropical. Buscaba ir mucho más arriba de la colina Cerdita Comunista, apenas logré atisbar en la pendiente del conglomerado de rocas dentadas que llega al filo del agujero colapso escondido tras las estribaciones menores del cerro Pajas. No daba para más que efímero acercamiento. En pasada visita a Floreana realicé la travesía completa al revés, es decir de arriba hacia abajo, siguiendo la trocha de la manguera que desciende desde cerro Asilo de la Paz con un hilo de agua dulce para los aproximadamente 180 habitantes de Puerto Velasco Ibarra, precioso líquido de manantial brota de las entrañas de la montaña donde se encuentra actualmente el corral de pequeñas tortugas gigantes de laboratorio (5 a 7 años de edad) importadas de Puerto Ayora. El propósito del experimento que ha tomado más de dos décadas, es repoblar a largo plazo en isla Floreana a su extinta especie endémica, Chelonoidis nigra.  El agua dulce es melodía líquida cuando cae y continúa por las cajas de revisión descansando en la senda de tierra rojiza que concluye en las instalaciones de tratamiento y distribución con horarios a los reservorios de plástico de los consumidores finales del pueblito calmoso.  Al cabo de los días no queda resentimiento alguno por haber hecho una visita floja a isla Santa María, llegué sin un mínimo de preparación física previa en la altitud de valle interandino que habito sitiado por ingentes conglomerados humanos diseñados para excluir al peatón del goce de moverse al aire libre, uno está obligado a transitar entre el aire contaminado y la agresión acústica del parque automotriz, el olfato y la vista sufren la suciedad congénita de veredas estrechas e irregulares que repelen al ciudadano de a pie. Es de agradecer a las instantáneas que dicen que algo mismo recorrí en Floreana, y esclarecen los recuerdos. Había confiado y cargado demasiada expectativa en la memoria del cuerpo a cuenta de pretéritas travesías bajo el rigor extenuante del bosque seco y de la costa rocosa; si no tuviese detrás jornadas gloriosas en la cruda intemperie del tiempo mágico de Floreana, entonces habría regresado vacío a Puerto Ayora, no fue así porque vino a ser aclimatamiento en el dolor y la incertidumbre padecida por la inflamación del tobillo, y para cobrar con creces a la pronta recuperación, esto empezando con una nueva caminata a Laguna Verde en isla Santa Cruz. Andar alerta entre tortugas gigantes no genera rituales como los de la cotidianidad del sujeto de rendimiento citadino, florece el ser intempestivo, así a Laguna Verde la encontré en temporada veraniega y a falta de agua lluvia formando bancos de tierra arcillosa y charcos lodosos, en todo caso son playitas visitadas por familias de quelonios bañistas.


 

La soledad del murciélago

Para llevar a cabo la mutación definitiva, cumpliendo con lo que debía ser una salida de escena acorde con el respetable filósofo fundador del MUA (Movimiento Utopista Anarquista), se crea un ente jurídico sin pasado ni futuro, Pastor Camacho, que lo representa como albacea, el cual se encarga del papeleo de la repartición a diestra y siniestra de los bienes y cuantiosa fortuna fiduciaria del marqués. Este individuo misterioso y de cortísima existencia -quedó como visto y no visto para la posteridad, así debía de ser dentro de lo planificado por el marqués-, se esfumó por siempre jamás, tan pronto anunció la repentina partida de este mundo de su amigo y cliente imaginario. Por lo demás, Pastor Camacho, ejecutó la dispersión de las cenizas del marqués “en secreto y donde nadie las pueda ubicar”, cosa que vía telefónica y en privado comunicó al director de radio Marañón -en un tono que daba la impresión de ser un ser de ultratumba-, que la voluntad póstuma del difunto había sido consumada. 

La noticia del deceso del marqués es lanzada a los cuatro vientos desde el Domo del Panecillo, una suerte de homenaje improvisado al difunto se desarrolla en los cuartos de radio-libre Marañón, cosa que agradece la audiencia noctívaga porque es lo que busca en la “programación anarquista” que se brinda a los lechuceros, y que pasada la media noche se extiende hasta los albores de la mañana naciente en las faldas del Rucu Pichincha. 

Así como el montaje de la desaparición del marqués se efectuó con la precisión, silencio y suavidad de un reloj suizo, la transmigración al murciélago se activó con similar talante en el palacio de Guápulo. El patrimonio cultural y arquitectónico, que el marqués heredó a inmejorables manos, lucía cual colosal monumento surrealista, aupado por la luz de luna bañando de sobria soledad sus instalaciones y contornos. Apenas el murciélago escucha las primeras notas, del molto vivace del segundo movimiento de la Novena de Beethoven, que le llegaron a través de las ondas largas de radio Marañón, siente que el instante de partir arribó, pues, instintivamente su máquina animal se echó a volar, elevándose con la corriente aérea que lo coloca en la ruta directa de su cometido nocturnal. Vive único e irrepetible viaje de la meseta andina a la pluviselva de la cuenca baja del río Napo, tiene ante sí un reto: posarse en el higuerón sagrado de noventa y pico de pilares del segundo anillo de Pelancocha. 

[Olegario Castro]


 

La soledad del murciélago


Las ruinas de Galadriel

Kantoborgy, está a punto de ser una suerte de hombre de las nieves con tracción y agarre terrenal de un geko glacial. Por añadidura, los sentidos mundanos se van a potenciar con largueza; aguzando su vista, oído y olfato, en ese orden. Estrena la doble y única piel, se desnuda para calzarse el prototipo de traje térmico total -cual lo cubre de pies a cabeza y por las instrucciones que recibió no tendrá necesidad de colocarse botas invernales ni crampones-, que le envío el patrocinador en exclusividad de su estilo de vida, mecenas anónimo que fue nombrado como Ente Racional…

Añadiría a la leyenda de que cuando el hombre y la montaña se encuentran pueden suscitarse realidades extraordinarias, que de hecho acá se ha generado una ucronía del escalador y sus rituales de montaña. Kantoborgy, sube a las ruinas del palacio de Galadriel, para entregarse a la quijotesca velación de sus obsoletas herramientas de andinismo, era un mandato personal ineludible antes de viajar a las paredes de la locura, y hacer en solitario –libre de equipo de escalar y macuto– la nocturnal de la cara sur del Annapurna, Diosa Madre de la Abundancia.

Las ruinas de Galadriel, solo están para Kantoborgy, ubicadas en un punto de la cara sur oriental del Cíclope, el volcán Cotopaxi. Y es un espacio-tiempo para su comunión con parajes de piso musgoso, de verdes pardos y flora diminuta entreverándose con escoria eruptiva, de grises pétreos colindando con las nieves pasajeras y glaciares moribundos, frisando los cinco mil metros de altitud. Acá desaparece el valle y el sol mezquino de la medía tarde acariciando pajonales haciendo tenues olas cual mar verdín. Kantoborgy y su monólogo son envueltos por una cálida -por íntima- nube traslúcida, y medran con el espíritu del Cíclope, la manada de lobos que guardan las ruinas y el dragón escurridizo, Krizofilax Equinoccial.

[Olegario Castro]

 

Portada Las ruinas de Galadriel

De montañas, hombres y canes

Es el viaje a las montañas de Gea, de hombres y canes, repartido en once episodios con sus respectivos nombres o subtítulos. Viajar a las montañas de la soledad salvaje acompañada por  el vaivén de humores meteorológicos o elementos naturales, que desfila por todas las gamas del calor y del frío -desde el sol calcinante veraniego a temperaturas glaciales-, es sumergirse en los lugares remotos de sí mismo. Andar por los pajonales y jardines de superpáramo, trepar a los distintos niveles de conglomerados estrato-volcánicos de los picos de los altos Andes ecuatorianos, es meterse en los ámbitos del círculo mágico de Lovochancho, de Kantoborgy y sus canes que tienen de invitado a un personaje que no es andinista, que no es senderista de media montaña, y que no pretende serlo a fuerza de voluntad ni mucho menos. A Lester González, el reino del vértigo le es ajeno y su gana de experimentar lo agreste andino no le alcanza para plantearse metas mínimas de básico ascensionismo; no obstante, aprovecha de su suerte de invitado para hacer lo que le plazca en la montaña, se beneficia de que a partir del punto donde se parquea el todo-terreno de acceso a los portales de la altitud filosófica, no hay reglas ni metas compartidas por los tres amigos, cada quien se toma la mañana para extenderse en ella como a bien le parezca y a distancia suficiente entre ellos, que los haga invisibles ante el otro y si es del caso olvidarse que alguien más camina erecto por su zona de ensueño.

Los canes sacan a relucir y airear sus genes atávicos de lobos esteparios, y a ratos también se dispersan entre sí sin extraviarse entregándose a las delicias que capturan sus olfatos privilegiados,  a donde fueren sus oídos están  atentos al llamado de reunión grupal que es el silbido agudo del superalfa bípedo y con piel de humano. Por allí Pincho, tiene su página de gloria pastoreando a soberbio toro de lidia que lo embistió en las verdes colinas vigiladas por la cóndor Albertina; por allá Panda, juega entre dunas herbosas a las escondidas con el travieso dragón que no puede volar.

Lovochancho, montañero de media montaña a tres cuartos de montaña, como el mismo gusta definirse, hace sus primeros campamentos y ascensiones en solitario, sube a cumbres accesibles a su ambición de conquistador de lo inútil; son cimas que en el lenguaje de avezados y famosos andinistas sirven para las “salidas de engorde”, pero que  en él -que es lo que vale-vinieron a ser la versión de su propia “Vertiente Rupal”. Trepa a la cresta inhóspita y desolada que alberga las agujas del pico Sincholagua  y, por un instante, siente que podría ser el trampolín ideal para abandonar con ventaja los valles de la corrupción incesante de la materia, y planear cual cóndor en las corrientes de la Mente del Universo. Asciende, desde la estación ferroviaria de Aloasí Alto, a la cumbre del monte Corazón, portando pesada mochila que lo hace verse a sí mismo como un pesado galápago, haciendo kilométrica peregrinación mística del calorcito de valle interandino a las fauces y abismos grises de la cumbre gorda lanceolada, allá desencadenará a sus demonios y miedos interiores para regresar expurgado al hogar al pie del manso y luminoso cerro Ilaló. 

Kantoborgy, se prepara de mente y cuerpo para acudir a Las ruinas de Galadriel, y ahí encomendarse a su Señora antes de partir al encuentro con la Diosa Madre de la Abundancia,  en pos de lo que vendría a ser lo que es hoy, una leyenda, pues, desapareció en los montes Himalaya; sí, a mí también me encanta creer que ascendió de dimensión, al fin se transformó en un leopardo de la nieves.

Lester González, el invitado, no sube hasta donde puede sino que aprendió a bajar sirviéndose de las ganas de hacerlo por los caminos de campo de las vertientes andinas, y además disfruta vagando por los valles de la meseta andina, y ver de lejos a los solitarios gigantes de roca y nieve que despiden poesía visual; cada animal andino envuelto en su intimidad tiene su personalidad y facetas acordes a los micro-climas de sus pisos biológicos.

[Olegario Castro]
 


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Virus del Sentimentalismo

Resoluciones de vida-muerte de la medianoche al amanecer es el signo de esta novela que abarca misterio, terror cósmico, suspenso, fantasía gótica, dispositivos de ciencia ficción o algo parecido, renacimientos con los dragones de oriente incendiado el hemisferio occidental, historia fúnebre del caserío suicida afectado por el Virus del Sentimentalismo, música celestial de guitarra flamenca dirigida a extraterrestres, viajeros cósmicos, estirpes caninas, lobos danzantes… ¿qué sé yo?, es toda una galaxia de percepciones, sensaciones y recuerdos que se desarrolla paralelamente tanto en la inmensidad septentrional de las grandes llanuras de Brecha de Búfalo como en la altitud andina de la metrópoli Medusa Multicolor.

Brecha de Búfalo, es la pradera que contiene al desangelado caserío Placidville, en el que únicamente han permanecido Teodoro Morris, Ana de Cazaderos y el can Pincho. Sin embargo, Placidville, es el escenario de la bienaventurada agonía de Teodoro Morris, alias el Saqueador, apodado así por cortesía de los propios habitantes del valle de Quinara, porque tomó lo justo y necesario (“para ser de rato en rato y con cuchara agasajado por esa bastarda llamada Felicidad”) del mítico oro de Quinara, entierro incaico del que ningún otro cazador de tesoros a podido beneficiarse. Lo curioso es que existe un lindo hostal tres estrellas, bien equipado para alojar cómodamente a los entusiastas guaqueros nacionales y extranjeros que se allegan a la pintoresca urbe de Quinara a echar suerte, y realmente se divierten como niños buscando huevos de pascua en los alrededores del valle subtropical homónimo. Esto último se da debido a que reciben copias del intrincado y esotérico mapa original de la ruta del tesoro que fue donado por el mismísimo Saqueador, cual se exhibe en una urna de cristal en la amplia recepción y sala de estar y de juegos del apacible establecimiento. 

Radio-libre Marañón, emite sus ondas más que largas desde el Domo del Panecillo, puesto que según su noctámbulo propietario están de viaje a los confines del universo. Radio-libre Marañón tuvo como invitados a la herpetóloga residente en la cuenca baja del río Napo y al guitarrista noctívago que habita al pie del cerro Ilaló, José Miguel, ocupando la hectárea que heredó de lo que fue otrora una fastuosa hacienda, “La Merced”. Nadie se aburre en las instalaciones de otro mundo de la nave o estación de tránsito astral que podría ser el Domo del Panecillo —acorde con las especulaciones del afamado ufólogo azuayo que clama y desespera por acceder a esos “cuartos mágicos”, pero no le acaba de arribar la invitación prometida—. De vez en cuando oigo involuntariamente el discurso de la donosa herpetóloga, narrando el rapto de sapos y ranas de la amazonía por parte de entes alienígenas que han sido denominados Espaciales Saponáceos, o Fenómeno ES, mientras la guitarra flamenca del maestro José Miguel la acompaña con discreto arpegio de fondo.

[Olegario Castro]
 


REMOTO

De un cataclismo interior surge el gran desasimiento nietzscheano de Teófilo Samaniego, de la noche a la mañana se desprende de lo que más lo ataba en la metrópoli Medusa Multicolor. ¡Renuncio!, es el aullido que retumba en los confines de su microcosmos, y por fuerza del auténtico vividor renuncia a estar uncido al mundillo que le vendieron como el único digno de ser atendido: posgrado en Innsbruck, asenso laboral en los estratos respetables de la burocracia turística, familia adorable y fotogénica en redes sociales. Apenas ayer seguía el instructivo de posesiones y tradición acumulativa que le había sido entregado para capear el flamante siglo depredador, heredero de la excelencia para la destrucción planetaria de la centuria previa.

No había escapatoria aparente sino era en los juramentos risibles del borrachín libertario, todo él exacerbado por las melodías corta-venas  alquiladas a la rokola de Soda Bar Carrión. “¡Ya vas a ver Tronkocito Huevonazo!, sí me atreveré a prescindir de la etiqueta de joven muy prometedor que me colgó en la corbata la sociedad de termita, cualquiera de estos días te voy a sorprender con mi intempestiva erupción plínica”, me contó que se arengaba rumbo al sollozo del subversivo que ante los más era un brillante prospecto conformista, afortunado pequeño burgués de ideas avanzadas. De repente, la coyuntura citadina de la Medusa Multicolor obró como rayo iluminador de su ineludible viaje, y se mandó a mudar a Remoto, Hostería de Selva Húmeda y Lluviosa.

De todos los magníficos instantes de mi visita a esos pagos de la creación de pluviselva, donde el equilibrio de las especies reina, hay uno que me estremeció recién, por estos días. Me hallaba ensimismado a la sombra del arupo de ramaje artrítico proa al sol que se enciende en su floración de julio, vistiendo ramilletes de estambres rosados retorcidos, y vino a mí el momento del cierre del escenario de Remoto, cuando se dieron los adioses al alba y bajo el rugido de fondo de los monos aulladores, allá en el muelle artesanal de la laguna Pelancocha formando dos anillos, el acuático ocho selvático acordonado por yutzos,  que solo admite piraguas a remo que se desplazan a golpes de canaletes rojizos lanceolados.

Cuán vívido es el recuerdo que tengo del joven Teófilo despidiéndose de cada uno del grupo de naturalistas de andar y ver, al que plegué desde la ciudad Medusa Multicolor. Partimos en manada intrépidos expedicionarios y la tropa de cachimochos de hostería Remoto, estos coincidieron con nuestro viaje de retorno a la estridencia de los derivados de petróleo haciendo las delicias urbanas. Los cachimochos (como jocosamente a sí mismos se denominan en alusión a la serie de fábulas amazónicas de S. DelaCruz, El mundo de los cachimochos en el país de los coquinches), salían de vacaciones o mejor dicho venían a percudirse en las civilizaciones de humo siglo XXI. Mientras me alejaba en la estela acuática de luna del amanecer de Pelancocha, figuré las instalaciones de la hostería como una aldea naporuna vacía de gente, y a Teófilo Samaniego fascinando con la soledad radical y el silencio de pluviselva que buscó y encontró. Me he preguntado, ¿volveré a saber de los parajes míticos de la cuenca del río Napo, y de los circuitos alucinantes que programa  para el intrépido expedicionario la administración de Remoto? 

[Olegario Castro]
 

Ser mudable & Fragmentos de un Anarquista


Ser mudable.-

Para el Señor A, el viaje a las Islas Encantadas, vino a ser un acontecimiento pendiente que reventó tras el último encuentro con Clara en los cuartos de Café Vía Tarot, cuando se realizó la segunda develación de la pintura La Noche del Búho Argento. El Señor A, más de una ocasión se negó a atender la invitación de Clara a que visite la mansión futurista sin parangón que ella levantó en Isla Santa María. Interpuso excusas que rayaban en lo pueril; sin embargo, engañaba con su aparente negación, no era que a él le era indiferente el fascinante  laboratorio biológico que muestra el fogoso génesis de la vida terrenal y su consiguiente evolución, que en sí constituye el archipiélago (Galápagos guarda la fragilidad de un mundo endémicos en peligro de extinción por distintas causas: cambio climático, introducción de especies depredadoras e invasivas, microorganismos parásitos portados por los turistas… etcétera), por el contrario, acumulaba ganas de mandarse a mudar desde que leyó Crónicas de Islas Encantadas, lo cierto es que aguardaba el disparador interno que le diga es ahora o nunca.

De repente, es decir partiendo de la primera página, estamos inmersos en el acontecer del Señor A, ya instalado como único ocupante y capitán de Fortaleza Negra –su hogar, su nave astral – y residiendo en la isla que nos la presenta con el nombre de Floreana Salvaje, diferenciando así la dimensión en la que vive en radical soledad humana con respecto a la dimensión de Isla Santa María –parroquia con una población aproximada de 150 habitantes, bajo la jurisdicción del Gobierno de Isla de San Cristóbal– , a la que debió arribar en lancha común y corriente desde Puerto Ayora (Isla Santa  Cruz), y no lo hizo extraviando involuntariamente el itinerario normal a Puerto Velasco Ibarra (Isla Santa María), desde que aterrizó en el aeropuerto Seymour, Isla Baltra, el portal principal de ingreso al Archipiélago de Galápagos.  Tenemos a mano una suerte de bitácora del Señor A, numerada del 1 al 28 cual entradas aleatorias, sin fechas cronológicas, que relatan algo o mucho de las jornadas del sujeto del descubrimiento. Nos zambullimos en el ir y venir del “intrépido expedicionario” de la isla prístina que abre trochas irrepetibles –de ida y de vuelta–, y es cuando me siento en constante trascender por el espacio-tiempo del multiverso.

El senderista no se acostumbra a caminitos hechos, permanentes, porque cada vez está estrenando uno en medio de pisos biológicos exentos de huella alguna del Antropoceno. Es el ser mudable que acude a sus sentidos para reconocerse en un medio ambiente que cumple con surtir lo mínimo para la vida de las especies endémicas, el es un extraño moderadamente feliz porque no se ve impelido a subsistir en la intemperie, pasa de ser émulo del náufrago tipo Robinson Crusoe soñando con heroico regreso a las civilizaciones Antropoceno; él no es un náufrago Homo sapiens, él no añora a la era suya que podría ser una ficción de la matrix. Entiende que puede perderse a discreción en la contemplación de sí mismo embebido por el entorno vegetal y zoológico de sus travesías en Floreana Salvaje, no se agobia y fluye sin oponer resistencia a su senderismo en la naturaleza virgen porque el retorno a las delicias de Fortaleza Negra es lo que sustenta la aventura de la mañana a la noche. La nave homeostática es la que provee al “capitán” del estímulo y la piel para desvelar los misterios del exterior, donde reina sin amortiguadores la cruda realidad.

[Olegario Castro]
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Fragmentos de un Anarquista.-

 

Asimilo que los nueve Fragmentos de un Anarquista son ficciones que parten de la realidad a del señor A, o mejor aún, de su capacidad para elevarse a dimensiones que están vedadas al común mortal. Solo sé que residía en el ambiente futurista de Villa Juárez que, por lo demás, es una de las obras arquitectónicas ambientalistas de mayor prestigio nacional e internacional diseñadas por el mismísimo señor A.

Empecemos con el jocoso fragmento que revienta en diálogo existencial, entre la tortuga amazónica de patas amarillas y la rata parda. La tortuga encarna a una joven filósofa que tiene, taxativamente hablando, una vida por delante para depurar su innata vocación desde que tomó conciencia de que podía hacer de su cautiverio en Villa Juárez un espacio-tiempo fascinante, una vez que a tierna edad fue arrancada del hábitat primigenio al que no volverá salvo en sueños de paraíso perdido. De vez en cuando sufre visiones infernales con los ojos abiertos, se mira como una cosa de comer en lista de espera a ser sacrificada por el Homo sapiens, y asume que en sí este hecho no es la mayor crueldad, lo teratológico es verse anegada en la fetidez de una pocilga inmunda antes de caer en el matadero que, paradójicamente, hubiese sido la liberación del tormento de ansiar el fin. Rescatada por la providencial acción de la persona que no la quería como platillo sofisticado que provee la pluviselva, continuó su estancia terrenal en calidad de mascota y  que, al cabo, por esos ajustes del destino para que ella llegue a ser lo es, fue a dar donde el señor A, quien fue cómplice y encubridor de que además de ser un ente de largo aliento terrenal, sea un ser para la contemplación. Por otro lado, la rata parda, encarna al ser pasajero que huye para delante a base de procrear a lo bestia para la conservación de su especie roedora; sin embargo, ha sido tocada por el portento de la palabra.

Revienta un joven novelista dentro de la corriente autor-editor. Asmodeo en brisa con sus novias FB, es lanzada en distintas ferias internacionales de libros (FIL), que en realidad son ferias nacionales tipo escenarios Disney, aunque de escaso presupuesto y circunscrita a la esmirriada parcela planetaria de lectores que es el Ecuador. El novel escritor cumple el noble cometido de difundir su obra que, por añadidura a su regio contenido, goza de una presentación impecable gracias a la mini-imprenta portátil que poseía cual mina dispensadora de libros, al por menor, de tapa dura y papel reciclado, dando la impresión de haber sido cocidos a mano y haciendo de cada uno de ellos un tomo de colección. Iba viento en popa hasta que huye de aquellas fiestas o reventones para los gestores culturales, que sacan pecho por sus dádivas en pro de la lectura embudo o lectura tirabuzón. No hubo casualidad en su partida, sí previsión porque las FIL fueron infectadas por un extraño mal denominado Síndrome de Animal de Feria, por sus siglas SAF.

Ecos de Berdog, abriga cierto espíritu stevensioniano. Así hablaba Berdog. «Ocupación: existente; recreo: vivir. Habito entre lomas fractales, son los senos de Gea amamantando al montañés en su hogar de madera; el indígena gime de placer hundiéndose en ellas…«.

Adiós CorniSancho, se une ultimadamente a los mundos paralelos de  El sátiro y la princesa y La humana doña Fátima, aumentando un relato a la lucha a muerte que sostienen en dos dimensiones distintas la pareja protagonista. Este nuevo aporte narrativo cierra con un adiós lezamiano a CorniSancho, allá en las regias instalaciones de Paradiso, que viene a ser una dimensión luminosa tan cerca pero aparte de las sombras tenebrosas que se ciernen en la ciudad Medusa Multicolor. Paradiso, pompas del adiós lezamiano; ha sido creado en un lapso de espacio tiempo que destierra a las exequias fúnebres tradicionales. En la despedida de CorniSancho primará la celebración por lo alto, la que en vida él mismo encargó con minuciosidad, apersonándose en el taller de escenarios y cuarto de mando de Franz Kinto, colaborando en los detalles del festejo póstumo, como implementar un sol de los venados y la temperatura abrigada de valle interandino subtropical, a lo largo y ancho del magno evento. Café Vía Tarot, Crónicas de Islas Encantadas y La Noche del Búho Argento, son fragmentos que están estrechamente relacionados entre sí por su forma y fondo.  En el exclusivo Café Vía Tarot —o mejor dicho el establecimiento que admite hasta un puñado de invitados a servirse de sus instalaciones—,  se develan por turno y dando la vuelta a las obras pictóricas que tiene el privilegio de guardar el dueño, y de exhibirlas de vez en cuando para  goce de sus amigos, así son objeto de contemplación cuadros como Aya Uma, La Noche o Magia Ancestral. Entre estas jornadas de asombrosos descubrimientos en Café Vía Tarot, se cuecen futuros acontecimientos del Señor A, en las Islas Encantadas.

[Olegario Castro]



Paradiso

«Sólo sabemos lo que recordamos», era la conclusión délfica de aquella cultura, que andando los siglos encontraría en Proust la tristeza de los innumerables seres y cosas que mueren en nosotros cuando se extinguen nuestros recuerdos.

José Lezama Lima

Paradiso, es una singularidad de la literatura universal, remitida desde la isla mayor del Caribe por el francotirador que no asomó en el mentado catálogo del “boom” de la literatura latinoamericana, como no lo hicieron Borges, Sabato y otros fundamentales escritores de nuestra América. Y no es que los autores del montado “boom” fueran menos que los francotiradores, pues, no hay cartabón para confrontar el nivel y estilo de un Cortázar frente a un Lezama Lima, a manera de ejemplo. Parafraseando a S. Lem, cada quien está en su galaxia con sus luceros titilando en los inconmensurables océanos de la negritud eónica y su eufonía de cuerdas. Las galaxias están para que uno las  alcance y orbite en sus sistemas solares. Y fue un hecho que Cortázar cometió un viaje astral a la desconocida galaxia de Lezama Lima, y lo que descubrió en sus estrellas, nebulosas y gusano negro central que lo arrojó en un santiamén al punto de partida del astronauta, fue excepcional; apenas apearse de la nave, divulgó en la Tierra el hallazgo de la singularidad de Paradiso.

Ganó una pausa, como un pequeño leopardo en un ramaje inquietante.

José Lezama Lima

A transmigración o mejor a metempsicosis (para usar la palabra que conmociona a doña Molly Bloom en su insomnio joyceano), me sabe la madrugada en que conectan el general romano Atrio Flaminio, el insomne paseante de la lunática Habana Vieja y el crítico musical Juan Longo.

Atrio Flaminio, comandante de legiones romanas de ocupación, se enfrenta a la hechicería de la antigüedad griega, que no solo envía contra su ejército a fuerzas ectoplásmicas sino que manda a los demonios del inframundo a que destacen a los muertos en batalla. Los entes infernales echan mano de las partes y/o miembros que les falta, incorporando a sus desechos los restos humanos que hurtan, quizás usando el pegamento mágico o bálsamo de Fierabrás, del cual D. Quijote nos legó la receta.

El paseante en pos del alba es impelido por tres entes hogareños: el sillón móvil, la espiral de risas en la puerta entreabierta y el patio que lo empuja a la intemperie callejera. Rasurado y vestido con traje de oficinista, es sujeto de desvelamiento de los secretos de la Habana Vieja:  aparecidos mezclados con noctámbulos corrientes y extraordinarios.

Juan Longo, miembro conspicuo de la Asociación de críticos musicales (esteticistas y anotadores de cualquier sonido que va desde el chirrido atónico de una puerta de cerrojos de antiquísimo castillo a la sonoridad completiva; además de afanosos por el whisky en las rocas que los vuelve conversadores, librándose de quedar congelados en el perplejo), a los setenta años es sometido a ejercicios de iniciación cataléptica a fuerza de presión de las carótidas y de retrocesos linguales, para una vez logrado el estado cataléptico echarle cera anti hexápodos y colocarlo en una vitrina esterilizada. Su mujer, la Circe habanera, celosamente existía para darle mantenimiento a su incorruptibilidad y que sea un burlador del tiempo, que sea un volador inmóvil, que sea un esplendor somnífero, que sea un dichoso intemporal, que sea un triunfo de la sonoridad extra-temporal, que sea un cuerpo ni exánime ni viviente en el que cada instante es la eternidad y el propio instante. Así, Juan Longo, reluciente por el barnizado anti ácaros en su urna de cristal, llegó a cumplir 114 años,  y hubiese ido a por muchos más si no es por la intromisión de la directiva de la Asociación de críticos musicales que al despertarlo provocó su corrupción y el fin irremediable del ciclo cataléptico.  

Frutal era su ámbito, no sus condiciones de hembra, frutal era también su pereza, el que se le acercaba se sentía como un holoturia que rebotaba contra una escollera algosa, entre mansos consejos y algodones de carnalidad.

José Lezama Lima

Paradiso, es cúmulo de estrellas en las cuales orbitar, ahí pululan los párrafos con ambiciones de ser por sí mismos un planeta verde que ha logrado el equilibrio justo para plantar texturas y aromas en su tiempo-espacio cara al sol, germinando sin requemarse ni ser una esfera gaseosa o una bola de billar gélida.  Si abro el libro en el capítulo del ómnibus de turno público en el barrio El Vedado crepuscular, entonces subo al autobús a medio llenar y voy de tránsito por el estío de la Habana Vieja de los años cuarenta. De repente -o mejor dicho, a propósito-, cayendo la noche virginal, el transporte en plena viada de una recta sufre el desperfecto mecánico relacionado con la efigie de un toro de lidia y los piñones del motor, o algo así, y se orilla hasta reemplazar la pieza que lo pondrá de nuevo en circulación; en el ínterin, nadie se ha bajado, por el contrario, se ha llenado de pasajeros brotados de las sombras vegetales, entre ellos los destinados a tener vínculo invisible entre sí a través de intempestiva circulación de unas monedas de la Antigüedad clásica, dracmas relucientes moviéndose de una persona a otra. El ebanista apurado de dinero sustrae las monedas tintineantes y a la mano en el ancho bolsillo de la chaqueta del anticuario pero, al constatar que no eran los gastados pesos que buscaba para capear su necesidad inmediata, mete las monedas en los pliegues del acordeón de Madagascar de un joven ensimismado, y, por último, alguien más que se percata del hecho desde el comienzo, toma las monedas del acordeón y las devuelve limpiamente al bolsillo de la chaqueta del anticuario numismático.  Por inercia se nos pone al día sobre los personajes que participaron del breve viaje circular, en el ómnibus, de las dracmas de oro intactas, las que no sufren la erosión del tiempo. La nocturnal y misteriosa interacción subliminal trajo consigo el ritmo sistáltico de las pasiones de la carnalidad pasando al ritmo hesicástico del equilibrio anímico de la poesía lezamiana.    

Paradiso es una novela total: es prosa poética, es vivir de cara a la muerte, es alucinante realidad, es narración extraordinaria, es noctambulo tremor juvenil, es sueño barroco erótico, es arbórea metafísica, es gastronomía gourmet regional, es ancestral surrealismo, es preciosismo literario, es ensayo filosófico, es biografía íntima, es magia y mito… Mucha tinta se ha derramado a cuenta de una obra homeostática que ha fundado su propia galaxia y que, merced a la biblioteca universal ubicada en el ciberespacio, está al alcance de un clic para  sumergirse por uno mismo en ella; sí, cuando llegue el momento propicio de sentirla sin amortiguadores ni muletillas de académicos. Obra que no es aprensible en modo lectura rápida, hay que bajarse del tren bala y caminar desocupado para hospedarse en cualquier párrafo tropical o capítulo en que a uno se le antoje o provoque pasar la noche. Es vano querer tomar a Paradiso por los cuernos y entender lo inentendible con la razón, no es cuestión de terminarla sino de recorrer “…más contento que cabra en brisa” los diversos senderos de su planetario, que es fluir sin resistencia en el lenguaje lezamiano. A Paradiso hay que sentirlo degustando sensaciones, saboreando sus giros paisajísticos, sudando en la canícula isleña los accidentes geográficos. El viajero expedicionario se toma el tiempo que le es necesario del mundo para sus travesías en Paradiso, y así descubrir los secretos de la isla caribeña de Lezama Lima, y guardarlos a futuro para disfrute del intempestivo rumiante. No es una novela lineal, ella se desborda exuberante abriéndose en múltiples ramificaciones cual cuenca de río mar desembocando en el piélago.

Paradiso, tras el primer reconocimiento oficial o de rigor capítulo a capítulo, poniendo meses o años de por medio, llama a los lectores que gozan del olvido aquellos libres de padecer la enfermedad terminal de Funes, que no son anestesiados hasta perder la conciencia en la mnemotecnia, a que la visiten por cualquiera de sus catorce y más portales.  Y se alucina por donde quiera que uno reingrese a Paradiso, ejemplo, si uno reinicia por el catorceavo capítulo, habrá que seguir al noctívago estudiante José Cemí que, guiado por visiones sobrenaturales de la madrugada habanera estival, finalmente cae en la casa de tres pisos donde velan al vate de los cuarenta otoños Oppiano Licario, su mentor espiritual que lo aguardaba para que le sea entregada la poesía que escribió para él, y con ello desatar la definitiva simbiosis CemíLicario.

Tiempo le fue dado para alcanzar la dicha,
pudo oírle a Pascal:
los ríos son caminos que andan.

José Lezama Lima

Billar a las nueve y media

El doctor Robert Fähmel, dice de sí que es un arquitecto que no ha construido ni su casa, a cambio llegó al grado de capitán como especialista en voladuras, fue dinamitero eminente y condecorado oficial del ejército alemán, en la Segunda Conflagración Mundial. En las postrimerías del conflicto, el capitán Fähmel, fue asistente principal del general desquiciado que se ganó a pulso el apodo de Campo de tiro libre -esto porque en lo único que ocupaba su tiempo y espacio era en echar por tierra todo lo que se interponía al objetivo a derrumbar ya retirándose-. Robert Fähmel, azuzó la fijación que tenía su jefe. Se aprovechaba de la coyuntura para hacer el real trabajo de demolición que en sí, el experto en estática, era el ejecutor con precisión matemática. Tan solo a tres días antes de concluir la guerra, convenció al general Campo de tiro libre, para echar abajo desde los cimientos la Abadía de Sankt Anton, obra arquitectónica monumental y majestuosa, tal vez la más reconocida entre los edificios que diseñó y construyó el afamado arquitecto Heinrich Fähmel, su apreciado y respetado padre.  

Con antelación a Billar a las nueve y media, ya me había beneficiado leyendo sendas  historias cortas de Heinrich Böll, de esos sabrosos entrantes literarios me precio de haber retenido en la memoria mágica a dos sátiras de fuste, que me visitan sin previo aviso. El primer cuento, Los silencios del doctor Murke,  es la historia del joven doctor Murke que, haciendo honor a su profesión de loquero de postguerra, se cura en salud contra los entes morbosos que pululan donde trabaja, es editor de la sección de arte y cultura de una radio pujante. Antes de ingresar a su oficina, toma el ascensor que le provee la dosis mañanera de intensos segundos de angustia para capear la jornada plagada de palabras que retumban por doquier, ejemplo, “arte” o “ser supremo”. Editar las cintas magnetofónicas de los oradores  a sueldo de la cultura inyectada a fuerza de tirabuzón, desquiciaría al joven doctor si no fuese porque es un recolector de silencios; valiosos instantes de absoluto silencio del prójimo ajeno a él, le brindan paz y sosiego cuando los escucha en su hogar.  El segundo cuento, Algo va a pasar (una historia de intensa acción), y no se equivoca el certero subtítulo en paréntesis; sucede que por la fábrica de jabones donde, el espacio-tiempo de los trabajadores de la A hasta la Z, transcurre a todo pulmón entre el “tiene que pasar algo” y en consecuencia la respuesta correspondiente  de “algo va a pasar”, al cabo sucede algo tan conmovedor como irremediable: muere de súbito ataque masivo al corazón el director y propietario de la empresa, apenas recibió su postrero “algo va a pasar”. Y aquí es cuando el protagonista de la historia encuentra su innata profesión de silencioso doliente acompañante de cortejos fúnebres, por fin le pagan bien por meditar y es mandatorio el reposo.

Heinrich Böll, escritor considerado con justicia “la conciencia de Alemania”, herido en combate más de una vez siendo soldado raso en la Segunda Guerra Mundial (la novela que mejor retrata su paso y supervivencia de las atrocidades del conflicto bélico en el frente ruso es, El tren llegó puntual), reventó en escritor de obras cumbre de la literatura occidental. De sus novelas destaco dos que son de mis predilectas de todos los tiempos: Billar a las nueve y media -que motiva el presente artículo- y Opiniones de un payaso. La hipocresía de la clase media cristiana y en particular la de su propio círculo católico de nacimiento, es tema fijo en sus ficciones que destilan humor satírico y son una crítica rotunda a la sociedad maquinista que se obnubiló con el fascismo y, después de la hecatombe bélica, hizo como si nunca hubiese sido parte positiva y cooperante de ella.

Billar a las nueve y media, es la fascinante y estremecedora historia de la familia Fähmel antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial. La trama en sí se desarrolla en el día del octogésimo cumpleaños de Heinrich Fähmel, y desde la primera página salta a escena el personaje del ritual que da título a la novela.  Robert Fähmel, acude a su boyante oficina de cálculos estáticos, pasadas las ocho de la mañana, y abandona sus tareas de experto demoledor de edificios antes de las nueve y media. Con puntualidad alemana, se dirige a atender su tiempo de exclusividad en la sala de billar del lujoso y tradicional hotel Prinz Heinrich. El doctor hizo una capilla de la sala de billar del hotel Prinz Heinrich, con la complicidad del personal de portería y recepción del establecimiento que no permite interrupción alguna a su ritual; la excepción a la regla de no estar para nadie son sus padres, sus dos hijos y un amigo judío de los tiempos de la pubertad y adolescencia. El afortunado  jugador logra sendas carambolas de nueve y media a once de la mañana, mientras le cuenta su pasado, y por inercia, el de la familia Fähmel, al joven botones que lo escucha embelesado. Se ha organizado para trabajar en su oficina una hora al día, no más, nada de aceptar encargos que lo obliguen a romper sus rituales cotidianos, eso lo sabe muy bien su secretaria y las tres personas que a distancia, vía correo expreso, cotejan entre sí los cálculos estáticos, evitando errores a la hora de que se haga realidad la matemática de la dinamita. 

Robert Fähmel, en esencia es el símbolo de la memoria que deprime a la sociedad alemana de postguerra. Este personaje en sí es la resiliencia de Heinrich Böll, es la resistencia a olvidar el enajenamiento de masas que, a través de mayorías de energúmenos, propició y sustentó al régimen nazi, teniendo como encubridores a los países claves de Europa, esto por su ceguera ante la hecatombe que se les venía encima a zancadas de manicomio. Entre otras objeciones de conciencia de Heinrich Böll, por el mismo hecho de haber sido católico de nacimiento, es la que apunta a la iglesia de su tiempo por haber coadyuvado al desastre físico y ruina moral de la familia católica. Y aquí tenemos a la acaudala, culta y libertaria familia Fähmel víctima de su época, la que avasalló la adolescencia y primera juventud de Robert Fähmel, la que mató a su hermano menor Otto en el frente de Kiev; la que llevó a la locura a su madre o mejor dicho se acogió a ella para no ser presa de campos de concentración, acusada de traición por su propio hijo Otto. 

La voladura de la obra prima del aclamado arquitecto Heinrich Fähmel, pasó a ser parte de la lista de desastres que cometió contra la propia cultura alemana el general Campo de tiro libre, en su demente retirada. Así quedó a buen recaudo el secreto del especialista que en realidad dejó hecho escombros a la Abadía de Sankt Anton. Robert  Fähmel creía ser el único en tener conciencia de ser el autor de aquella monumental voladura no obstante, su padre, descubrió el secreto cuando reconoció de entre las ruinas vestigios de cálculos matemáticos con la letra inconfundible de su hijo. Este descubrimiento nunca fue motivo de queja de Heinrich Fähmel, por el contrario, no se dio por enterado y, por añadidura, en la íntima celebración de su octogésimo aniversario con cinco invitados de honor, a alguien se le ocurrió halagarlo enviándole un pastel que traía la réplica dulce de la Abadía de Sankt Anton, y fue un placer para el homenajeado hacerla pedazos.       

La paradoja que nos muestra hasta la saciedad Billar a las nueve y media, es que en la patria  que ha dado pensadores, artistas, filósofos y científicos a granel -aquellos que habiendo salido de la caverna despiden claridad y serenidad en la cima de la sabiduría humana-, en ese mismo suelo generoso con los brotes de conocimiento e imaginación, se hayan activado las furias y potencias subterráneas con inusitada fuerza destructora.  Paradoja vigente en las sociedades llamadas a ser las más inteligentes del planeta Tierra, pues, no se han librado de propender a la obediencia ciega, tecnolatría, y con ello ser engranajes de la entropía máxima. 

El hombre que ríe

De repente entré al Hombre que ríe, como si nada y solo a ver qué pasa en las primeras páginas… y me quedé prendado de los dos capítulos del arranque del Libro Primero, exponiendo la vida errante y semisalvaje de Ursus, filósofo y Homo, el lobo. Entre ellos dos se había instalado una comunicación y amistad interespecies de fábula, que hacía que mutuamente se ayuden a capear la cruda y dura existencia de los nómadas del Reino Unido, cursando ya la década de 1690. El lobo mítico tenía una fuerza de tiro impensada, era capaz de halar el carromato hogar, de aldea en aldea, para vender las pócimas del doctor yerbatero Ursus que aconsejaba a Homo: “Sobre todo, no degeneres en hombre”.

Después vino la memorable noche de frío y tormenta polar del 29 de enero de 1690, que azotó al niño Guynplaine que fue abandonado por los comprachicos para que muera en la estepa que antecede a la rocosa y accidentada costa inglesa de Portland, no permitiéndole embarcar en la Matutina, urca de Vizcaya, del golfo de Pasajes. La Matunina, naufragó en el Canal de la Mancha, los comprachicos perecen ahogados en alta mar. La travesía del niño de diez años descalzo, y cubierto hasta las rodillas por un chaquetón marinero de cuero, buscando un refugio que lo libre del sueño blanco, de la hipotermia en la nieve, es digna de un relato de supervivencia épica, en especial para los que habitamos en la primavera-otoño que año corrido beneficia a los valles interandinos. Un calor metafísico impidió que sufra congelaciones que acaban en gangrena y miembros amputados, y no únicamente se salvó él sino que despojándose del chaquetón envolvió  a la criatura de pecho que encontró en los brazos de una joven mendiga que expiró en la tormenta de nieve (“dichosa ella, muerta”, diría más tarde el filósofo Ursus cuando la buscó y encontró valiéndose del olfato de Homo). El niño, Guynplaine, a punto de desfallecer entró a la desolada aldea que tenía en un rincón parqueado al carromato de Ursus, salvador de los dos sobrevivientes que crío y protegió en adelante, y que protagonizaron platónicas nupcias desde que compartieron el lecho infantil de la noche gélida que dio paso a su renacimiento, -Dea, ciega; él, desfigurado-, hasta el prematuro deceso que ambos enfrentaron sin que sucumba su espíritu ante la materia volátil de la envoltura de carbono humana.

 

Los entes de ficción se prolongan más allá de sus creadores. 

 

Transcurrieron años antes de ser buzo lector de El hombre que ríe, pues, a pesar de tenerlo a la mano, no estaba dispuesto mentalmente para sumergirme en él, esto porque me había quedado como el principio y el fin de la narrativa de Víctor Hugo, con el material leído hasta entonces, y creí haber agotado mi entendimiento con él. Concluí la novela histórica y llena de erudición arquitectónica Nuestra Señora de París, y realicé la maratónica inmersión en su novela monstruo y más mentada, Los miserables –obra de largo aliento, con el toque ensayístico existencial que imprime el autor en sus ficciones, aquí incluye episodios fascinantes de la derrota definitiva de las huestes de Napoleón, entrampados en los campos cenagosos de Waterloo y, por añadidura, cometiendo desastrosa retirada –. Cursando la Quinta Parte, y los capítulos finales de Los miserables, me hallaba exhausto por el  dilatado sufrimiento de Jean Valjean, no había tregua en sus amarguras cotidianas, ni cuando las circunstancias trabajaban para que repose y se entregue al modo contemplativo, si otros no lo atormentaban el mismo se infringía riguroso dolor al grado de convencerme que padecía de masoquismo terminal, ¡no se perdonaba a sí mismo!;  ¿de qué tenía que perdonarse el altruista extremo Jean Valjean?

Me congratulo por haber leído El hombre que ríe, es la obra que propició en mí indeleble nexo con Víctor Hugo. El romántico autor se estrenó en su penúltima novela con personajes que pudieran ser parte de la más selecta ciencia ficción filosófica, como lo es Guynplaine, apodado el Hombre que ríe. Oscuros individuos provenientes de España, Bélgica  y Francia, a finales del siglo XVII, dirigían una banda comprachicos en la Gran Bretaña, conectados con cirujanos que poseían siniestra tecnología para transformar la faz de un bebé y desgonzando sus tiernos huesos transformarlo en saltimbanqui y contorsionista además de monstruo contra natura. El propósito de los comprachicos era que la víctima no sea reconocida -ni se reconozca a sí misma- por su fenotipo original nunca jamás, y darle un oficio vendiéndolo al errante mundillo circense. Esto condujo, por añadidura, a que los comprachicos sean contratados para ser ejecutores de crueles venganzas entre nobles de la monarquía inglesa de entonces, incluido el rey Jacobo II, que es el autor intelectual de una de esas revanchas cortesanas, en concreto de la que surge el fenómeno del Hombre que ríe.

El único genio perverso que poseía el conocimiento para crear al sujeto de la risa indeleble, era un cirujano flamenco de Flandes, y ejecutó su maligna técnica en la criatura raptada, de dos años de edad, que llegó a sus manos para que sea presa de la operación denominada “bucca fissa”, la cual jamás no se volvió a repetir en otro ser humano. Así esculpió, en el bebé Guynplaine, una risa perpetua –no cualquier risa sino una demencial, similar a la del Guasón de  la filmografía de ciudad Gótica–. En el rostro de Guynplaine, se fijó la risa de una enorme boca abierta de oreja a oreja, mostrando a tope saludable y fuerte dentadura; su boca estaba impedida de volver a su rostro normal, no había un acto reflejo, automático e inconsciente para que pare su muda mueca. El hombre que ríe, no podía reprimir la máscara que en principio provocaba carcajadas ruidosas en los que lo observaban de cerca, cuales pasaban a mostrar su repulsión al caer en cuenta que el saltimbanqui no controlaba a su careta por sí mismo. A costa de indecible dolor punzante y concentrándose en la acción de borrar su risa, Guynplaine, conseguía que por segundos desapareciese la mueca, siendo un sacrificio inútil puesto que su rostro convulsionado por la rigidez que traía el esfuerzo, se tornaba feroz y sin que desaparezca ápice de lo teratólócico en él.

 En esta obra encomiable del erudito Víctor Hugo, no faltan tramos de ensayo histórico anovelado, resaltan las comparaciones que hace de su época ya remontando el cuarto final del siglo XIX, con la época de la acción del Hombre que ríe, que vienen a estar separadas por cerca de doscientos años. Es suficiente para entender que el Reino Unido de la novela estaba dominado por los señoríos, por los Lores, que dictaban el presente y porvenir de un imperio naciente que ascendió imparable ante los siglos que dieron testimonio de su inclemente reinado. Y como todo imperio humano decayó, la Segunda Guerra mundial fue el factor que apostó fuerte en su decadencia porque dio paso al nuevo imperio occidental hegemónico de nuestros días, al otro lado del charco.  Ubicándose  en esos tiempos de señoríos pujantes, donde el joven Guynplaine afirmaba que el infierno de los desposeídos sostenía el paraíso de los Lores (suena a actualidad siglo XXI, con otros nombres que globalizan la rapiña Homo sapiens), esto antes de que cual mazazo tan embriagante como corrosivo, le cayó el hecho de que él mismo era un Lord de la cúspide de la nobleza del Reino Unido. Y que fue objetó de la venganza del rey Jacobo II, contra su padre subversivo, republicano. Este acontecimiento llamado a darle poder y gloria con el señorío donde era dueño de palacios, tierras, rentas fijas, y el dominio sobre ochenta mil súbditos de los cuales disponer en las aldeas de su heredad, no le duró ni un día, pues, al cabo le trajo desdicha total, entropía máxima. Guynplaine, relacionó que siendo saltimbanqui y parte del elenco artístico del teatro ambulante de Ursus, había sido moderadamente feliz merced al amor platónico de Dea que, en él, veía a un ángel.

 

Sueños y discursos

Sueños y discursos de verdades descubridoras de abusos, vicios y engaños en todos los oficios y estados del mundo

Francisco de Quevedo

El sueño del juicio final, El alguacil endemoniado, El sueño del infierno, El mundo por dentro, El sueño de la muerte, sumaron después de algunos años de haber sido publicados el postrero Infierno emendado o Discurso de todos los diablos, que cierra la saga infernal quevediana con humor arcoíris, sátira potente y refinada, prosa candente e indeleble. Cada sueño tiene un prólogo que es dirigido al lector como arte y parte de la sátira de marras, verbigracia: “Al ilustre y deseoso lector”; “Al pío lector”; “Al endemoniado e infernal lector”; “Al lector, como Dios me lo depare, cándido o purpúreo, pío o cruel, benigno o sin sarna”;  “A quien leyere”; “Delantal del libro, y sea prólogo o proemio quien quisiere”. 

El visitante onírico del infierno, que es el mismísimo D. Francisco de Quevedo –lo imagino calzando y vistiendo de caballero de Santiago–, es impelido a escuchar a los demonios con atención a su paso por las distintas zahúrdas plagadas de condenados y, al cabo, encuentra discreción y sabiduría en las razones que dan sobre los alojados y los castigos que les infligen acorde a sus distintas categorías. ¡Vaya lidia!, la de los diablos custodios de las masas incesantes que arriban hasta volando a los hacinados corrales del averno; las multitudes vienen por la avenida ancha, rectilínea, sin obstáculos y bien provista de placeres mundanos que conduce al portal paradójicamente estrecho y de una vía no retornable que –a mi manera de leer– tiene dos letreros, el primero dice: “Estimado gobernante, político, cortesano, juez, boticario, doctor o linda ponzoña graduada, mercader, alquimista, astrólogo, sastre, librero, y etcétera de oficios incluidos, y que los siglos venideros te etiquetarán con diverso nombre… estás donde en vida pediste ávidamente estar”; el segundo dice con letras grandotas: “Abstenerse de bajar los espantosos sujetos que traen la consigna de ganarse el favor de Lucifer, esto con el ánimo descarado de expulsar a los sufridos y auténticos Diablos. Ejemplo, los malos alguaciles que no son víctimas de los diablos sino que nos encierran a nosotros en ellos”.  Esto último porque montón de allegados al infierno en vida habían sido más endemoniados que los propios diablos valiéndose de oficios, profesiones y/o cargos políticos que a la fecha persisten en nuevas formas y colores generadas por entes para la esclavitud mental y física de masas como la corporatocracia, bancocracia, despotismo burocrático.

Tenemos dos sueños y discursos en los que D. Francisco de Quevedo no desciende directamente a las zahúrdas del infierno, y son El mundo por dentro y El sueño de la muerte. Siendo estos dos episodios un caldo onírico de potentes ingredientes filosóficos. El mundo por dentro, no requiere que se aleje el protagonista de su cotidianidad, basta con que Desengaño lo conduzca a la Plaza Mayor para que constate que Hipocresía es la suerte que domina el quehacer humano en el mundo del deseo por las cosas y posesiones.  El sueño de la muerte, aquí se le viene a Quevedo la mujer que lo pilló desnudo en su lecho, y que “No me espantó; suspendióme, y no sin risa, porque bien mirado era (como vulgarmente se dice) figura donosa […]”. Al saber de quién se trataba, el pensó había llegado su hora de irse al más allá o más acá, pero ella lo tranquilizó diciéndole que era tiempo de que un vivo visite –con pasaje de retorno asegurado– a los muertos cuando de corrido tantos muertos visitan a los vivos, añadiendo que lo acompañe tal cual estaba reposando en su lecho ya que a su lugar nadie iba vestido. Al ser interrogada del porqué no venía en calavera y huesos y con la guadaña entre manos, respondió que ella no posee cráneo ni huesos y que lo que le endilgan pertenece a los muertos cual restos de los vivos.

Se vive de cara a la muerte, porque uno es el futuro muerto total, y esto es debido a que empiezo a morir desde que nací al mundo, y la vida-muerte es mi estancia natural en el tiempo-espacio o lapso terrenal. No es que expiro de una sino que acabaré de morir viviendo cuando venga el último suspiro, por decirlo así. Siglos después de Quevedo, Heidegger -el filósofo de Ser y Tiempo-, nos escribe que una vida auténtica se hace de cara a la muerte, pues, de todas las posibilidades que baraja el ser humano es la única imposible de ser evitada. A la vida fui arrojado para trascender desde los primeros chirlazos que me propinaron los doctores; sin embargo, apenas uno profirió el  alarido de horror para dar cuenca que cayó en el mundo ya se es lo suficientemente viejo para morir. Escuchemos a la muerte del sueño quevediano: “Si esto entendiérades así, cada uno de vosotros estuviera mirando en sí su muerte cada día y la ajena en el otro; y viérades que todas vuestra casas están llenas de ella, y que en vuestro lugar hay tantas muertes como personas; y no la estuviérades aguardando, sino acompañándola y disponiéndola […]”.                    

Mientras que la trocha al cielo era un acenso extenuante por el filo rocoso y selvático de una montaña que metía miedo, que tenía a su favor a arrojados ascensionistas dispuestos a padecer con tal de hacer cumbre. Las trabas de la senda al cielo es lo que confundió en inicio al protagonista de Los sueños, que se convenció de que tan peligrosa vía era la del infierno. A la verdad, el viajero sí advirtió su error conforme avanzaba en la ancha carretera que ofrecía a los peregrinos placeres dignos de su carnalidad mundana, ese era el señuelo de Lucifer para que las masas de condenados no escapen de su destino infernal. Aunque había atajos para cambiar de vía de lado y lado, los pocos se atrevían a dejar su comodidad andante por el álgido sendero al cielo. En todo caso, sin ese providencial error nos hubiésemos quedado sin discursos diabólicos y a cambio tendríamos un monólogo medio venenoso de D. Francisco de Quevedo de visita en el cielo, éste ya había advertido que de La Divina Comedia, el condumio que atrae a la inmensa mayoría de lectores es el Dante dando cuenta de los círculos del infierno y que reducidos son los lectores que se interesan por la ascensión dantesca al cielo. Al cabo, llegándose al ridículo -por estrecho- portal de acceso al infierno, quiso devolverse por donde vino pero fue cordialmente solicitado a que ingrese a él en calidad de cronista con boleto de regreso, bajo palabra de ser enviado a su hogar apenas concluya su trabajo de andar y ver. Esa fue la palabra de honor del dictador absoluto de las pailas del averno.

Sueños y discursos, joya barroca y de la prosa castellana del siglo XVII, fruto ingenioso del afán satírico de D. Francisco Gómez de Quevedo y Santibáñez Villegas, nacido en cuna cortesana (Gómez de Quevedo, fueron sus apellidos paternos; Santibáñez Villegas, fueron sus apellidos maternos). Acá es menester aplicarse en la lectura lenta así como a fuego comedido los diablos se chamuscan y se cuecen los discursos infernales que, según el autor, eran magma hirviente  cuando parte de ellos fueron plasmados antes de cumplir los treinta años. Los primeros sueños y discursos, fueron suavizados en la madurez por cortesía hacia sus lectores  -¿cómo serían?, dinamita pura, imagino yo-, y para de cierta manera contrarrestar la censura de los inquisidores del Santo Oficio de la época, que no cejaban en la intención de hacerlo presa de sus fauces oscurantistas. 

Quevedo, tuvo enemigos que escribieron convincentes libelos desacreditándolo (así como él también los levantó por cuenta propia o por encargo de los mecenas que lo cobijaban). Quizás el libelo más contundente que le infirieron fue el que titulaba: El tribunal de la justa venganza, erigido contra los escritos de Francisco de Quevedo, maestro de errores, doctor en desvergüenzas, licenciado en bufonerías, bachiller en suciedades, catedrático de vicios y protodiablo entre los hombres […].  Se presume que aún contando con el favor del rey Felipe IV, uno más libelos supieron hacerle daño y provocar que sea encerrado más de tres años en el frío convento de San Marcos, en León, cerca ya de su fallecimiento.

Quevedo vivió décadas desterrado en recóndito municipio de Castilla – La Mancha, donde mucha de su versátil obra fue creada, incluidos Los sueños y discursos, gracias a la mansión solariega que adquirió su madre para que tenga como tuvo un refugio a las fatigas cortesanas y disputas públicas, entre los olmos y la paz bucólica que acariciaban su silencio. Por entonces ya fue la luz del caserío que habitó en los destierros de la corte madrileña, y que hoy día es la urbe patrimonio cultural y museo del genio quevediano. El espíritu del poeta se quedó para dar título al municipio y ayuntamiento de la actualidad: Torre de Juan Abad, Señorío de Quevedo.

La casi aventura de D. Quijote

“Un árbol que ha recibido lentamente la virtud misteriosa de los siglos, junto con la recóndita substancia de la tierra, es objeto que infunde respeto y amor casi religioso. Hay quienes destruyen en un instante la obra de doscientos años por aprovecharse de la mezquina circunferencia que un árbol inutiliza con su sombra: para la codicia nada es sagrado: si el ave Fénix cayera en sus manos, se la comiera o vendiera. Cosa que no produzca, no quiere el especulador: para el alma ruin, la belleza es una quimera”.

Juan Montalvo, autor de Capítulos que se le olvidaron a Cervantes – Ensayo de imitación de una obra inimitable, nos lega en el capítulo XVI pequeña joya escondida de la literatura universal, que vino a ser la casi aventura de D. Quijote. Montalvo, con su única y póstuma novela, no pretendió rivalizar ni competir con el Quijote cervantino –jamás habrá otro como él-, dejando en claro desde el subtitulo el respeto y reverencia que profesaba  al irrepetible caballero manchego. El afán de sus letras es rendir sentido homenaje al buque insignia de la lengua española, a la par que aprovechó para que D. Quijote no sea vencido por ningún bachiller prosaico y, por inercia, se negó a que haga testamento con cordura inapetente, se negó a que muera sobrio como una tumba. Montalvo lo quiso haciendo su cuarta e interminable salida por los magníficos paisajes del Ecuador. Acá, lo tenemos a D. Quijote cabalgando al infinito, y más allá aún, menos andariego que reflexivo, irascible cual dinamita, incansable emitiendo los dicterios que encantaron a don Miguel de Unamuno.

El capítulo XVI asombra porque en él, D. Quijote, no resuelve entuertos entre seres humanos desavenidos, no espanta a malandrines, tampoco acomete endriagos y vestiglos, hasta Sancho está de vacaciones. Sorprende por la época, finales del siglo XIX, que asome D. Quijote defendiendo pequeño bosque ante un ramplón de los de su tiempo, el criminal de turno de lo prístino que a cuenta de ser propietario derriba árboles porque le son inútiles. Así el Estado desarrollista actual, cuando hay que monetizar el subsuelo de la amazonía en aras de aumentar el rendimiento-país (la esclavitud-país, la cleptocracia-país, el endeudamiento-país), clama ser dueño absoluto del territorio que guarda el mentado oro negro, reivindica que debe explotarlo ahora más que nunca porque no vaya a ser que mañana pierda su valor devastador merced al advenimiento incontenible de energía limpia, renovable, y a la larga apenas costosa en relación a la energía sucia. El positivismo para la destrucción es insaciable, irracional, no soporta la idea de tener bajo tierra el petróleo que, cual maldición, no fue ni es el oro negro que ahuyente la miseria-país sino que fue y es la peste negra que arruina a las masas cándidas en tanto engorda a la cleptocracia patriota. (Cleptocracia patriota: uno por ciento de la población de un Estado que hace patria declarando “recurso natural” a todo lo que enriquece a ese uno por ciento mientras a las masas imberbes les remiten cuentos chinos).

Estaba D. Quijote reposando de sus fatigas al descampado, tumbado a la sombra fresca y cantarina de venerable ciprés, cuando escuchó el ruido macabro del deforestador. El caballero, encontrando al dueño del bosquecillo, le reclama sin aspavientos por el atropello al espíritu del ciprés añejo, y por extensión a la paz que trae al caminante el contemplar envuelto con sus aromas y trinos centenarios. Es aquí cuando oímos el magro discernimiento del talador, su mundana excusa para tumbar árboles, la que desde entonces ha pululado monstruosamente en nuestra pequeña república y en el orbe entero. ¡Cuán semejante es la manera de obrar de los modernizadores de la naturaleza de estos días, allende su clase social y tendencia política! Allende su educación, ¿cuál educación?, ¿cuál adoctrinamiento?… Doce, diecisiete años, y más todavía, gastando miles de horas encerrados en Centros de Estudios Borreguiles,  que van de apellido humilde a rancio pedigrí, que van de instalaciones de medio pelo a fastuosas, pero que tienen algo en común: no enseñan a vivir conforme al gran libro de la naturaleza. Los sujetos del rendimiento incesante de hoy aúllan al unísono con el ramplón del siglo XIX: “Los derribo porque nada producen y ocupan ociosamente la heredad. Éstos y los demás, todos los echo abajo…”.

D. Quijote, intenta convencer al dueño del bosquecillo de que no cometa tal acto abominable en nombre de la utilidad, aun se ofrece a pagar de su peculio por la vida de los cipreses. Mas el agricultor aduce que no está en sus planes vender su campo sino cultivarlo a tope, y que esos árboles no pliegan a su propósito de hacer producir a la tierra hasta la última consecuencia. “Cortados no valen nada, replicó el caballero; vivos y hermosos como están, valen más que las pirámides de Egipto…”. Y de nuevo pidió por la vida de los cipreses en aras de preservar la música y la alegría poética que brindan los hijos de la madre Tierra, pues, teniendo tanto espacio para sembrar bien y variado, no había que hacerlo en pro de la acumulación insensata que es la última consecuencia del explotador enceguecido. Pero la discreción y sabiduría de D. Quijote cae en piel insensible, el zoquete no sabe de sombras celestiales, para el dueño del bosque todo el espacio terrenal ha de reducirse a la siembra de lechugas y coles, y con socarronería invita al caballero a servirse de esas verduras cuando llegue la hora de la cosecha.

D. Quijote, perdiendo la poca paciencia que hace gala en el país andino, conmina al palurdo a ceder en su acción destructora. El dueño lo manda a paseo y provoca la ira del caballero que apenas con el ademán de arremeter lanza en ristre, a lomo de Rocinante ecuatorial, hace que el otro se eche atrás, panza arriba, pidiendo clemencia a gritos y prometiendo no talar la arbolada, y ofreciéndose a curar de inmediato las heridas de los dos ciprés magullados por el hacha.

Promediando la parte álgida de esta “casi aventura que casi tuvo D. Quijote…”,  se allega de no se sabe dónde el carruaje del obispo que, avisado por los alaridos de socorro, pide a D. Quijote le participe la razón de la disputa y así dar su veredicto con la autoridad que lo sustenta en esos pagos.  D. Quijote, pone al tanto de lo sucedido a su Reverendísima, que admirado por el entendimiento del caballero, lo toma por el filósofo que realmente es, y que si pasa por loco entonces que sea un loco divino. Su Reverendísima se une a la causa de D. Quijote y procede a dar un sermón de ecuanimidad al agresor del bosque, quien se persigna con hipocresía y queda como arrepentido de su ambición demoledora. Pero, no hay manera de engañarse con los ramplones de todos los tiempos, apenas ida la amenaza de castigo corporal, y solventado el peligro de la condenación del alma, se diluirá la gracia del bosque y retornará la gana irrefrenable de monetizar el suelo  a trochemoche.

A la verdad, el dicho de que el hombre es lobo del hombre, viene a ser una metáfora apócrifa puesto que el comportamiento del lobo nada tiene que ver con la realidad del antropófago. El individuo depredador de nuestra especie, tanto como el Estado depredador que es su reflejo, degüella árboles porque trae dentro de sí gen indeleble, llámese: exterminio. No es el demonio extraterrestre de ciencia ficción quien porta el mensaje -no negociable- de “exterminio” al planeta Tierra, no es algo así como un apocalipsis zombi el que pondrá fin al Antropoceno, es el Homo sapiens quien destruye el futuro al perder su jardín-hogar.

Literatura infantil para pensarla

Hay libros con un barniz infantil que son para bucear en ellos bastante después de haber superado la niñez, como El Principito, de Antoine de Saint Exupery. El autor del Principito, desde la dedicatoria, deja en claro que el libro va dedicado al niño que aún reside en el corazón del adulto de cualquier edad, o sea, va dirigido al joven de por vida, el que no ha perdido su capacidad de asombro, de admirar y alimentarse de lo sencillo que es en sí lo complejo. El Principito, en su asteroide B 612, amaba a la flor vanidosa que cuidaba junto a una oveja y a tres diminutos volcanes, dos en actividad y uno apagado al que también deshollinaba, por si acaso despierte de repente y no lo vaya a sorprender con una erupción plínica.

El Principito abandonó temporalmente a sus compañeros planetarios por el prurito de observar qué había fuera, tal vez lo suyo era caduco y no valía la pena tanta devoción por los ralos habitantes del asteroide B 612. Así viajó en el espacio visitando otras esferas donde la gente se hallaba desquiciada por sus afanes acumulativos de materia y poder. Sus aventuras no fueron a saco roto, moverse hacia otros mundos fue aleccionador, estar lejos de su hábitat lo hizo verse a fondo a sí mismo, y entender que sus rituales en casa constituían su verdadero tesoro.

El escritor ecuatoriano, Juan Montalvo, decía que hay hombres que son privilegiados con una segunda y hasta tercera juventud. El aviador Antoine no llegó a la tercera, desapareció bendito en los cielos cursando la segunda. Y su espíritu sigue vigente en el tiempo-espacio de su creación, donde El Principito nos comparte la sencilla existencia del complejo vividor, del que hay que imbuirse sin que el educando sea oprimido por lecturas que sólo responden a obligaciones escolares, para que después engrose la masa de adultos estacionados en la decadencia. Paradójicamente, la inmensa mayoría de estudiantes que se les ha dictado la lectura porque sí, cual deber ineludible a corto plazo, pasando a su devenir adulto no se dan tiempo para evolucionar con lecturas exigentes, su pensamiento reflexivo fue destruido temprano por el cálculo de qué posesiones voy a ser capaz de adquirir mañana y no ambicionan nada que los haga ser revolucionarios de su propia existencia. En estos días de desprecio a los valores de la Pachamama, Gaia o Gea, apenas cesa la obligación de nutrir la mente filosofando vía embudo, no por cuenta propia, con el fin de rendir exámenes de “cultura general”, las masas se ocupan de la mañana a la noche en hacer realidad sus sueños de esclavos sirviendo ciegamente a la bulimia del bípedo depredador encaramado en su máxima expresión: bancocracia, corpocracia, cleptocracia, despotismo burocrático, neoliberalismo recalcitrante.

Cervantes, manco tras la batalla de Lepanto que el Quijote la calificó como la más célebre de la era humana, ya nos advirtió que para entrar en sus ficciones había que estar predispuesto al recogimiento y el activo reposo. Desocupado lector…, así empieza el prólogo de Don Miguel a su obra indeleble que la concluyó con un pie en la tumba. Don Quijote, y El Principito, nos enseñan que cuando se trata de ir a por aventuras bien surtidas de portentos, de mito y magia, de vestiglos y endriagos, hay que hacerle el quite a la lógica del absurdo del monetizador.

El mensaje del Principito no llega a los individuos amarrados a las cosas que apenas entretienen y han banalizado su existencia, volviéndose tan automáticos como los útiles que adoran y para los que trabajan hasta la amnesia de la espiritualidad inmanente al ser humano, convirtiéndose en celadores de la cadena perpetua que el libre mercado ha dictado contra ellos, colgados de por vida en los percheros de los templos del consumismo. Monetizar la cotidianidad garantiza la excelencia para la explotación de los recursos terrenales, y todo es legal con tal de que sostenga el desquiciado objetivo de dejar en soletas al otrora «jardín de las delicias», la consigna para monetizar la Naturaleza es sugerida desde el vientre materno, y continúa por décadas en los centros de adoctrinamiento borreguil. Destruir al niño que cuida de su flor y deshollina sus volcanes, es la meta de una sociedad de enjambre que no forja humanos reflexivos sino enfermos incurables que no saben vivir ni morir con dignidad. 

Aunque no hay manera de escapar cabalmente del constante bombardeo de los mensajes subliminales para no-vivir, de la propaganda enajenante para no-renacer, la resiliencia de los pocos persiste y vienen a ser los que al cabo de un largo desasimiento se gradúan de Desocupados lectores, y éstos se dan modos para reivindicar al Principito preocupado porque la oveja se puede comer a su flor. La tarea del Principito es la de rescatar al niño que lleva adentro el adulto y sacudirlo de su fantasía maquinista, redimirlo con las pequeñas felicidades que brinda lo original, las únicas que el hombre concreto tiene a mano con sus sentidos, la mente y el corazón puestos en las parcelas verdes, en los humedales y bosques secos que ha preservado a su rededor.

La Sirenita, de Christian Andersen, es un cuento dorado con pincel infantil que encierra aberraciones masoquistas. La donosa Sirenita vende su alma a horripilante bruja oceánica para tener las dos piernas de la bípeda humana y así enamorar y ser amada por el príncipe de sus delirios, al que en noche aciaga lo liberó de morir en alta mar luego del naufragio del barco que sucumbió ante la tempestad. Fue un pésimo negocio para la Sirenita caprichosa, el precio que pagó a la maga no compensó el castigo que se auto infringía, pues, transformar cada vez su larga cola de pez en sensuales piernas de mujer prieta, era ganarse el calvario con la bipedalización. Perdió la hipnótica voz de las sirenas y, moverse hacia el objeto de su deseo, el hombre anhelado, le provocaba dolor atroz, sentía como si le hundieran agujas en los píes. Sumándose al espantoso tormento físico de la Sirenita perdida por su deseo contra natura, el asediado galán nunca le correspondió como ella esperaba, él no reconoció a su salvadora en aguas pelágicas, sólo tenía memoria de ser quien la recogió devuelta por el océano, en una sábana de sargazos, y desde entonces la amparó con el cariño fraternal y solidario de un ex náufrago hacia la náufraga que pasó a ser parte de su familia cual huérfana. Mientras que la Sirenita, que hasta danzaba para su amado, apenas usaba las piernas sufría el tormento de cuchillos atravesando su piel, y se tragaba el dolor disimilando la tortura con cierta sonrisa medio venenosa.

El derroche de amor masoquista de la Sirenita se fue al garete. A las agujas pinchando su delicada carne, se añadió la herida involuntaria que le propinó el príncipe, quien pronto contrajo matrimonio con la doncella propia para ello, la que lo descubrió inconsciente en la playa y él perennizó en su memoria como su ángel guardián.

La Sirenita no consiguió más que infiernos por su insano propósito de ser humana, la sentencia de convertirse en espuma de mar que pendía sobre ella por no lograr su propósito de llevar a su amor al tálamo nupcial, vino a ser la liberación de sus tormentos. No terminó comiendo perdices con su príncipe elegido, mas su deseo de inmortalidad se ha cumplido hasta la fecha. Está viviendo en los que hicimos seguimiento de su historia posterior, ¡oh, fatal Sirenita! Si el príncipe hubiese sido tu amor platónico te habrías ahorrado mutaciones y cuchilladas, en la esfera platónica no se requiere el concurso carnal del ser anhelado, te bastaba estar contigo misma  para montar la fábrica de mieles y temores de un amor imprescriptible.

La Sirenita, más allá de su actualidad como cuento infantil, se ha ganado -en mi caso- especial atención por la mención que hace de ella Thomas Mann, en su obra ceñera, Doktor Faustus. Si no hubiese sido por la lectura del Doktor Faustus, nunca me hubiera conmovido con el sufrimiento de la Sirenita de Andersen, habría permanecido como una fábula más de la niñez. Thomas Mann toma prestada a la Sirenita de Andersen para que Lucifer se la ofrezca, como parte de su paquete tentador, al talentoso y joven músico Adrián (personaje inspirado en un episodio de la pubertad del filósofo de las altitudes aquilinas, el poeta del martillo y la dinamita: F. Nietzsche).

En la trama del Doktor Faustus, la Sirenita de Andersen, pasó a conceder sus favores al músico Adrián cual, insensible al dolor de su presa, la usó durante los veinticuatro años que duró el pacto con el Tentador. El músico que se encaramó en las más altas torres sinfónicas, como el poseso genial que las alcanza, en un acto de contrición pública, al final de la novela, reconoce que si bien le agradaba la Sirenita en su forma natural de pescado, holgaba a plenitud de su cuerpo cuando con sus piernas de mujer se retorcía del dolor en el lecho abrasante. Y lo insólito, Adrián procreó con ella al vástago de abrumadora belleza integral, un querubín, cosa que produjo la temprana desaparición de la criatura porque le inspiraba al frío músico verdadera veneración, y ese tipo de amor le está vedado al que es cautivo de sus demonios.

Homo aerius

He leído a gusto está novela, y fascinado por su contenido dentro de la lectura lenta y del subgénero literario que me apetece echarle el diente. Es tema de mi predilección eso que el pensador residente de lujo en la tropical isla Puná, Venancio Bote Arauz, ha denominado “Ciencia Ficción Filosófica”. No me quepa duda de que siendo lector de autores de talla galáctica como S. Lem, he afrontado las verdades recónditas de mi propia existencia, embarcándome en odiseas a través de la mente. En el ensayo de Venancio Bote Arauz,  A qué llamo Ciencia Ficción Filosófica, he encontrado manifestaciones peculiares como la siguiente: “Paso de la bazofia futurista o ciencia ficción prosaica plagada de seres extrasolares que proyectan antropocentrismo hasta la médula, resulta que los alienígenas son tan decadentes como el Homo sapiens actual, y, por añadidura, muchos de ellos son diseñados a imagen y semejanza de los tantos insectos diminutos terrenales, que sirven al celuloide para crear monstruitos a granel, en aras del entretenimiento de masas enajenadas, de individuos que han perdido la capacidad de imaginar por sí mismos, esclavos posmodernos que progresan en la matriz de procread y multiplicaos en la estupidez artificial”.

El Homo aerius se ha radicado en las alturas alucinantes de torres animalistas, allá en Valle del Silencio, que es a la postre la única megalópolis homeostática de su civilización en el planeta Tierra, donde la ausencia del Homo sapiens ya es eónica. Aquí, al pie del extinto volcán Ilaló -que apenas alcanza los 3200 msnm, pero su regordeta mole geológica divide campurosos valles andinos y por sus costados vuelan aeronaves para aterrizar o alejarse del aeropuerto internacional de Tababela-, imagino la colosal talla de las torres de Valle del Silencio, pues, parten de una meseta o base montañosa a 3200 msnm, elevándose 2000 metros sobre la plataforma, sobrepasando así los cinco mil metros de altitud. La megalópolis del Homo aerius, conforma una suerte de murallas kilométricas que comparativamente hablando estarían por encima del Macizo del Pichincha, formando un rectángulo animalista alucinante, encerrando a los mil doscientos kilómetros cuadrados de prístinos ecosistemas de Valle del Silencio, que vendría a tener una similar extensión a la del cantón Zapotillo -fronterizo con el Perú- de la sureña provincia de Loja. Esta megalópolis lo es por sus formas colosales más no por la cantidad de sus residentes, cuenta con quinientos mil habitantes y, cada Homo aerius, vive en radical soledad ocupando una planta de dos hectáreas en su torre animalista que, en el caso de Palamedes, se denomina Cachalote.

Palamedes, habita el ático del Cachalote, ocupando las dos hectáreas de su planta elíptica vacía de objetos permanentes, circundada por altos ventanales que están a 5200 de altura. “Vaya minimalismo extremo, un paraíso de la soledad y silencio urbanícola… Me hubiese encantado que Palamedes me invoque a mí como lo hizo con el doctor Pacchi”, me dijo Venancio Bote Arauz, con verídica gana de que su espíritu sea convocado a la altura abismal del ático del Cachalote. Me río porque Venancio no conoce lo que es la vista desde la cima de una montaña, ni siquiera se ha subido por sus pies a una loma respetable cualesquiera, eso sí al residir en una isla tropical, donde se forja la cotidianidad del sujeto de la experiencia, no tiene ojos, ni olfato ni oídos al devenir del común citadino, y tan cerca de la pujante ciudad porteña de Guayaquil.

[Olegario Castro] 
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El Caballero de Santos Lugares

Sabato, anarquista existencialista, anarquista cristiano (otra variante de la versátil modalidad del anarquismo), resistió a la aplanadora del nihilismo consumista, no fue buzo del  desperdicio a granel que en vez de ser sucedáneo del paraíso es la paila donde la acumulación genera mendicidad. Ha manifestado que lo razonable sería existir dos mil años para saciarse de salud y cantarle a la Parca más alto que en Utopía. Tenemos a lo mucho cien años para acogernos al fin voluntariamente, o sea sin resquemor a eso que denominamos “muerte” y que en realidad viene a ser la comprobación, el sello irrefutable, de haber sido humanos. Don Ernesto fue un vividor reivindicando el término como lo que es en su primera acepción y no en el  sentido prosaico que se le da a tan encomiable palabra. En Utopía, el ciudadano que había malvivido y fallecía entre alaridos de angustia por dejar este mundo más miserable que nunca, era objeto de compasión y sollozos por parte de sus familiares y conocidos, pero a los vividores se los despedía con suma alegría, entre cantos y loas.

Soy sabatiano desde que despegué con la potente trilogía novelística de don Ernesto, el caballero de Santos Lugares quien, habiendo sido eminente físico, doctor en matemáticas puras, temprano renunció a los laureles del desastre racionalista tecnolátrico que en sí constituye el positivismo irracional, no se resignó a ser engranaje de la maquinaria destructora del Antropoceno.

Regio sería que le preguntemos en son de chanza a alguien llamado Lucho que, recién cumplidos novecientos noventa y ocho años de vida, nos participa que está saludable porque no es oficinista, no acude a un centro de altos estudios borreguiles, no atiende talleres de yoga para alquilar paz desechable, no es pasto de loqueros a los que ha dado vacaciones perpetuas, ni se casa ni hace plata… “¿Dime, Luchito, ya has pensado en asentar cabeza, qué vas a hacer de tu bulto en los próximos mil años?”. Si fuera así, de vivir dos mil años, don Ernesto, no dejaría de echar a la hoguera gran parte de sus escritos, quemaría lo necesario para desembocar en la trilogía sabatiana, entregándonos a razón de una novela cada quinientos años, y los últimos cincuenta lustros habría de dedicarlos a dialogar con la Parca, en Santos Lugares.

La veintena es propicia para engancharse con El Túnel, así me sucedió a mí ayer y les sigue pasando hoy a jóvenes del orbe entero que se inician en la literatura del francotirador que inyecta cruda realidad, la verdad de las mentiras de ficción, esa que sirve para despertar en el momento justo, cuando el voraz monstruo del entretenimiento de masas nos quiere reventar por inacción, y la fantasía virtual se agolpa ofreciéndose impúdica en las calles y supermercados porque así lo ha ordenado el dios que pasma al homínido apenas pensante. El Túnel es un golpe fino en los maseteros del lector juvenil, un remezón que adoctrina a tiempo el caletre. Juan Pablo, el pintor que acaba siendo un instrumento de las potencias oscuras para consumar una venganza contra Allende, asesinando a María Iribarne (así lo revela Fernando Vidal Olmos, en Sobre Héroes y Tumbas, y por ello es que un Allende iracundo le grita a Castel: ¡insensato!). Juan Pablo Castel devela la otra cara de la belleza teledirigida, la paranoia. En mí habita el lado tenebroso, no está adormecido por los edulcorantes que ingerimos para atenuar el ruido y el hedor de la esclavitud posmoderna, que ha lanzado al ser humano a la crisis más palpable de su estancia terrenal, cuando se juega su prolongación en cuanto especie. La humanidad es por antonomasia el depredador de su propio futuro y, el planeta, Gaia, ya no la tolera más. Leer El Túnel, es tomar conciencia del mito y la magia que cargamos adentro, de que no hay que pretender sepultar lo atávico a base de orgasmos racionalistas porque a la postre Las Furias retornarán con poder aniquilador inusitado.

El Túnel es el aperitivo psicológico que me preparó para deglutir los platos fuertes de Sobre Héroes y Tumbas, la treintena me parece una mesa apropiada donde sentarse a servirse de la variedad que brinda Sabato, suculencia que no empacha. Para leer a Sabato hay que desatenderse de lo útil, no en vano Cervantes Saavedra empieza el prólogo del Quijote con estas dos palabras, Desocupado lector. No hay manera de meterse en una gran obra sino es imaginando ser partícipe de ella, así lo exige Sobre Héroes y Tumbas, ahí compartí la luz y tiniebla que despiden esas extensiones de la personalidad de Sabato que son sus personajes. Más allá del terror cósmico que desata Informe Sobre Ciegos, hay espacio para el humor refinado y penetrante del maestro. Bruno paseando acompañado de Martín ve y alcanza a Borges que está ensimismado por la calle Perú, lo aborda presentando a Martín como amigo de Alejandra Vidal Olmos; Borges, estrechando la mano del joven que lo admira en silencio, atina a decir, “caramba, caramba… Alejandra… pero muy bien”; luego Bruno le inquiere acerca del duro oficio, cómo va la cosa con la pluma, Borges replica borgeanamente: “Caramba… y bueno…, tratando de escribir alguna página que sea algo más que un borrador ¿eh, eh?…”.

Alejandra, dragona-princesa que no logra redimirse en la bondad que fluye de Martín. Siguiendo a Martín me hechizó la terrible belleza de la muchacha que a los dieciocho años ya tiene un alma antiquísima, lista para inmolarse con su siniestro padre, Fernando Vidal Olmos, para que los dioses del incesto y el suicidio, de la melancolía y el crimen, no hagan más presa de ella. Barro de cloaca es la madre de Martín, no obstante alumbró a un ser humano que de estar al borde de la autoeliminación pasó a irradiar futuro en la estrellada noche de la pampa argentina. Martín encarna la superación de los gigantescos manicomios que son las nuevas babilonias de la postmodernidad, y vive la esperanza esclarecedora de la pampa  tras haber sido sujeto de la oscuridad del túnel.


Alejandra Vidal Olmos

Dragona cuando devora hombres en el clímax orgiástico,  
princesa ante los lánguidos ojos del adolescente enamorado.  
Fuego de añosa juventud,    temprano se tragó al mundo;  
romántica guardián de la heroica familia decadente, 
sepulturera de su rancia aristocracia en las ruinas urbanas.  
Natural heredera de la furia subterránea de Erinia,  
encarnando una divinidad de la noche esperpéntica;  
belleza terrible que surge como el magma tectónico  
y arrasa con la pureza del muchacho que adora a Ceres.  
Jamás se somete al tenor de la normalidad del ámbito solar;  
mientras más la refunden en la torre de la lógica del absurdo,  
se desencadena y,   con renovada ira salvaje,  
reina en las sombras,  
acometiendo con su poder tenebroso contra la falsa luminosidad.

[JAB]

La heroica retirada que hizo hacia Bolivia el zarrapastroso centenar de guerreros que sobrevivió de la gloriosa “Legión de Lavalle”, huyendo con los huesos, el corazón y la cabeza del general niño, del Cid de los ojos azules, y así no permitir que Oribe veje su memoria colgando su testa en una pica de la plaza de la Victoria, es la página más poética y por ende bella que he leído de un episodio bélico americano. Si la historia se narrara con esa fuerza terrenal, divina y demoníaca, que le imprime Sabato a Sobre Héroes y Tumbas, haría que nuestros próceres salgan del limbo y nunca se exhiban en bronces donde execran noctívagos, éstos serían caballeros andantes en el imaginario popular y no lenguaje exánime, ese que usa en su discurso el mitómano disfrazándose de político. Los prohombres vivirían de verdad en nuestros corazones, no serían pasto de celebraciones mediáticas y aquelarres virtuales.

La trilogía va creciendo en aristas e infiernillos, en altitud y perspectiva, conforme se avanza en ella y, Abaddón el exterminador, constituye la cima/sima final, el súmmum de la integral sabatiana, aquí la acción es versátil, fragmentada, es la novela total del Antropoceno (nuestra era geológica meteorito). Abaddón el exterminador, es ficción filosófica, ensayo, autobiografía y sobre todo es la literatura de la literatura de don Ernesto. Es de rigor leer primero El Túnel y luego sumergirse a lo ancho y largo de las cavernas gatoserpentosas y campos de batalla de Sobre Héroes y Tumbas. El doctor Sabato es personaje fascinante en Abaddón el exterminador, allí es asediado por las criaturas de sus ficciones. El contemplativo Bruno, merced a su amor ideal por Georgina Olmos -madre de Alejandra- es la memoria de los hechos acaecidos en la destartalada mansión de Barracas y de lo que sucede después en los sesenta y setenta del siglo pasado. Bruno, que conoció la tragedia de los distintos adolescentes sabatianos, posee material precioso para levantar su propia obra y dejar de ser por fin el escritor que no escribe, pero la abulia y el peso del mundo lo reprimen sin remedio. Bruno hace tres viajes azas separados en el tiempo a su pueblo natal Capitán Olmos, y en la postrera visita se topa con la lápida de su alter ego.

Ernesto Sabato/ quiso ser enterrado en esta tierra/ con una sola palabra en su tumba/ PAZ

[Abaddón el exterminador]

El doctor Sabato como personaje de Abaddón el exterminador, es medular. Lo encontramos atendiendo nutrido correo, y de su actividad epistolar surge el fragmento titulado “Querido y remoto muchacho”. Es el escritor que deshollina la chimenea de sus borradores para reunir cuartillas de la novela que no saldrá a la luz. En el laberinto del Buenos Aires, entra y sale de las cafeterías y bares percatándose de que es vigilado, vagando por calles y plazas se siente perseguido por los fanáticos de la Secta de los Ciegos. Asiste a reuniones espiritistas, en una de esas sesiones su hijo Jorge Federico, a través de una joven médium, toca en el piano un opus de Schumann. En paralelo otros personajes arman sus encrucijadas, Nacho y su hermana Agustina sufren el estigma del incesto y el ansia de cazar absolutos. El analfabeto Carlucho tiene abiertas las puertas de la percepción, filosofa a su aire en el quiosco de revistas, cigarrillos y chocolates alineados como escuadrones atentos al toque de trompeta, allá le alcanza el llanto crepuscular del inconsolable bisonte atrapado en el zoológico bonaerense. El muchacho asmático, Marcelo, de casi santo revolucionario pasó a ser mártir anónimo; torturado a reventar por el prójimo en una comisaria suburbana, es arrojado dentro de un saco con cemento al fondo del Riachuelo. El profesor Alberto J. Gandulfo expone la teoría demonológica que raya con la comedia.

Sabato visita algunas papelerías para adquirir las libretas de apuntes que imaginó  pero no las encuentra. Imposibilitado de comunicar la forma de su idea, finalmente adquiere dos libretas que más tarde pasaron a ser parte del armario que guarda las cosas que nunca le servirán. Sabato perdiéndose intempestivamente al mando de su coche, por un fantasmagórico Buenos Aires, hasta parar en el callejón sin salida que lleva el nombre del héroe que fue señalado con el dedo por algún motivo inexplicable, cuando tuvo la compulsión de corregir algo de sus manuscritos en la imprenta y abrió una hoja al azar. Mucho más, mucho más… es Abaddón el exterminador. ¿Cómo acaparar los instantes que ahí hacen relativos absolutos?

Cierro. La trilogía sabatiana no necesitó subirse a la carroza del mentado “boom” de la literatura latinoamericana para conformar tres clásicos en vida del autor. El doctor Sabato es indefinible francotirador, es un universo que gira sobre su eje renovándose a sí mismo, y cuando vuelvo a él lo descubro de nuevo, no hay forma de encasillarlo en la memoria técnica. La obra entera permanece adolescente, la conforman adolescentes de mayor o menor edad astronómica en el tiempo relativo del ser que aprehende, allí el sujeto de la experiencia surge espontáneo. De alma conflictuada tendía al gélido nirvana matemático; entre la capilla y la acción, entre la sangre y la letra, su corazón no se ha cosificado. Sufrió exento de amortiguadores lo ineluctable de un existente vividor, la complejidad, embebido en la realidad de carne y hueso y en la verdad de las ficciones.


 

 

Cinco escritores de «A Fondo»

Si hubiese tenido que conocer a genios de la ficción literaria como Onetti y Rulfo, motivado por una entrevista radial o televisiva, probablemente no habría entrado en sus obras. La gana de verlos actuar ante Joaquín Soler, me vino mucho después de haberlos leído a cabalidad en lo que me ha sido dado de ellos por los dioses de la creación, y cursando ya la segunda década de este siglo, aprovechando que dichas joyas históricas pueden ser visionadas en la pantalla de mi esclavo de silicio. El blanco y negro de A fondo, con esa inolvidable música instrumental de introducción, brinda un escenario idóneo por su higiénica austeridad, teniendo la impresión de que se ha suscitado una reunión de dos amigos para conversar y filosofar en la cabaña minimalista de Henry David Thoreau. La cálida sencillez de la instalación de A fondo concuerda con la personalidad de sus invitados, ahí hay dos sillas, una para el entrevistado y otra para Joaquín, una mesa lateral para contener la obra impresa del autor y copas con agua o whisky; paredes vacías e imaginaria ventana, de persianas cerradas, al bosque de Walden. Al otro lado estoy ocupando la tercera silla, la del espectador. Nada más, todo lo demás viene de esos raros y entrañables escritores que apenas se expresan de viva voz, acostumbrados a la riqueza de sus monólogos. Soler intuye cómo tratar con semejantes personajes ensimismados, no se entrega a la pantomima propia del periodista tipo impertinente, sino que su tino es fruto del seguimiento que hizo de la psicobiología de éstos a través de la lectura de sus obras. En todo caso, no hay entrevista que sea comparable a la creación del escritor, solo lo conoces a fondo zambulléndose en la verdad de sus mentiras; ahí reside la integridad de Rulfo y Onetti.

El formidable escritor uruguayo que estaba muy lejos de ser un orador, no escondía su fobia a los preguntadores de oficio, que no lo era Joaquín por ello aceptó la invitación y, siendo ambos vecinos de Madrid, la noche anterior se habían citado en un foro citadino para tratar sobre la entrevista en A fondo. Imagino a Soler ofreciendo todas las garantías para que Onetti se sienta lo menos oprimido en un espacio medido por el tiempo de la normalidad calculadora que está muy distante del tiempo reflexivo onettiano, ese que discurre pausadamente tal como en el denso mundo de sus ficciones. Onetti no durmió bien pensando en lo de mañana, pero ya metido en el escenario bonachón de Soler se sintió relativamente cómodo con alguien que lo conocía por las lecturas que tenía de su obra, alguien que podía responder por él en caso de un ataque de ataxia o cosa parecida, y se lanzó a la entrevista marcando el ritmo onettiano, estirando y ralentizando el tiempo a su antojo. Hubo un momento que se le inquirió sobre el génesis de la imaginaria Santa María -la urbe ribereña onettiana- y, Onetti, que se volvió para echar mano a un vaso largo portando el líquido que refrescaba la sequedad bucal del fumador empedernido que intermitentemente giraba a sus costados a vaciar la ceniza, clavándole sus ojos de demonio al bueno de Joaquín, le dijo que no hay respuesta para esas cosas. Soler sonriente replicó, “algo podría decirme de aquello, maestro…”. Entre calada y calada, un resignado Onetti, especuló que Santa María podría ser un híbrido entre Montevideo y Buenos Aires. Cuenta Onetti que había estado dictando conferencias en una universidad estadounidense, donde pudo observar la radical oposición de faulknerianos y hemingueyanos, con bandos tan enfrentados como los hinchas de béisbol de los Demonios, de Illinois, y los hinchas de los Lagartos, de Misisipi, esto equiparando el campo de las pasiones beisboleras con la arena de las pasiones literarias, qué sé yo… A la verdad, son dos escritores de profundidades distintas, me atrevo a decir que leyendo a Faulkner no se me cierran las puertas de Hemingway; mas, si solo me acostumbraba a leer a Hemingway, me sería muy difícil ingresar conscientemente al universo de Faulkner. Es una tarea leer a Faulkner, muy jodida si uno no paladea, no huele, no escucha, no ve, la terrible y a la vez deliciosa decadencia de una familia sureña de cierta estirpe como en El sonido y la furia (The sound and the fury), novela escrita bajo la influencia de Joyce. El mundo onettiano es de ese calibre, es denso y devastador, ahí no hay lugar para la lectura veloz, tienes que estar al acecho y aguardar el momento en que estás maduro para explorar en él. ¿Quiénes están dispuestos a esperar el tiempo de sufrir sin amortiguadores la embestida de la lectura lenta? Los pocos que tras salir de los Centros de Alienación Superior, empiezan a ser lo que al fin pueden ser por sí mismos después de haber sobrevivido a lo que hicieron de ellos su familia, la sociedad y la patria (parafraseando a Sartre). Me he quedado con la imagen -parte invento mío- de un Onetti por instantes eufórico participando a Soler que a veces lee algún párrafo al azar de una novela suya y aúlla “eres lo máximo, Onetti”, pero apenas decirlo estampa con furia el libro contra el piso. Señores, si lo quieren encontrar a Onetti hay que meterse de cabeza en lo que les toque, con el favor de los astros, de su obra. Nada hubiese sacado hablando con él en su piso madrileño una o tres horas -Joaquín lo hizo cuarenta y dos minutos por mí en el saludable escenario de A fondo-. Me habría encantado tocar la puerta de sus últimos años de encierro voluntario para que me pase por debajo esta nota de su puño y letra: “Onetti no está”. Onetti sí está en los diálogos a fondo, y por años, que hemos sostenido en las dos novelas y una noveleta que leí y releí: El AstilleroJuntacadáveresLos adioses.

Juan Rulfo se presentó en A fondo portando su magnética impasibilidad y a ratos remitiendo al espectador una sonrisa adolescente, fruto del niño que nació a la desolación de un pueblito perdido que no asomaba ayer ni asoma ahora en los mapas del estado de Jalisco. Apenas abrió sus ojos presintió un futuro devastado por una revolución estúpida, la Guerra de los Cristeros, que trajo extrema violencia y miseria a los suyos. Se crió con gente que apenas abría la boca para soltar palabras tristes entre los vivos, comprendiendo que el monólogo era la catarsis que lo puso en franca comunicación con los muertos. Se puede decir que desde su estancia acuática en el vientre materno ya estaba zambullido en lo fantasmagórico y teratológico, que luego aflora sin amortiguadores en Pedro Páramo y los diecisiete cuentos que nos legó como una creación contundente y rotunda, hija predilecta de la angustia. Rulfo dejó quietos a todos los que clamaban un mayor rendimiento del escritor “…denos otro cuento, otra novela corta, no sea malo don Juanito”. Un buen día dijo aquí me quedo jóvenes, se acabó el combustible astral para hacer nuevos fajos de palabras, no doy más porque mi tío Celerino abandonó su corporeidad, y él era el que me platicaba todo, yo hacía de amanuense. (Acá, en esta parcela ecuatorial del planeta, gozamos de la alucinada genialidad de Pablo Palacio 1906 – 1947, que dio su espíritu al Universo -y más allá aún- a los cuarenta y un años de edad, el que también tuvo un tío Celerino que lo condujo a desligarse de la literatura antes de entrar a la treintena; se fue incomprendido, sin que la fama -la bastarda que deslumbra- lo visite). Rulfo nunca cedió a la tentación de ser un profesional de las letras, no hay cosa más horripilante para un escritor que se precie de serlo que le claven ese título ponzoñoso. Fue un contemplador melancólico. De su estancia en el internado escolar -el orfanato de monjas adictas a un orden policiaco, que también servía como correccional de púberes de padres ricos-, saca en limpio que por inercia aprendió a deprimirse, afirmándose en su tendencia de crecer en la intimidad del ser propio, del Rulfo adentro. Joaquín Soler, previsor, tiraba de la lengua de su invitado valiéndose de los datos circunstanciales que tenía a mano de éste. “…y usted cómo sabe eso”, dijo Rulfo llegando al cénit de la charla, gratamente sorprendido por los pasajes de su vida que sacaba a flote el entrevistador, que Rulfo había sido vendedor de llantas –él aclarando que prácticamente se vendían solas-, Rulfo agente secreto de emigración que no pescó ni un emigrante ilegal, Rulfo detective portuario deteniendo a dos buques cargueros de la Alemania nazi, etcétera. El A fondo con Rulfo duró dos minutos más que el de Onetti, nuestro diálogo a cambio se estira a la fecha. Si alguien me preguntara ¿quién es Pedro Páramo?, contestaría como el arriero fantasma de la Media Luna que guió a Juan Preciado a Comala: “es un rencor vivo”. Y a ese alguien lo dejaría en las mismas porque no está en darle pinceladas de la complejidad de Pedro Páramo, sino que éste tiene que hundirse por sí mismo a rumiar en esa singularidad de ultratumba. Rulfo, que había autopublicado dos mil copias de su obra para obsequiarle al género humano, tuvo que esperar quince o más años a que sea reconocida por el público lector de la generación que sucedió a la suya. El mismo escritor señaló que para que cunda su novela cumbre en el caletre del lector hay que leerla tres veces, y si te pasas involuntariamente no produce empacho, el arte del olvido hace que transcurrido un cierto tiempo la extrañes. A propósito de Rulfo y Onetti, admiraban la obra del otro, pero en la sola ocasión que se toparon y tuvieron oportunidad de charlar de largo por haber sido ubicados con intencionalidad en asientos contiguos durante un traslado a no sé dónde -dentro de la programación de un congreso internacional de escritores-, aparte de mano y saludo “hola Juan”, “hola JC”, no cruzaron palabra. Ambos preferían quedarse con una botella de Wild Turkey 101, en sus respectivas habitaciones cuatro estrellas, a hacer turismo de masas.

La segunda entrevista de A fondo con Borges, en los ochenta, no tuvo el aire de rincón claroscuro de escritor por la falta del blanco y negro del escenario de los setenta, perdió el ambiente acogedor en el que a su hora participaron Rulfo, Onetti, Cortázar, Sabato… ¡Apenas nombrarlos de golpe y me estremezco! El A fondo de 1976, tenía a un Borges joven, lozano, alegre, acoplado a la instalación minimalista que le sentaba a su carácter, a su personalidad, a su ceguera. Si bien seguir su discurso oral no era fácil había tiempo para completar lo que decía el genio siempre que uno esté al tanto de las lecturas y maestros favoritos de él, pues, como le agradaba repetir estaba más orgulloso de lo que ha leído de lo que ha escrito, y muy campante pedía borgeanamente hablando al futuro lector que pasen de Borges, que en sí era una subliminal astucia que convocaba a que no sigan al Borges público palabrero sino al escritor solitario que escribe para sí mismo. “Yo me enseñé alemán a los dieciséis años solo para leer en su lengua materna a Schopenhauer…”, recalca Borges, y de ahí que el mentado escepticismo borgeano es una influencia temprana del filósofo del mundo como mi voluntad y mi representación. El A fondo, a colores, en un primer visionado da la impresión de que fue atropellado, pero Soler -más feliz que Borges por el premio Cervantes recién otorgado-, planteó una distinta estrategia ya que en cuatro años la situación del escritor había dado un giro notable y anhelaba que su queridísimo maestro se luzca evitando en lo posible que tartamudee y apenas sentía que podía caer el ritmo frenético que impuso desde un comienzo lanzaba una interrogación, un comentario, o leía versos para que Borges critique a velocidad de crucero la poesía de Borges, “está bien eso… ¿no?”, “a ese táchelo… ¡qué vergüenza!”. Mandó al olvido a Inquisiciones pero no así a Otras inquisiciones, libro que cambié de sitio de la entrañable librería londinense que proveyó buena parte de los escritores que leí con devoción en mi primera juventud, y que pensé iba a disfrutar a rabiar, -como un adolescente fugándose de la secundaria para ir al billar Playboy-, en mi cuartucho compartido de Bolton Gardens, pero me abrumó su erudición y al cabo lo detesté, fue una mala elección porque ahí no estaba el Borges de los laberintos fantásticos ni la milonga de Manuel Flores que buscaba. Un par de lustros después hice el hallazgo de los relatos que traía consigo el Informe de Brodie (inspirado por Viaje al país de los houyhnhnms, de Swift), que me arribó con el tomo de las obras completas de la foto de abajo, que tuve el privilegio de heredar de la biblioteca de mi abuelo materno junto con los siete tomos de En busca del tiempo perdido, de Proust. El siguiente encaramiento con los aborrecidos ensayos de Otras inquisiciones, me regaló una buena nueva que hizo que la aversión que les tenía se vaya a pique, me refiero a la declaración anarquista de Borges: Nuestro pobre individualismo. Digamos que él fue un anarquista spenceriano. (Ser anarquista es haber superado al hombre fósil, es haber dejado atrás al sujeto convertido en mero combustible de la cleptocracia mundial. El estadio anarquista es libertario, amplio y heterodoxo; el anarquismo es incomprendido por los perezosos mentales, los esclavos modernos y cándidos malvivientes se han convencido que anarquismo es sinónimo de lanzar bombas incendiarias a discreción con el fin de paralizar al individuo y sumirlo en perenne terror, que en sí es lo que hace con el hombre-cosa la imagología, los imagólogos sí que tienen al ciudadano sujetado de la mañana a la noche en el redil del absurdo consumista. El ciudadano-masa, sumido en abyecta estupidización, no escucha el llamado emancipador del anarquismo). No lo conozco a Spencer, Borges no lo conoció a Thoreau, y en su forma de vivir y en sus proyectos existenciales estos dos filósofos que fueron contemporáneos sin saber uno del otro podrían estar en las antípodas. Sé que Henry temprano consumó su ideal de caminante, le bastaron cuarenta y cuatro años en el planeta Tierra para vivir milenios, su Utopía fue realidad palpitante en los bosques y laguna de Walden. Guardo con cariño ráfagas inolvidables del Borges acuchillador del prójimo, así cuando Joaquín le dijo que paradójicamente su ceguera podría ser una bendición porque gracias a ésta dedicó su vida a las letras, y Borges replicando “…a mí me que conviene que sea verdad lo que usted dice… debo estar muy agradecido de mi ceguera, según sus palabras”. Lo mejor del A fondo de 1980 vino el momento que Soler comedidamente le pidió al maestro que mejore su posición en el asiento porque el camarógrafo le avisó que estaba echado hacia delante, demasiado agachado para un buen cuadro, entonces Borges se re-acomodó en el respaldar alzando su noble calavera y, justo antes de que arribe el auxilio verbal del interlocutor, lanzó su saeta: “ofrezco mi decrepitud a sus ojos”. Por lo demás, recuerdo de Borges diciendo que él le gana a cualquiera en timidez, que no conoce (no ha leído) a Vargas Llosa; que Neruda no era de los suyos; que Cien años de soledad es grande ahora y lo será mañana; pidió disculpas por únicamente haber leído Casa tomada de Cortázar, cuento que publicó en una revista bonaerense bajo su égida (esta ficción es considerada como una crítica al peronismo, y a Borges la sola mención de Perón lo crispaba, éste era “el innombrable”), debido a que después le cayó la ceguera absoluta y que una vez saludaron en París cruzando breves palabras tan corteses como frías; manifestó que de repente discute largamente con el doctor Sabato, que no sabría decir si son amigos y que del mismo había leído Uno y el Universo, no sus novelas porque no es la suerte literaria que apetece. “Olvídense del Borges palabrero…”, JLB.

Es un gusto nombrar cada vez la trilogía novelística del milenario Ernesto Sabato: El túnelSobre héroes y tumbasAbaddón el exterminador, que, flanqueada por sus adoctrinadores ensayos, le alcanzó y sobró para colocarse en lo alto de los creadores universales, sin echar de menos la soltura de un francotirador anarquista insobornable, allende el mentado boom latinoamericano. El doctor Sabato emergió al escenario de A fondo despejado, concentrado, incisivo, emotivo, y sobre todo para plácemes del espectador (incluido Joaquín que no se privó de señalar aquello públicamente) de buen humor. Para escarnio de sus monstruos interiores, no asomó el maestro de carácter podrido que su hijo Mario, por estos días del 2014, dijo haber heredado pero que desgraciadamente no le fueron transferidas ninguna de sus virtudes, esto lo recogemos de una carta que le escribió a su padre siguiendo la costumbre que en vida de éste tenía cuando se trataba de algún asunto que requería comunicación familiar ya que la modalidad hablada estaba casi negada entre ellos dos. Mario Sabato, le participa a su difunto padre que kafkianos políticos y burócratas no colaboran para que concluyan los trabajos de Casa Museo Ernesto Sabato, y por fin abrir la mansión de El escritor y sus fantasmas en Santos Lugares a los peregrinos del arte. “…no quiero que caigas en esas depresiones que tanto nos agobiaban en casa. Quédate tranquilo (aunque me cuesta imaginarte tranquilo, aún después de muerto), porque lo vamos a lograr”, se despide Mario. A Sabato, no es que le agradaban las entrevistas, por el contrario, hubo un momento que pidió preocupado que se termine ya la cosa dando a entender que el tiempo es dinero para los imagólogos, pero Soler replicó que tenía vía libre en el asunto puesto que nunca más iba a haber otra oportunidad de hacer un contacto así de memorable con Ernesto Sabato. No se equivocó, Joaquín. El instante emocional vino cuando Soler topó el escape de Sabato de ir a parar en los centros de lavado de cerebro estalinistas. El joven Sabato fue secretario de las juventudes comunistas de Argentina, y lo premiaron enviándolo a Bruselas para que ahí aguarde el ansiado viaje a la URSS; no obstante, tras una fuerte discusión con un camarada sobre el gulag de Stalin, presintió que podía ser presa de los pozos infernales que más tarde se comprobó existieron para que ardan millones de soviéticos, y decidió fugarse del cautiverio dogmático al que voluntariamente se había sometido por el ideal comunista que hasta el final de sus días abrigó como una sociedad de comunidades cooperativas donde no se someta al individuo creativo y pensante a la tiranía de masas tan felices como abstractas. En París, halló posada en el cuchitril del camarada indigente que compartió con él todo lo que tenía para capear un duro invierno, su bondad congénita y fajos de periódicos para cobijarse en el lecho. La explosión existencial parisina del joven Sabato lo condujo a refugiarse en el impoluto e inmutable universo de las matemáticas, -la antípoda del mundo putrefacto y biodegradable de la unidad de carbono Homo sapiens-, que había abandonado para cumplir con la ilusión que generaba ser un observador directo del comunismo soviético. Esta huida trajo la eclosión del físico matemático graduado con honores, nos facilitó al doctor Sabato que fue becario en el famoso laboratorio de los cónyuges Curie -esto gracias a la recomendación del científico argentino Houssay que en 1947 le fue otorgado el Nobel de Medicina-, regresando a París para protagonizar una nueva rebelión microcósmica. En los deslumbrantes laboratorios de la ciencia preparándose para la segunda guerra mundial, fue un beato rodeado de los físicos y químicos que abrieron las puertas de la fisión nuclear, mientras que afuera de su pasantía se embriagaba de irracionalidad en los templos de surrealistas, “…me sentía como una ama de casa que de día se entregaba abnegadamente a sus quehaceres domésticos y de noche se prostituía con la misma abnegación”. Al cabo, tras rechazar la invitación a cometer suicidio que le extendió el auténtico pintor surrealista Óscar Domínguez (posteriormente acabó con sus trágicos días, cuando la depresión, el alcohol y la acromegalia o elefantiasis lo acorralaron), reventó el artista pensador que renunció a la ciencia previendo las aplicaciones que condujeron a la tecnolatría hoy reinante, declarándose ex-físico y ex-matemático, durísima decisión que le quitó el saludo de la secta de Houssay. Para conocer a fondo al doctor Sabato de sus demonios liberadores hay que llegar al fragmentado Abaddón el exterminador, habiéndose sumergido obligatoriamente en Sobre héroes y tumbas; la lectura de El túnel, viene a ser el aperitivo levantamuertos en esta portentosa trilogía. El pensador que adoctrina lo tengo a mano en sus ensayos, ahí está el maestro de letras que no aceptó una silla en la academia de la lengua consecuente con su reacción ante los doctos que pretenden hacer del lenguaje un cementerio. Hace poco pillé en el ciberespacio una carta fina, depurada, que data del año sesenta, de Ernesto Guevara a Ernesto Sabato, en la cual, discusión o aclaración política aparte, el Che expresa su admiración por la obra sabatiana, celebrando expresamente a Uno y el Universo. Aparentemente las cosas quedaron ahí, pero la respuesta de Sabato al Che la podemos deglutir en las ficciones de Abaddón el exterminador (1974), ahí late su respeto por el vividor Ernesto Guevara; favor remitirse al fragmento titulado: ¿No, cómo Marcelo podría preguntarle nada?

Grato sabor me dejó el A fondo con Julio Cortázar que empieza con un campechano “aquí me tienes”. Joaquín Soler, celebró haber pillado al escritor existencialista tras meses de insistir para que participe en A fondo, siguiendo la pista de Fantomas contra los vampiros multinacionales, quien de repente abandonaba las delicias de su agujero hobbit para enfrentar con denuedo, en desigual batalla, a las potencias oscuras enquistadas en el poder económico y político latinoamericano. Un Cortázar romántico, pluma en ristre, salió poco antes de su fallecimiento en París a defender a la revolución sandinista, con su libro ensayístico Nicaragua tan violentamente dulce, 1984. (Por estos días, Cortázar, ni muerto iría a Nicaragua a contar cuentos y recitar versos junto Ernesto Cardenal, pues, el nonagenario poeta de Isla de la juventud es perseguido por el nuevo Somoza del siglo XXI; la otrora heroica revolución sandinista devino en tragicómico remedo de la familia Somoza echando de sí todo vestigio del libertario Sandino, una pareja de desquiciados tiranuelos se enquistaron en Managua para «sembrar» árboles multicolor de lata fosforescente). En la instalación de A fondo se vislumbra a dos personas afines fumando y tomando whisky mientras conversaban amenamente. Cortázar alabó lo bien informado que estaba el entrevistador sobre su obra literaria, a diferencia de ciertos fantoches que sin haber leído sus libros lo habían entrevistado por capricho y obligación mediática, a los que con asco y algo de compasión se vio forzado a ayudarlos a que hagan una entrevista potable, mediocre. Un momento dado, nuestro querido Cogtázag (esto aludiendo a su involuntaria pronunciación francesa de la R, debido a una irregularidad congénita de vocalización), se quedó sin whisky y, antes de volver a entrar en materia sobria, le pidió a su anfitrión que le ceda parte de su copa aún llena, “¿me convidas un poco de la tuya? …a mí cualquiera me gana una discusión política, no soy un sujeto de ideas”. Sí. Lo que perdura saludable, a cien años de su nacimiento, es el fabulador buceando en el individuo bifronte, zambulléndose en la relatividad del tiempo mágico encarnado. Cortázar advierte que después de concluir Rayuela tomó conciencia que El perseguidor más que anunciar a Rayuela, fue el precursor de Rayuela. Oliveira, el alucinante intelectual de Rayuela vino a ser amanuense de Johnny, el semisalvaje saxofonista de El perseguidor que paraba de súbito una sublime improvisación para reclamar airadamente que esa música no era de ahora sino que la estaba tocando pasado mañana, exigiendo al ingeniero productor del estudio de grabación que la borre de inmediato del presente que no le correspondía. De esos instantes puros del perseguidor de la realidad del otro lado de la matrix, donde era un ser milenario, vivían sus seguidores íntimos como el periodista condenado a existir bajo la tiranía del reloj racionalista en contraste con el artista que transcurre en el tiempo de la imaginación creativa. Pablo Palacio diría de esto: El vacío de la vulgaridad frente a la tragedia de la genialidad… El crítico de jazz, Bruno, que se nutre espiritualmente del estrellado genio, pero escoge ser su biógrafo musical y no del hombre conflictuado porque ahí no hay provecho útil, tintineante, ha sacado un buen billete con la primera edición del libro sobre el revolucionario saxo alto de Johnny, y lo hará ganar más todavía la segunda edición que al cabo fue embellecida por el trágico fallecimiento del perseguidor de Utopía. Alguna vez Johnny saludó con su seguidor, entre cariñoso y despectivo, así: “el compañero Bruno es fiel como el mal aliento”; mas yo lo oigo repitiendo con sorna cada vez que se lo encuentra, “eres fiel como el mal aliento”. Cuando Bruno conectaba con la dimensión de Johnny viajaba a los últimos rincones de su propia conciencia, pero una vez devuelto al mundo del ejecutivo cotidiano la influencia del músico cedía como un sueño para fundirse con el bocinazo de la realidad callejera que le urgía volver a su razón pecuniaria de la existencia, y toda la realidad del otro lado se diluía, no podía ser como el saxofonista que vivía quince minutos dentro de sí por un minuto y medio del tiempo controlado por las paradas en las estaciones del metro parisino. La primera vez que leí El perseguidor me chocó lo de llamar drogadicto a Jhonny por el consumo de marihuana -como si eso fuese parejo a los estragos del alcoholismo o al daño físico mental que provoca la adicción a la heroína, por ejemplo-, buceando años después en el ciberespacio encontré a Cortázar admitiendo que cometió un error porque al momento de escribir su noveleta señera inspirada en la vida corta y tormentosa de Charlie Parker, era zanahorio, no tenía noción de los efectos, particularidades y diferencias entre las substancias psicotrópicas no convencionales. Doce años transcurrieron desde el surgimiento de El perseguidor para que, por arte de su destino cortazariano, caiga en un nido de hippies y ahí se dé -exagerando- un atracón de cannabis, “[…] durante toda una noche descubrí hasta qué punto no solamente no son el cáncer social que denuncian los bien pensantes, sino que el cáncer es precisamente lo que los rodea y los hostiga; en todo caso, en ese grupo había algo muy parecido a la felicidad, al término de un largo viaje, a una reconciliación. La marihuana ayudando, claro (la fuman, la fumamos sentados en las escalinatas de la catedral, lo que tenía su chiste, y sin que la policía se metiera para nada a pesar del olor que poco tiene que ver con el del incienso) […]”. En Rayuela, ya no se mete con productos exóticos, tiene a Oliveira haciendo lo que sea por la yerba popular y no vedada del cono sur del continente americano, el mate. Matear es un ritual que no espera así se ponga en riesgo la integridad corpórea de la mujer amada del vecino (Traveler), tal cual aconteció con Talita en el episodio del puente de tablones, capítulo 41.